Emocions i racionalitat de les nostres decisions polítiques.
Por qué los ciudadanos votan a unos partidos u otros, en blanco o se abstienen? Cabe pensar que son sus intereses los que mandan, pero la pregunta es entonces qué son los intereses, y parece ser que a menudo tienen poco que ver con eso que los economistas entienden por "intereses racionales". Bien puede suceder que un ciudadano vote en un sentido y no en otro para que su mujer le deje en paz o porque sus amigos van en esa dirección. La fría racionalidad es una rara avis, las cálidas emociones y los sentimientos deciden mucho más de lo que nos creemos.
Esta enseñanza ancestral es la que pone de nuevo sobre el tapete la neuropolítica, una disciplina preocupada por descubrir cómo funciona el cerebro de los ciudadanos, sobre todo de los ciudadanos como electores. El contagio de los saberes "neuro" ha llegado también a la política, generando esa "neuropolítica", que es bien útil a políticos y asesores para organizar los discursos de modo que sea posible captar votos. Un tema, al parecer, apasionante, si los hay.
Y resulta ser que las gentes, según George Lakoff y otros investigadores del ramo, no votamos teniendo en cuenta los hechos concretos, como cabría pensar de seres presuntamente racionales, sino que en realidad votamos desde nuestros valores, estrechamente ligados a las emociones. A lo largo de nuestra historia personal nos vamos identificando con un marco de valores y, una vez configurado el esquema, nos resistimos como gato panza arriba a renunciar a él.
Lo más curioso es que esos marcos están presentes en las sinapsis del cerebro, e influyen en nuestras decisiones de forma inconsciente. Con lo cual, nos impresionan poco las informaciones concretas sobre la conducta de los políticos o sobre la situación del país: cuando los hechos no encajan en nuestros marcos, mantenemos los marcos e ignoramos los hechos, apagamos el interruptor del aparato por el que nos llegan y seguimos aferrados a nuestros esquemas. Así se explica que las informaciones concretas sobre que los políticos del propio partido mienten, que son ignorantes, que no saben resolver los problemas, que más bien forman parte de los problemas, que hacen trampas o que son corruptos, no cambien la intención de nuestro voto.
Mire usted por dónde, teníamos razón cuando decíamos en broma aquello de que "si los hechos no concuerdan con la teoría, peor para los hechos". En realidad, no hacíamos sino describir lo que ocurre, que en las elecciones un aluvión de datos fehacientes que perjudican al propio partido lleva a votar in extremis al ideológicamente más próximo y, en el peor de los casos, a votar en blanco o abstenerse, pero solo en contadas ocasiones a votar al partido contrario.
¿Cómo puede un partido conseguir adhesiones casi inquebrantables y conquistar los votos de los indecisos? Aquí la neuropolítica resulta de nuevo de utilidad: conocemos esos marcos de valores a través del lenguaje, las palabras se definen en relación con los marcos y, cuando se oye una palabra, el marco se activa en el cerebro. Se trata entonces de crear un lenguaje propio del partido, que caracterice su posición y sintonice con los ciudadanos. Ganar a las gentes por la emoción, a través de la palabra, es clave.
Podría pensarse que poco nuevo bajo el sol. Desde siempre la retórica ha sabido que es preciso descubrir las emociones de las gentes para convencerlas de un mensaje. Entre otras razones, porque la vida es muy compleja, hay muchos datos e información, y las personas, en general, al tomar decisiones, recurrimos al atajo de los mensajes simples, esquemáticos y emotivos, atendemos más a las declaraciones que a las realizaciones. Ahora sabemos que todo esto tiene también bases cerebrales.
Por fortuna, aquí no acaban los mensajes de la neuropolítica, sino que más bien queda uno esencial. Los políticos responsables deberían crear marcos de valores atractivos, capaces de sintonizar con los grandes ideales del mundo moderno, y no con lo peor de ese mundo. El entorno social y político en que los ciudadanos vivimos influye poderosamente en el desarrollo de nuestro cerebro, y nos ha costado demasiado descubrir esos grandes valores a lo largo de la historia humana como para ahora echarlos por la borda y potenciar lo peor solo por ganar votos.
Y además importa que ese marco no sea engañoso, que quienes lo diseñen estén dispuestos a tomarlo como orientación tanto en la victoria como en la derrota. Porque, a fin de cuentas, si los hechos rara vez concuerdan con la teoría, al final va a ser peor para ella y para quienes la defienden. El marco acaba volviéndose contra el que lo manipula, por aquello de que tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe, y es un error de bulto creer que los ciudadanos son siempre tontos.
Afortunadamente, emoción y razón van unidas, más aún en el caso de ciudadanos que quieran ser críticos y activos, capaces de atender a las realizaciones, y no solo a las declaraciones, capaces de atender a las buenas prácticas y no sólo a las proclamas vacías.
Adela Cortina, La racionalidad como rara avis, El País, 31/05/2011
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