Mister Cel·lofana.
by Anna Parini |
Sentado en una mesa de una cafetería, saboreando un buen té, distraigo mi atención observando, e inevitablemente escuchando conversaciones vecinas, por esa costumbre nacional de hablar levantando la voz. Aunque no lo quieras, te enteras de todo. Observo a una chica que ha escogido un rincón para ensimismarse en su lectura. El camarero ha servido ya a dos mesas posteriores a su llegada. Aunque ella lo mira, él no la ve. Parece invisible. En cambio, una señora que viene de comprar en el mercado ha realizado una entrada triunfal. No solo todo el mundo se ha enterado de su presencia, sino que se sabe lo que va a desayunar , sobre todo el camarero al que le faltan manos para servirle. La chica de la lectura mueve la cabeza negativamente. En parte por la discriminación, en parte porque aquellos gritos la sacan de su ensimismamiento.
Las mesas colindantes siguen conversaciones diferentes, aunque con algún factor en común. Dos mujeres, cercanas a la cincuentena, se quejan amargamente de que a su edad ya no son visibles. No sienten la mirada ajena. Una pareja cercana a mi mesa discute. Él le decía a ella: “Últimamente ni me ves”. En la barra de la cafetería, un padre muy cabreado le decía a su hijo adolescente: “No quiero verte más”. Lo más seguro es que no fuera cierto, pero la expresión revela un tema, más profundo de lo que aparenta, sobre el acto de ver y ser vistos. Para una cultura tan visual como la nuestra, acostumbrada ya a verlo y retratarlo todo, se ha convertido en un deseo y una necesidad salir en la foto o, por el contrario, ausentarse de ella.
Todas estas escenas recuerdan una de las más célebres canciones del musical Chicago de Bob Fosse. El resignado marido de Roxy Hart, Amos Hart, entona su lamento describiéndose como Míster Celofán. El hombre transparente, no por su autenticidad sino por falta de reconocimiento. Ver y ser vistos. Pero ¿qué es lo que queremos ver? ¿Cómo queremos ser vistos? Aún cabe otra pregunta: ¿qué es lo que realmente vemos?
Una posible respuesta podría ser la siguiente: el material psicológico, los contenidos que hemos introducido en la mente, y los movimientos psíquicos que hemos convertido en hábito conforman el conjunto de imágenes que tenemos sobre nosotros mismos, los demás y el mundo que nos circunda. Unos contenidos que se han alimentado también de la cultura familiar, social e histórica que nos ha tocado vivir. Con todo ello hemos organizado la mente, que ahora con suma pulcritud obedece a los programas que se han automatizado en el inconsciente. Entonces, se debe tener en cuenta que los ojos no son los que miran, sino que quien lo hace es la mente de cada uno. Y ve según lo que la hemos enseñado a mirar.
En la imagen que cada uno construye de sí mismo, existe el deseo tanto de estar presentes como ausentes. En algunos aspectos se echa en falta ser más reconocidos, en otros se preferiría poder desaparecer. A veces gusta ser el centro de atención, otras pasar inadvertidos.
Lo habitual entonces es que se transite por diferentes momentos, contextos, situaciones y estados de ánimo en los que se prefiere estar presente o ausente. Cuando se respetan los tránsitos, el sentimiento se fluye con la vida. Se es libre de escoger. Podría ocurrir, por el contrario, que se acabe viviendo condenados a la eterna necesidad de reconocimiento (personal, social, profesional) o de aislamiento. Cuando es así, la mente de cada persona necesita reorganizar su propia visión y la del mundo.
Uno de los mayores miedos que se pueden padecer es el rechazo. Sentirse abandonado, despreciado o descuidado por la tribu dispara todas las alarmas de la existencia. El poder de las relaciones se basa en la capacidad de generar vínculos estables, duraderos y de protección. No obstante, las experiencias que cada uno ha vivido al respecto han conformado estilos afectivos diferentes. Unos aprenden a incluirse, otros a excluirse. Es como un destino. Tarde o temprano acaban dentro o fuera. A veces los descartan. A veces se autodestierran.
Las sociedades hacen lo mismo con sus miembros, sobre todo aquellos que no responden a los estándares y modas. De la misma manera que muchos reconocimientos son exagerados, falsos o injustos, gran parte de las exclusiones también lo son. Aunque se presuma del valor de la justicia, muchos gestos de los que apenas se es consciente invisibilizan al otro, lo apartan de la peor de las maneras que es la indiferencia. Como Míster Celofán. Hay quien prefiere un reconocimiento en negativo, antes que ser completamente ignorado.
La falta de reconocimiento obedece a dificultades de inclusión, como la chica de la cafetería cuya presencia solo asomó cuando se quejó al camarero. Tuvo que enfadarse para poderse hacer visible. Pero al hacerlo así, no se siente bien, se culpa o acusa al mundo por no estar pendiente de ella. No se le ocurre “hacerse presente”, mostrarse, pedir, expresarse asertivamente. Pero esta situación también obedece a las expectativas. Muchas personas hacen grandes esfuerzos, se cargan de responsabilidades o llaman la atención con tal de recibir aplausos, agradecimientos y valorización. Puede que se confunda el medio con el fin. Si cabe algún acto sincero de reconocimiento es ser aceptados y queridos por lo que se es y no por lo que se hace, se aparenta o se logra.
El miedo a no ser recordados es, en el fondo, un temor a ser ignorados. Si nadie nos ve, ¿existimos? Por supuesto, uno puede hacerlo todo solo y para sí mismo o, como el eremita, hacerlo aisladamente por el bien espiritual de la humanidad. Sería suficiente con que cada uno apreciara quién es, cómo es y lo que hace, mejor o peor.
No solo se trata de bucear introspectivamente. Como escuché a Begoña Román, catedrática de Filosofía de la Universidad de Barcelona, quizás vaya siendo hora de introducir la escucha en un mundo tan visual. Podría ser que el problema sea estar más desnutridos de ser escuchados que de ser vistos. Llega un momento en que más que reforzar el sentido de la vista, se necesita afinar el oído y también el tacto.Sin embargo, pronto llega la mirada del otro. Una forma de percibirnos que tanto puede ser apreciativa como despreciativa. O peor aún, ser vistos y no vistos. Ahí se encuentra el secreto del equilibrio entre lo interno y lo externo. ¿Hasta dónde sabemos apreciarnos? ¿Hasta dónde necesitamos ser apreciados? ¿Hasta dónde nos afecta el desprecio externo? ¿Necesitamos ser reconocidos por los demás para ser, para saber cómo ser? ¿Somos personas apreciativas? ¿Destacamos lo bueno de las personas y lo que hacen con la mejor de las intenciones? ¿Tendemos al desprecio, a ver siempre lo que falta o lo que no está perfecto? Según seamos en ese interior individual, así seremos ahí afuera aunque lo disfracemos con máscaras sonrientes.
Hay una tarea que resulta ineludible: educar la mirada, amplificar la escucha y apreciar la calidez. La mirada se educa revisando lo que tenemos tendencia a percibir, y aumentando el campo de visión. Para ello, como advierte el psicólogo Joan Quintana, hay que preguntar a los otros lo que cada uno no aprecia o no sabe ver. La escucha requiere atención, disponibilidad, profundidad. Va más allá de una simple mirada. Y la calidez adentra, como ningún otro canal, en el contacto respetuoso, amable y tierno con el otro. No hay mayor reconocimiento.
Xavier Guix, Miedo a ser invisibles, El País semanal, 19/10/2014
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