La massa social (l'inanalitzable).
Las masas, mistificadas, no pueden tener un comportamiento propio. Se les
concede, de tanto en cuando, una espontaneidad revolucionaria por la que
entrevén la “racionalidad de su propio deseo”, eso sí, pero Dios nos proteja de
su silencio y de su inercia. Ahora bien, es justamente esa indiferencia la que
exigiría ser analizada en su brutalidad positiva,
en lugar de ser remitida a una magia blanca, a una alienación mágica que
siempre desviaría a las multitudes de su vocación revolucionaria.
Pero por otra parte, ¿cómo es que consigue desviarles? ¿Podemos
preguntarnos sobre ese hecho extraño de que después de varias revoluciones y un
siglo o dos de aprendizaje político, a pesar de los periódicos, de los
sindicatos, de los partidos, de los intelectuales y de todas las energías
puestas para educar y para movilizar al pueblo, se encuentren aún (y se
encontrarán exactamente igual dentro de diez o dentro de veinte años) mil
personas para levantarse y veinte millones para permanecer “pasivas” –y no
solamente pasivas, sino para preferir francamente, con toda la buena fe y con
alegría y sin siquiera preguntarse por qué, un partido de fútbol a un drama
humano y político? Es curioso que esa constatación no haya hecho mover el
análisis, sino que lo ha reforzado al contrario en su visión de un poder
todopoderoso en la manipulación, y de una masa postrada en un coma
ininteligible. Ahora bien, nada de todo eso es cierto, y ambas cosas son una
trampa: el poder no manipula nada, las masas no están ni perdidas ni
mistificadas. El poder está demasiado contento de poder gravitar sobre el
fútbol una responsabilidad fácil, incluso de poder tomar sobre sí la
responsabilidad diabólica de embrutecimiento de las masas. Eso les conforta en
su ilusión de ser el poder, y le aparta del hecho mucho más peligroso de que
esa indiferencia de las masas es su verdadera, su única práctica, que no hay
otra ideal que imaginar, que no hay nada que deplorar, sino que está todo por
analizar ahí, en ese hecho bruto de retorsión colectiva y de rechazo de la
participación en los ideales –por otra parte luminosos- que les son propuestas.
Lo que las masas ponen en juego no está ahí. Por más que se levante acta de
ello, y que se reconozca que toda esperanza de revolución, toda esperanza en lo
social y en el cambio social no pudo funcionar hasta aquí más que gracias a ese
escamoteo, a esa denegación fantástica. Por más que se vuelva a partir, como
Freud lo hizo en el orden psíquico, de ese resto, de ese sedimento ciego, de
ese desperdicio de sentido, de lo inanalizado y quizás inananalizable (hay una
buena razón para que esa inversión copernicana no haya sido jamás emprendida en
el universo político –es que quien corre el riesgo de pagar la cuenta es todo
el orden político (pàgs. 120-122).
Jean Baudrillard, Cultura y simulacro, Kairós, Barna 1978
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