Qui és l'enemic?



A lo largo de mi infancia y adolescencia en Bulgaria, país entonces perteneciente al “bloque comunista” y sometido por tanto a un régimen totalitario, la noción de “enemigo” (vrag) era una de las más necesarias y recurrentes. Permitía explicar el enorme desfase entre la sociedad ideal, en la que debían reinar la prosperidad y la felicidad, y la sombría realidad que nos rodeaba. Si las cosas no iban tan bien como nos habían prometido, era por culpa de los “enemigos”. Estos eran de dos grandes tipos. Primero estaba un enemigo lejano y colectivo, lo que llamábamos “imperialismo angloamericano” (una fórmula estereotipada), responsable de todo lo que no iba bien en el ancho mundo. A su lado aparecía un enemigo cercano, con un rostro individual e identificable en el seno de las instituciones familiares: la escuela donde estudiábamos, la empresa en la que trabajábamos, las organizaciones de las que formábamos parte. La persona designada como enemiga tenía razones para preocuparse: una vez le era atribuida esta etiqueta infamante, se exponía a perder su empleo, su plaza escolar o el derecho a vivir en determinada ciudad; y estas medidas podían venir seguidas de la reclusión en la cárcel o, más bien, en un campo de reeducación, instituciones de las que la Bulgaria de entonces estaba generosamente provista.

Al adoptar esta actitud, los representantes de las autoridades se comportaban de acuerdo con los preceptos heredados de los estrategas de la revolución y especialmente de Lenin, fundador del régimen totalitario comunista, que interpretaba la vida social en términos militares. Esta situación de combate permanente justificaba todas las medidas represivas. Una persona carente de entusiasmo por la construcción del comunismo era percibida como adversaria, pero todo adversario termina convirtiéndose en enemigo y los enemigos solo merecen un fin: su eliminación. Lenin recomendaba “exterminar sin piedad a los enemigos de la libertad”. El totalitarismo es un maniqueísmo que divide a la población del globo en dos subespecies que se excluyen mutuamente y encarnan, respectivamente, el bien y el mal, y por consiguiente los amigos y los enemigos.

Esta rígida clasificación aparece también en los teóricos del fascismo nazi, que conceden la misma importancia a la noción de enemigo. Carl Schmitt reduce la categoría misma de lo político a la “discriminación del amigo y el enemigo”, asimilando a su vez la vida cívica a la guerra. Schmitt se opone a lo que él llama “utopías pacifistas y liberales”, que albergan la esperanza de una extinción progresiva de las guerras; su papel es el de declararse enemigo de aquellos que ya no quieren más enemigos. La guerra no es la manifestación más frecuente de lo político, pero sí su manifestación más extrema, pues es la única en la que el individuo pone su existencia enteramente en manos del Estado y la única que lo conduce a aceptar tanto matar como morir. Por esta razón, revela su verdad. La convicción de Schmitt no se basa en un análisis histórico ni antropológico, sino en el dogma cristiano del pecado original, que abraza mediante un acto de fe.

Consustancial a las concepciones totalitarias de la historia, la noción de enemigo no desempeña un papel de primer nivel en la vida de los países democráticos, pero aparece utilizada esporádicamente en el mismo sentido. En tiempos de guerra, este vocablo designa por convención a la nación u organización a la que se combate. Durante la guerra fría, el enemigo era el comunismo en su versión soviética y aquellos que, en casa, le destinaban sus simpatías. El discurso populista demagógico también suele invocar al enemigo, pues gusta de entregar a la vindicta popular a algún personaje culpable de todos los males que nos azotan. A veces este enemigo se identifica con una población específica: los inmigrantes de los países pobres o los musulmanes. El objetivo es infundir en la población un sentimiento de miedo y, por tanto, incitar a un número importante de electores a votar al partido que formula la acusación y promete hacer desaparecer al enemigo. Aquí nos encontramos en los márgenes del marco democrático.

¿Habría por tanto que renunciar a utilizar este término para evitar la proximidad de sus anteriores y comprometedores usuarios? Esta conclusión parece inaceptable, sobre todo en un contexto como el actual, en el que no tenemos dificultad alguna para identificar al enemigo, dado que nos amenaza de muerte. La observación cándida del mundo que nos rodea no incita a pensar que toda hostilidad haya desaparecido de la faz de la Tierra, ni entre los pueblos ni entre los individuos: nuestras sociedades no están habitadas por tribus de ángeles.

