Quan la moral es pren seriosament la ciència.



 

 

La moral solo es un tipo de opinión

Cuando se plantean evidencias científicas para regular las leyes y, por extensión, la moral de los ciudadanos, a menudo se replica que la ciencia no nos puede decir qué está mal o qué está bien. Es decir, que, por definición, de la ciencia no puede emanar la moral. Naturalmente, eso es cierto. La ciencia solo es un conjunto de datos sobre el mundo, un patrón que nos permite conducirnos de un modo más sistemático, con menos carga de incertidumbre y de opinión, incluso adelantándonos a acontecimientos. Imaginad lo que ocurriría si todo el mundo opinara acerca de si un semáforo está en rojo o en verde (incluidos invidentes y daltónicos). En principio no pasaría nada: la opinión es libre. Pero, en aras del pragmatismo, de la convivencia, debemos establecer cuándo pasar y cuando quedarnos quietos en la acera. No sabemos cuándo hacer qué.

De modo que podemos dejarnos llevar por lo que vemos (sin saber si lo estamos viendo bien o si nuestras percepciones se corresponden con las percepciones de los demás) o por lo que intuimos (por ejemplo, observando cómo lo hacen los demás, qué nos da más o menos miedo, etc.). Lo que hace la ciencia es determinar de la forma más objetiva y universal cuándo un color es rojo y cuándo es verde en un semáforo.

Este es un ejemplo irreal y absurdo (porque, de hecho, todos nosotros nos conducimos por las calles de las ciudades usando nuestros ojos y los semáforos, no la ciencia), pero me sirve para intentar definir de un modo sencillo lo que es la moral. Cuando se apela a que un asunto compete a nuestra moral, parece que entonces tal asunto es más abstracto, ininteligible, impenetrable por la fría razón. Parece que ello legitima que cualquiera puede no solo opinar, sino ejecutar lo opinado. Parece que la moral no nace del cerebro, sino de las tripas, de los sentimientos, de algo especial que nos define como humanos empáticos y sociales. Y por tanto debe respetarse y tolerarse.

Sin embargo, si despojamos de connotaciones apasionadas a la definición de moral, ésta no es más que una opinión. Una opinión del mismo calibre que cualquier otra. Lo que define la moral del resto de opiniones es que la moral se circunscribe a las opiniones acerca de lo que está bien y está mal. Del mismo modo que opinamos si una película nos ha gustado o nos ha desagradado, también opinamos si un acto nos parece aceptable o reprobable. Es decir, que la moral no tiene nada de especial o trascendente: se limita a ser una manifestación subjetiva de lo que acontece en el mundo (y, en consecuencia, una manifestación sujeta a sesgos diversos, falacias lógicas, malas interpretaciones, malos argumentos… y, a la vez, una manifestación susceptible de cambiar si se reciben nuevos datos que no se conocían).

Podría aducirse entonces que los enjuiciamientos morales son como los enjuiciamientos artísticos. Ajenos a los datos científicos. Una obra de arte te gusta más o menos en función a tu sensibilidad, no en función de los detalles técnicos de cómo se obtuvo tal o cual pigmento. Pero, como se ha dicho antes, la ciencia no trata de definir la moral o, en este caso, la sensibilidad artística personal.

Todo el mundo es libre de opinar si Pollock era un buen pintor o un mercachifle, al igual que si el apuñalamiento asestado por un adolescente afroamericano a una mujer blanca en un apartamento de Nueva York es moralmente reprobable o no. La diferencia entre ambos ejemplos estriba en que la manifestación artística no está describiendo la realidad (entendiéndola ésta no como un constructo filosófico, sino como una idea jurídica) ni tampoco nuestro enjuiciamiento depende de los detalles finos de lo enjuiciado. Es decir, al contemplar una obra artística opinamos lo primero que se nos viene a la mente. Las sensaciones que nos produce. Y si la contemplación de la obra de arte requiere de adiestramiento previo, entonces tal adiestramiento también se basa en opiniones variopintas. Una misma película o novela puede recibir opiniones diametralmente opuestas acerca de su calidad plástica por críticos adiestrados diferentes.

Cuando enjuiciamos un asesinato podríamos emplear el mismo conjunto de opiniones: si nos ha parecido bello, execrable o armónico, si bebe de otras fuentes, si podemos emparentarlo con otra clase de asesinatos. Pero el enjuiciamiento moral de un asesinato acostumbra a depender de evidencias físicas. No solo si estaba el rojo del semáforo en rojo o en verde, sino si realmente el afroamericano fue el causante de la muerte, si en realidad se estaba defendiendo de una agresión, si se trataba de un robo, si la mujer blanca en realidad ya estaba muerta antes de ser apuñalada, si fue la mujer la que rogó al afroamericano que acabara con su vida porque estaba deprimida, si el afroamericano estaba bajo el efecto de alguna sustancia, si se encontraba bajo alguna clase de enajenación mental, etc.

