La insuportable realitat d'allò humà.
En una reflexión realizada paralelamente a la que se va hilvanando en este foro (explícitamente centrado en asuntos metafísicos), sostengo la tesis siguiente:
Cabe suponer que toda especie animal lucha espontánea o instintivamente para que el marco natural en el que se inserta posibilite la eclosión de las facultades propias de tal especie. El hijuelo del águila tiende al vuelo, y en consecuencia el águila intentará instalarse en un ámbito dónde la potencialidad o facultad de volar de su prole no quede mermada, o eventualmente imposibilitada. Y tratándose del águila ello es válido para rasgos más particulares o específicos que el genérico del vuelo, pues toda especie se realiza en la fertilización de las facultades que hacen mayormente su especificidad.
Aplicando el principio a la especie humana, y aceptando con Aristóteles, Descartes o Chomsky, que la expresión mayor del animal humano es la facultad que posibilita la simbolización y el conocimiento, es decir, la facultad de lenguaje, cabría esperar que nuestra especie se esforzara en contribuir a forjar la atmósfera, digamos natural, para el despliegue de tal capacidad, es decir, se esforzara en construir ese ámbito marcado por la ley que los grandes del pensamiento griego sintetizaban en el término polis, de tal forma que el ideario de la paideia, la educación como técnica de actualización de las potencialidades humanas, tendría su expresión mayor en el proyecto de ciudadanos concernidos esencialmente por las tareas de conocimiento y simbolización.
Una sociedad marcada por la paideia, una sociedad cabalmente humana, sería aquella que daría sentido a nuestras vidas, pese a los estragos del tiempo o de desgraciadas contingencias subjetivas; una sociedad que dolería abandonar, y a la que sólo se renunciaría de propia mano por un sentimiento de incapacidad de estar ya a la altura de la misma; una sociedad indisociablemente lúcida y festiva, trágica por ambas razones y fértil precisamente porque trágica.
Y sin embargo, de tal sociedad no parece siquiera haber rescoldo. Aquellos proyectos y exigencias que deberían ser el síntoma del espíritu humano surgen tan sólo como acontecimientos puntuales vinculados a la singularidad de algún individuo, o de azarosas circunstancias sociales positivas. Para la generalidad de los ciudadanos, la alternancia entre trabajo carente de sentido, ocio que embrutece y pavor a perder el primero (quedando de paso privado también del segundo) parece un destino natural, algo en conformidad con lo único que sería susceptible de ofrecer la sociedad de los humanos.
En lugar de constituir aquello que se ofrece como polo afirmativo frente a los momentos de descorazonamiento por los que atraviesa toda persona, la sociedad parece precisamente reforzarlos, añadiendo al sentimiento de adversidad en el destino propio, el de ausencia de sentido del destino colectivo. De ahí esa tremenda estampa del ciudadano que se arrancó la vida renegando de la polis, y ello precisamente en una plaza pública de... Atenas.
Y obviamente surge la pregunta de cómo se ha llegado a esto, cómo es posible que una especie animal forje para sí misma un ámbito de inserción que le impide desplegar los rasgos que hacen la singularidad de tal especie. Pregunta que en ocasiones sólo parece autorizar una respuesta, ciertamente nihilista: el hombre no podría soportar su matriz, el hombre sería incapaz de contemplar la finitud, el hombre no podría asumir el hacerse verbo de la carne, el hombre, simplemente huiría de lo real, pues sería verídica la tesis (generalizada por muchos desde hace medio, siglo a partir de las consideraciones de un lúcido pensador francés) según la cual, simplemente "lo real es lo insoportable".
Y de esta imposibilidad de asumir lo real surgiría toda la panoplia de construcciones imaginarias que nos sirven de señuelo a la vez que de parapeto: la vida se convierte así en apuesta exclusiva por objetivos pragmáticos y contingentes, desde lo azaroso de la posesión de un cuerpo, a la forja de una patria (o a la vivencia como mutilación propia de la eventual escisión en la misma), pasando por alcanzar el reconocimiento de quienes no son más que servidores de mayor alcurnia, o la erección de imaginarios enclaves securizantes, correlativos del sentimiento paranoico de que todo mal viene de afuera. En esta concepción del orden de las cosas, no hay desde luego plaza para tareas que impliquen confianza en la entereza humana.
Y aquí un puente con las consideraciones generales de este foro relativas a la filosofía. Pues filosofía es palabra designativa de una disposición que debería nacer con la inserción en el lenguaje, una disposición a la que el marco social debería invitar y que el ser humano sólo debería abandonar cuando carece de fuerzas. En una sociedad que no posibilita la realización coral de las potencialidades humanas, la filosofía o bien carece de lugar o bien se erige en acto de resistencia. Pues de lo contrario ( no siendo cosa de todos y tampoco combate por llegar a serlo) la filosofía se aparenta a un antojo para ociosos, parodia de la llamada por Aristóteles..."ciencia de los hombres libres". Que el orden social parezca más bien tener como condición de su pervivir el repudio de la filosofía no puede quizás ser explicado por causas contingentes. Gana en este pensamiento fuerza la tesis nihilista: entendida como asunción de lo real, la filosofía tendría en efecto muy pocas posibilidades, de ser cierto que lo real es aquello que el hombre no puede asumir, de ser cierto que lo real es lo insoportable.
Víctor Gómez Pin, Lo real, lo inasumible y ... la filosofía. Asuntos metafísicos 70, El Boomeran(g), 28/10/2014
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