Para mantener el uso de la noción de enemigo en un régimen democrático, convendría modificar su sentido. No podemos suscribir los postulados básicos del pensamiento totalitario expresados en fórmulas como: “la guerra revela la verdad de la vida”, ni invocar el carácter determinante del “pecado original”. Actualmente hay cierto consenso entre quienes se interrogan sobre la especificidad de la condición humana: ya no es posible afirmar que el combate, la violencia o la guerra representen la característica dominante de nuestra especie. Si hubiese que atribuir este papel a una única actividad, sería mucho más la cooperación que la lucha a muerte. Y esta característica es común a todas las poblaciones del globo.

Así pues, lo adecuado no puede ser identificar al enemigo con un grupo humano, sino rastrear su origen en una ideología o en un dogma, en una emoción o en una pasión. Los individuos solo se convierten en “enemigos” parcial y provisionalmente. En todos los casos que he mencionado, el enemigo se identificaba con un conjunto de personas que ocupaba un punto fijo en el tiempo y en el espacio: en un momento dado, los norteamericanos para los soviéticos y viceversa; en otro, los emigrantes de ciertos países para los autóctonos; en un tercer momento, tales terroristas a ojos de tales poderes legales. Si renunciásemos a hacer del enemigo una sustancia aparte, podríamos ver en él un atributo, un estado puntual y pasajero, que se encuentra en cualquiera. Más que eliminar a los enemigos, la tarea será entonces impedir los actos hostiles. Esta es la lección que nos enseña la odisea de ese luchador ejemplar que fue Nelson Mandela, que consiguió derribar a un enemigo formidable, el sistema del apartheid, sin derramar una gota de sangre, pues había descubierto en sus enemigos potenciales un “atisbo de humanidad” y había comprendido las razones de su hostilidad, logrando así transformarlos en amigos.

Ahora bien, los países occidentales que han sufrido agresiones “terroristas”, como Estados Unidos y otros a continuación, no se han adentrado por esa senda. Sus dirigentes prefirieron adoptar la máxima de Lenin, según la cual hay que “exterminar sin piedad a los enemigos de la libertad”. Inmediatamente después del 11-S, el presidente Bush decidió que su país asumiría la tarea de garantizar por todos los medios posibles el triunfo de la libertad sobre sus enemigos. Una nueva categoría había nacido: la de los “combatientes enemigos” que no encajaban ni el estatus del criminal, juzgado según las leyes del país, ni el del prisionero de guerra, protegido por la Convención de Ginebra, y que poco después poblarían el campo de Guantánamo. Como sabemos, el resultado de estas medidas ha sido la extensión del terrorismo.

No se trata aquí de una simple inflexión semántica en el uso de una palabra ni de un mero debate filosófico. Habría que apresurarse a abandonar esas etiquetas enceguecedoras que siguen usando los dirigentes políticos que, ante una agresión, aluden a un “enemigo bárbaro”, a unos “actos monstruosos” o a unos “personajes diabólicos”. La comprensión del enemigo permite descubrir los medios específicos para combatirlo. El uso de la fuerza, militar o policial, debe ser siempre posible, un ataque inminente debe ser evitado por las armas. Pero a esto se añade otra consecuencia: comprender al agente agresivo desde su propio punto de vista es la condición previa indispensable para toda lucha contra él. Pues detrás de los actos físicos hay siempre pensamientos y emociones sobre los que es igualmente posible actuar. La hostilidad puede venir motivada por un sentimiento de humillación, o por la injusticia sufrida, o por la ira, o por un sueño de poder, o ser resultado de la ignorancia. Los enemigos son seres humanos, como nosotros. Para neutralizarlos, no habrá que utilizar necesariamente bombas ni misiles, pero el valor y la perseverancia serán indispensables.

Tzvetan Todorov, Identificar al enemigo, El País 04/01/2016

Tzvetan Todorov, premio Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2008, es semiólogo, filósofo e historiador de origen búlgaro y nacionalidad francesa. La editorial Galaxia Gutenberg publicará en febrero su último libro Insumisos.

Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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