Bullshitter.
Harry Frankfurt (que en realidad publicó por primera vez su opúsculo, On bullshit, en los años 80), con esa precisión quirúrgica que caracteriza a los grandes pensadores, nos alertaba sobre algo mucho más insidioso que la mentira común: la indiferencia absoluta hacia la verdad. El bullshitter, nos decía, no miente porque tenga una relación torturada con la realidad, sino porque la realidad le resulta completamente irrelevante. Es una forma de violencia epistemológica que ahora reconocemos en cada debate político, en cada conversación familiar que termina en portazo.
El mentiroso, al menos, honra la verdad con su traición. Sabe qué está ocultando, qué está tergiversando. Hay algo casi romántico en esa relación conflictiva pero íntima con los hechos. El bullshitter, en cambio, ha abolido esa tensión. Habla desde un vacío moral donde las palabras son solo herramientas para conseguir un efecto, como un director de cine que solo se preocupa por el impacto visual sin importarle si la historia tiene sentido.
Lo vemos en los políticos que cambian de discurso según la audiencia, no porque hayan evolucionado en su pensamiento, sino porque han calculado qué palabras generarán más likes, más votos, más poder. Lo vemos en las redes sociales, donde la veracidad de una afirmación importa menos que su capacidad de confirmar nuestros prejuicios. Lo vemos, con una tristeza particular, en el periodismo que se ha rendido a los algoritmos y produce titulares diseñados para provocar indignación antes que comprensión.
Pero Frankfurt no era un pesimista. Era algo mucho más valioso: un diagnosticador. Y su diagnóstico cobra una urgencia renovada en estos tiempos de polarización extrema, donde parece que hemos perdido no solo el consenso sobre qué es verdad, sino incluso sobre por qué la verdad debería importarnos.
El bullshit, nos advertía Frankfurt, es antidemocrático por naturaleza. La democracia requiere ciudadanos capaces de evaluar argumentos, de cambiar de opinión ante nuevas evidencias, de mantener conversaciones difíciles sobre temas complejos. Pero cuando el discurso público está contaminado por esta indiferencia hacia los hechos, cuando las palabras se vacían de significado, la democracia se convierte en un teatro donde los actores han olvidado el guion y solo improvisan para arrancar aplausos.
Me pregunto si Frankfurt intuía, cuando escribía su ensayo, que viviríamos tiempos en los que un tweet podría influir más en la opinión pública que años de investigación periodística. Que veríamos a líderes mundiales gobernar a golpe de eslogan, tratando los hechos como material maleable, como arcilla que se puede moldear según las necesidades del momento.
La genialidad de Frankfurt fue identificar que el problema no era solo la proliferación de mentiras, sino algo más fundamental: la erosión de la idea misma de que la verdad importa. Y esa erosión, que entonces parecía un fenómeno académico, ahora se ha convertido en una crisis civilizatoria.
Pero quizás, paradójicamente, es precisamente en estos momentos de mayor confusión cuando la lucidez de Frankfurt resulta más necesaria. Su trabajo nos ofrece un vocabulario para nombrar lo que estamos viviendo, y nombrar es el primer paso para resistir. Nos recuerda que preservar la distinción entre verdad y falsedad no es un lujo intelectual, sino una necesidad democrática.
Veinte años después, On Bullshit no es solo un texto filosófico brillante. Es un manual de supervivencia para tiempos tóxicos.Una brújula moral para navegar un mundo donde las palabras han perdido su ancla con la realidad.
Y tal vez, solo tal vez, sea también una invitación a recuperar algo que hemos perdido por el camino: el respeto por la verdad como valor en sí mismo, independientemente de si nos resulta cómoda o incómoda, rentable o costosa, popular o impopular.

Comentaris