Humanitzar la màquina, mecanitzar l'home (Lewis Mumford).
Lewis Mumford |
Al inicio de una serie de conferencias, quizá sea conveniente establecer un
punto de común acuerdo entre el conferenciante y su público, de modo que para
asegurar que así sea, empezaré con una observación categórica: ¡Vivimos tiempos interesantes! Quizá no
se trate de un lugar común tan inocente como puedan ustedes imaginar, pues al
igual que los chinos, que han atravesado muchas épocas de caos y violencia
semejantes a la nuestra, yo emplearía la palabra «interesante» con un matiz más
bien mordaz. Según cuenta la tradición, cuando un erudito chino quería lanzar
una maldición devastadora contra un enemigo, se limitaba a decir: «¡Ojalá vivas
tiempos interesantes!». Los chinos sabían que pocas de las cosas buenas de la
vida podían llegar a buen término en medio de seísmos morales y cataclismos
políticos.
Lo que hace tan interesante a nuestra época, por supuesto, es la cantidad
de contradicciones escandalosas y trágicas paradojas a las que nos enfrentamos
en cada momento, que crean problemas que ponen a prueba nuestras facultades
humanas de comprensión y desencadenan fuerzas que desconfiamos de ser capaces
de controlar. Hemos sido testigos del hambre en el seno de la abundancia, que
todavía padecen millones de personas desamparadas en la India; hemos sido
testigos de cómo la renuncia sincera a la guerra que siguió a la Primera Guerra
Mundial desembocaba en la entronización de dictaduras militares; y ahora
incluso estamos viendo cómo el odio al totalitarismo engendra, en nuestra
propia república constitucional, buena parte de los rasgos más repugnantes del
totalitarismo, entre ellos el culto histérico a un líder militar. Y lo mismo ha
sucedido también con otras muchas bendiciones aparentes. Desde luego, el arte y
la técnica, que son el tema de estas conferencias, no se han librado de estas
contradicciones.
Hace tres siglos y medio Francis
Bacon exaltó el fomento del saber científico y de la invención mecánica
como el medio más seguro de proporcionar alivio a la condición humana: tras
unos cuantos gestos expiatorios de devoción, dio la espalda a la religión, a la
filosofía y al arte, y depositó todas sus esperanzas de mejora de la humanidad
en el desarrollo de la invención mecánica. Es más, halló la muerte, no después
de redactar una serie final de aforismos acerca de cómo conducirse en la vida,
sino después de haberse expuesto a los elementos en el transcurso de uno de los
primeros experimentos en la utilización del hielo para la conservación de los
alimentos. Ni Bacon ni sus
entusiastas seguidores en los ámbitos de la ciencia y técnica, los Newton y los Faraday, los Watt y los Whitney, se percataron en modo alguno
que en el siglo XX el dominio sobre el universo físico, obtenido a duras penas,
podría llegar a amenazar la existencia misma del género humano. Si a través de
alguna forma de clarividencia Bacon
hubiera podido seguir hasta sus últimas conclusiones la pista de esa evolución
que con tan incondicional optimismo había pronosticado, es muy fácil suponer
que, en lugar de seguir con sus especulaciones sobre la ciencia, hubiera
decidido escribir las obras de Shakespeare, cuando menos en calidad de
ocupación más inocente. Bacon no
previó que la humanización de la máquina pudiera tener el efecto paradójico de
mecanizar a la humanidad, ni que en ese fatal instante, las demás artes, que en
otro tiempo habían sido tan estimulantes para la humanidad y la espiritualidad
del hombre, se volverían igual de áridas y de incapaces de obrar como
contrapeso a este desarrollo técnico unilateral.
Lewis Mumford, Arte y
técnica, Pepitas de Calabaza, Logroño 2014
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