L'ús de la tecnologia i la maledicció del treball.
El escenario de una sustitución de los trabajadores humanos por máquinas, en todo caso, es uno de los más antiguos de la filosofía de la técnica. Aristóteles lo planteó en la primera parte de su Política, cuando propuso, precisamente, una clasificación de las “herramientas”. Las catalogaba en dos grupos: las inanimadas y las animadas. Y a cada uno de estos los dividía a su vez en dos: las naturales y las artificiales. ¿En qué grupo entraría la IA? No se trata de una “herramienta inanimada”, esas que manejamos con la mano, como los cuchillos, las hachas o las azadas. Organa las denominaba Aristóteles, recurriendo al mismo vocablo griego que aludía a los órganos del cuerpo y que derivaba del sustantivo érgon, trabajo. Como nuestros miembros, esos instrumentos nos obedecen. Se pliegan a nuestra voluntad. Nos sirven. Solo que, a diferencia de nuestros brazos o nuestras piernas, se trata de “órganos separados”: no nacen ni crecen con nosotros, es decir, no son “naturales” sino “artificiales”.
Habría que recordar que Aristóteles se estaba dirigiendo a un público que desde su más tierna infancia escuchaba el mito del titán Prometeo. Su hermano, Epimeteo, se había olvidado de darles a los humanos los órganos que les permitieran sobrevivir en un medio natural. No disponían ni de cuernos ni de garras para defenderse, ni de patas dotadas de cascos o pezuñas para correr sin lastimarse, ni de un caparazón o una piel lo suficientemente dura como para protegerse de las agresiones, ni de una pelambre lo suficientemente tupida que los aislara del frío, ni de una dentadura capaz de atravesar cueros y cáscaras. Para compensar esta distracción, Prometeo tuvo que suministrarles dos cosas: el ingenio para concebir armas y herramientas, pero también el fuego para fabricarlas (el propio vocablo herramienta sigue recordándonos en español ese hierro y, como consecuencia, esa fragua). Aristóteles no pensaba algo distinto: las herramientas venían a remediar nuestras falencias orgánicas, de modo que nuestra especie, incapacitada desde el nacimiento para sobrevivir en cualquier medio natural, logra adaptarse a todos, incluidos los más inhóspitos, gracias a sus armas para defenderse o cazar y sus instrumentos para cultivar los campos o fabricar viviendas y vestidos. Volver a la naturaleza significaría condenarnos a muerte. El ser humano es esencialmente faber y loquens, un animalito desvalido cuya naturaleza se define, paradójicamente, por dos artificios: la técnica y el lenguaje.
Aquellas herramientas les servían a los humanos, pero su servicio tenía algunas limitaciones. Para empezar, no remediaban la maldición del trabajo. De modo que algunos humanos se deshicieron de esta infligiéndosela a sus enemigos. ¿Qué es un esclavo?, se preguntó Aristóteles. Pues una “herramienta animada”. A diferencia de las inanimadas, estas no se manejan con la mano sino con la palabra. Al amo le basta con darles órdenes para que efectúen un trabajo. Y cuando estos servidores debían encadenar una serie de rutinas durante un periodo de tiempo, los amos les dejaban esas instrucciones “escritas por adelantado”. Es lo que significaba el sustantivo programma en griego.
Pero estas herramientas animadas nacían, crecían y morían, de modo que eran “naturales”. ¿Había herramientas animadas artificiales? Sí, también, aunque no muchas por entonces. Los griegos las conocían sobre todo a través de algunos mitos. Aristóteles afirmaba así que, si los telares tejieran solos (autómathous) y las cítaras ejecutaran solas sus músicas, no harían falta más esclavos. En esa época, los autómatas eran fabricados por dos herreros legendarios: Hefestos y Dédalo. Los griegos ya confeccionaban algunos, reales, pero no servían para trabajar sino para asombrar a la concurrencia (a estos autómatas los griegos los llamaban thaumata, un vocablo que aludía a las cosas asombrosas: aquellas que se movían sin que llegáramos a saber cómo y que estaban en el origen del pensamiento filosófico). Hubo que esperar dos mil años para que los telares empezaran a tejer solos y los órganos a interpretar melodías sin necesidad de instrumentista. Muchos se preguntaron entonces si no había llegado el momento anunciado por Aristóteles: una sociedad sin esclavos que trabajaran “al servicio” de los amos o sin patrones que “emplearan” a trabajadores para efectuar una tarea. De Karl Marx a Bertrand Russell, muchos se dijeron que algún día los instrumentos animados artificiales reemplazarían a los naturales. Y el tan denostado “progreso” no significaba otra cosa: se trataba de la paulatina supresión de esas dos maldiciones jovianas llamadas enfermedades y trabajo. Para estos pensadores, el “desempleo” no era una maldición sino una salvación, a condición, por supuesto, de que esos servidores artificiales sirvieran a todos por igual. Por eso añadían a los progresos médicos y tecnológicos los adelantos jurídicos: que esas máquinas dejaran de ser propiedades privadas para convertirse en propiedades comunes.
Dardo Scavino, IA: ingenio acumulado, Letras Libres 01/09/2025

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