Todos estos datos no solo se emplean en la investigación forense: también son los datos que se aducirán frente al jurado para que éste determine el grado de inmoralidad del hecho descrito.

Las emociones son fácilmente manipulables

Otro argumento que suele esgrimirse frente a la idea de que la moral puede objetivarse y construirse a través de la razón y la ciencia es que la moral tiene que ver con los sentimientos, emana de nuestras tripas, resulta intuitiva, y que todo eso resulta muy difícil de cambiar. Lo mejor es proporcionar asistencia a quienes manifiestan determinada moral, porque hacerles cambiar de parecer resulta difícil.

Esta manera de abordar el problema presenta un problema: hay opiniones morales difícilmente respetables, por muy arraigado que esté el sentimiento o la tradición. Por ejemplo, en lo tocante a la educación de los niños, en poco tiempo hemos pasado de creer que poseían una depravación innata (y eran golpeados y maltratados físicamente por cualquier desliz) a creer en su inocencia innata (ahora no solo evitamos agredirles, sino que les prohibimos jugar “a matar”). El modo en que valoramos moralmente estas dos posturas parece haber cambiado en una sola generación. Y lo ha hecho gracias a la implantación de una simple idea.

El problema es que implantar ideas no basadas en la razón promueve que las emociones se polaricen en uno y otro sentido por arbitrarios motivos, como explica Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro:

La ideología no tiene cura, pues surge de muchas de las facultades cognitivas que nos hacen inteligentes: prevemos largas y abstractas cadenas de causalidad; adquirimos conocimiento de otras personas; coordinamos nuestra conducta con la de los demás, a veces ateniéndonos a normas comunes; trabajamos en equipo, realizando proezas que en solitario nos resultarían imposibles; utilizamos abstracciones, sin detenernos en los detalles concretos; interpretamos una acción de múltiples maneras, que difieren en cuanto a los medios y los fines, y también en cuanto a los objetivos y sus consecuencias.
En otras palabras, si por ejemplo definimos que nuestro enjuiciamiento moral debe hacer prevalecer la decisión que menor daño provoque a los demás, entonces las ideas no sistematizadas pueden producir resultados ambivalentes. Pegaremos a los niños o les prohibiremos jugar “a matar” sin saber muy bien qué actitud provoca más daño.

Es decir, que el estado debe procurar la libertad y tolerancia de las opiniones morales personales, pero siempre que éstas no violen la autonomía y el bienestar de los demás. Si no trazamos una línea consensuada en la razón sobre en qué momento estamos restando autonomía y bienestar a un feto, nunca nos pondremos de acuerdo a la hora de enjuiciar moralmente el aborto. Y si nos ponemos de acuerdo, puede que volvamos a creer justo lo contrario al poco tiempo. Cambiar de opinión es saludable, efectivamente, pero no si ese cambio opera de un modo caprichoso, cíclico o a merced de modas ideológicas… sobre todo porque, por el camino, quizá sí estamos restando autonomía y bienestar a un colectivo social: los no nacidos y, por extensión, a toda la sociedad: ¿qué pasaría si descubriéramos que hemos estado asesinado a millones de niños?

Que nuestra moralidad sea caprichosa y selectiva no es nada extraño. Ni siquiera las personas más íntegras logran ser moralmente coherentes. Sin la asistencia de unas directrices morales instauradas mediante consensos racionales y universales, enseguida podemos dar carta de naturaleza a los más abyectos actos inmorales. Los psicólogos sociales han identificado diversos trucos psicológicos de desconexión moral que operan a nivel inconsciente en todos nosotros, como minimizar el daño (“no dolía tanto”), relativizarlo (“todo el mundo es castigado por algo cada día”) o recurrir a requisitos de la tarea (“si hacer mi trabajo como supervisor significa que debo ser un cabrón, pues que así sea, porque si no lo hago yo deberá hacerlo otro”).

También solemos tropezar en la comparación ventajosa: “otras personas hacen cosas aún peores”. Y somos expertos en cosificar a seres humanos que consideramos fuera de nuestro grupo, solo así se explica el increíble grado de crueldad que miles de personas emplearon contra los judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

Juicio

Hace apenas un puñado de generaciones, cuando debíamos inclinar nuestra balanza hacia el “culpable” o “inocente” nos dejábamos llevar exclusivamente por lo que intuíamos. Si alguien de confianza o que pertenecía a nuestro grupo social determinaba que tal o cual persona había cometido un delito, pues era culpable. Las pruebas a favor y en contra, a menudo, se basaban en meras opiniones, en pálpitos, en intuiciones. En comprobar si flotará o se hundirá si tiramos al río a la acusada de brujería. Actualmente, podremos considerar que no somos tan depravados como antaño, pero probablemente las generaciones futuras pensarán lo mismo de nosotros.

La ciencia no solo es un conjunto de datos verificable que puede explicarse cómo funciona y de dónde proviene, y que evita la carga ideológica, también es una forma disciplinada de pensar. Cuando reclamamos un “demuéstramelo” estamos haciendo ciencia, aunque sea a un nivel rudimentario. Es decir, que al implantarse los primeros procesos judiciales, donde se trataba de ofrecer garantías a los acusados en función de las pruebas aducidas, se estaba haciendo ciencia rudimentaria.

La ciencia no puede dictar nuestra moral, pero sin ciencia nuestra moral resulta a menudo ciega e inmadura. Gracias a la ciencia sabemos que las percepciones humanas son falibles, y a menudo se ven influidas por prejuicios otros sesgos, así hemos aprendido a que no es prueba suficiente para enjuiciar moralmente a alguien aunque una, diez o cien personas aseguren que un afroamericano asestó tres puñaladas a una mujer blanca en un apartamento de Nueva York. Cuando el protagonista de la película Doce hombres sin piedad logra convencer a todo el jurado de que está equivocado, de que no podemos afirmar con seguridad que aquel afroamericano adolescente sea culpable de asesinato, en realidad está invocando unas reglas de pensamiento en el que se evita en lo posible el pálpito, la opinión personal; donde nada se da por hecho; donde todo debe demostrarse de forma contundente; donde no importa lo que digan los testigos oculares, sino lo que realmente pasó.

Tecnología moral

El protagonista de Doce hombres sin piedad está haciendo ciencia. Al menos, está haciendo las mismas preguntas que hace la ciencia. Y esas preguntas sirven para que todos los que hace una hora estaban convencidos de que aquel afroamericano era culpable, dejen de creerlo. La ciencia no nos dice qué está mal o qué está bien: nos ofrece asideros para alcanzar un juicio más certero al respecto.

De acuerdo, frente un asesinato todos estamos convencidos de que es un acto moralmente reprobable: un sólo determinará si ese acto se ha producido o no. ¿Qué pasa con los actos que se muestran ambivalentes? ¿Con los que la mayoría considera reprobables? ¿Con los que la mayoría considera aceptables? Como se ha dicho, las opiniones y las mayorías cuentan poco si no tienen asideros universales en forma de razones lógicas y datos científicos. Imaginemos que una persona quiere matar a su hijo para dañar a su pareja: ¿apelaría a su moral personal para justificarlo? Las leyes articuladas, en ese sentido, sirven para determinar que no. Porque, como decía Jeremy Bentham: "No hay derecho sin ley, ni derecho contrario a la ley, ni derecho anterior a ella".

En lo tocante al aborto, cuando se trata de establecer una línea entre lo que consideramos una ser vivo y consciente o un conjunto de células, lo único que se hace es ofrecer un conjunto de datos contrastados y verificables universalmente para que la mayor parte de la gente disponga de un asidero en el que enjuiciar moralmente un aborto. En otras palabras, para saber si lo que está haciendo es tan malo o tan bueno como intuye que es. Eso, lejos de entorpecer la convivencia, la armoniza: continuarán existiendo ideologías, religiones o posturas ajenas a esos datos, pero mucha más gente dispondrá de más líneas maestras en los que fundar sus argumentos morales, lo que unificará tales argumentos, al menos en algunos puntos. Y, sobre todo, nos permitirá articular leyes que de la forma más objetiva posible determinen qué merece castigo civil o penal o qué no.

A nivel filosófico, no sabemos si un afroamericano que apuñala a una mujer blanca es culpable (¿acaso no es culpable también la sociedad, el contexto, etc.?), pero hasta que dispongamos de herramientas más precisas para evaluar tales detalles más complejos (quizá una futura tecnología moral que permita ahondar en el interior del cerebro), en aras del pragmatismo, debemos tomar decisiones jurídicas y manifestar posicionamientos morales. El objetivo es que tales decisiones y posicionamientos evolucionen (hallando más matices, más cosas que nos pasaban desapercibidas) a medida que afinemos nuestra capacidad de recoger datos y evaluarlos. Una capacidad que solo puede mejorarse a través del pensamiento disciplinado y la ciencia.

El Leviatán

La dirección histórica de la moralidad en las sociedades modernas se caracteriza por el alejamiento de la comunidad y la autoridad, aproximándose cada vez más a una organización racional-legal que castigue a los infractores, una suerte de Leviatán que garantice una moralidad utilitarista cuyo objetivo sea procurar el máximo bien para el mayor número de personas. Tal y como explica Steven Pinker:
Recordemos que fue el utilitarismo de Cesare Beccaria lo que condujo a un replanteamiento del castigo penal, alejándolo del puro deseo de venganza y acercándolo a una política calibrada de disuasión. Jeremy Bentham se valió del razonamiento utilitarista para debilitar las racionalizaciones que justifiaban el castigo de los homosexuales y el maltrato de los animales, y John Stuart Mill, para hacer una primera defensa del feminismo.

La moral utilitarista, aunque la dejáramos en manos de un algoritimo perfecto ejecutado fríamente por una computadora, jamás podrá desplazar por completo a las intuiciones de la comunidad, la autoridad, el carácter sagrado y el tabú. Y, en algunos casos, eso será bueno: por ejemplo, en muchos momentos de nuestra vida debemos ofrecer una respuesta moral sin tener demasiado tiempo para calibrar todos los datos, y no siempre dispondremos de un órgano rector que nos ofrezca asistencia en casos particulares y cotidianos de la interacción humana.

De hecho, en términos generales, la moral personal con la que obramos diariamente suele ser más irracional e incoherente que racional y ponderada, porque se ve poderosamente influida por el contexto y por los niveles hormonales (por ejemplo, un hombre será más permisivo a la hora de tener sexo con una menor si está excitado que si no lo está). Por ello, la parte automática y visceral de la moral resulta ineficiente para muchos casos, y resulta tan alambicada como un jungla panameña, tal y como demostraron los psicólogos de la universidad de Yale Hugh Harsthorne y Mark May: después de investigar a 10.000 escolares a los que se les ofreció la oportunidad de mentir, engañar y robar en una diversa variedad de situaciones, no se obtuvo ningún patrón, tal y como explica David Brooks en su libro El animal social:
La mayoría engañaba en unas situaciones pero no en otras. Su índice de engaño no guardaba relación con rasgos mesurables de la personalidad ni evaluaciones de razonamiento moral. En investigaciones más recientes se ha observado el mismo patrón general. Alumnos rutinariamente deshonestos en casa no lo son en la escuela. Personas que son valientes en el trabajo pueden ser cobardes en la iglesia. Los que se comportan con amabilidad en un día soleado pueden ser crueles al día siguiente, cuando está nublado y se sienten tristones.

¿La razón está sobrevalorada?

No obstante, habida cuenta de la cultura popular está volviendo al creacionismo científico y los aforismos vacuos del New Age, y cierta intelectualidad está entronizando el posmodermismo y el relativismo cultural, una moralidad nacida de la razón y de los datos contrastados nos suena a aberración. Porque creemos que la razón, en definitiva, está sobrevalorada, solo se trata de un constructo, una convención.

Pero, si bien es cierto que la intuición guía nuestras interacciones morales cotidianas, también es cierto que muchas intuiciones morales solo lo son en apariencia: en realidad parten de largos razonamientos. Por ejemplo, ante la pregunta si debemos quemar herejes o tener esclavos, no hay estupor moral ni reacción visceral, simplemente estamos respondiendo moralmente a esos hechos porque previamente hemos recibido una larga instrucción racional al respecto, gracias a eternos debates racionales que tuvieron lugar hace varios siglos. No es, por tanto, caprichoso el hecho de que la revolución humanitaria naciera después de la revolución científica y la Ilustración.

A pesar de que algunas técnicas experimentales nos sugieren que instintivamente somos racistas, asociando caras blancas y negras a palabras como “bueno” y “malo”, respectivamente, y que los experimentos con neuroimagen que controlan la actividad de la amígdala señalan que muchos blancos muestran pequeñas reacciones viscerales negativas ante los afroamericanos, el razonamiento permite que anulemos esos instintos y hayamos cambiado radicalmente en nuestro modo de interaccionar con otra etnia. Porque el razonamiento va de la mano del autocontrol, de la proporcionalidad y de la ecuanimidad.

El puro razonamiento puede proporcionarlos un sentido moral más ajustado a la idea de generar el mínimo daño a los demás, aunque a priori no lo parezca, según Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro:
¿Tenemos alguna razón para esperar que la racionalidad oriente al razonador hacia el deseo de menos violencia? Por razones de lógica austera, la respuesta es no. Pero no hace falta mucho para pasar al sí. Sólo necesitamos dos condiciones. La primera es que los razonadores se preocupen de su propio bienestar: que prefieran vivir a morir, mantener el cuerpo intacto a tenerlo mutilado, o estar en situación placentera a sufrir dolor. La simple lógica no les obliga a tener estas predisposiciones. Sin embargo, cualquier producto de la selección natural (de hecho, cualquier agente que logre soportar los estragos de la entropía de el tiempo suficiente para que, de entrada, haya razonamiento) las tendrá con toda probabilidad. La segunda condición es que los razonadores formen parte de una comunidad de otros agentes que pueden incidir en su bienestar e intercambiar mensajes y comprender el razonamiento respectivo. Esta suposición tampoco es necesaria desde el punto de vista lógico. (…) Pero la selección natural no habría podido fabricar un razonador solitario, pues la evolución actúan sobre poblaciones, y el Homo sapiens en concreto no es un animal sólo racional sino también social y usuario de un lenguaje.

Evolución moral

No es casual, pues, que en el último siglo se haya producido un progreso moral (con un efecto en el descenso de violencia, amplitud de círculos de empatía que englobe otras etnias y hasta animales, vindicación de derechos de mujeres y homosexuales y un largo etcétera), en definitiva, un meteórico ascenso moral, justo en el siglo en el que más tiempo tenemos para discutir, razonar, informarnos, conectar con los otros, evaluar las posiciones contrarias. Hace apenas un siglo, era raro que el dueño de un perro no tratara a su mascota como un simple objeto a su servicio. La esclavitud está a la vuelta de la esquina, e incluso fue defendida por intelectuales de gran talla. Theodore Roosevelt escribió que en nueve de cada diez casos “los únicos indios buenos son los indios muertos”.

Por un lado, porque la moralidad estaba más asociada al corazón, al pálpito, que al cálculo racional; y en segundo lugar porque los intelectuales de talla eran escasos, y ahora disponemos de muchas más mentes que nunca que tienen tiempo para ponderar en su tiempo libre, cada vez más amplio. Pero, para ser justos, el tiempo libre no fue el único factor que permitió ampliar nuestro tiempo de razonamiento moral. También hay que sumar la alfabetización (la lectura de otras opiniones y de otros razonamientos), la urbanización (convivencia masiva), la movilidad (conocimiento de otras realidades e intercambio de bienes y servicios) y el acceso a los medios de comunicación (aldea global). Todo ello añade nuevos datos a nuestros enjuiciamientos morales, más datos variopintos que nunca antes en la historia de la humanidad.

El último paso es dotar de coherencia, jerarquía y explicación guiada nuestras sentencias morales mediante la asistencia del razonamiento de buena calidad y de la obtención de datos objetivos (o con menos carga ideológica) que proporciona la ciencia. De este modo no solo seremos más capaces de ponernos en la piel de otros, sino de observar el panorama moral desde un punto de vista más elevado y general, y por tanto no solo podremos operar nosotros con semejante moral, sino otras comunidades de pensadores que valoren sus propios intereses de la misma forma justificada que lo hacemos nosotros, armonizando la moral general, tal y como concluye Pinker:
La escalera mecánica de la razón tiene una fuente exógena adicional: la naturaleza de la realidad, con sus relaciones lógicas y sus hechos empíricos, que son independientes de la estructura psicológica de los pensadores que intentan captarlos. Como los seres humanos han perfeccionado las intuiciones del conocimiento y la razón y eliminado supersticiones e incoherencias de sus sistemas de creencias, tarde o temprano se sacan algunas conclusiones, igual que, cuando uno domina las leyes de la aritmética, al final seguro que salen sumas y productos. (…) Informes cuidadosamente razonados contra la esclavitud, el despotismo, la totura, la persecución religiosa, la crueldad con los animales, la severidad con los niños, la violencia contra las mujeres, las guerras frívolas o la persecución de los homosexuales no eran sólo palabras vanas, sino mensajes que influyeron en las decisiones de las personas e instituciones que prestaron atención a las polémicas y pusieron en práctica las reformas.

En definitiva, podemos esperar que el ser humano, medio ciego y medio manipulado por sus sesgos, construya una moral convivencial aceptable, pero solo los buenos datos nos proporcionará, a través de la educación, un modo más sofisticado de moralidad, captando los matices donde los haya, así como las regularidades. A través de la educación se propagará este tipo de moral, y con la fuerza de las leyes, se mitigarán los que no sepan llevarla a cabo o no la comprendan.


Sergio Parra, Cuando la moral es mejor que emane de la razón y de la ciencia y no del corazón, katakaciencia, 28, 29 y 30 de octubre del 2014


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