De l'existència del Mal (Alain Badiou)
Los partidarios de la ideología “ética” saben bien que la identificación del Mal no es asunto de poca importancia, aun si, en definitiva, toda su construcciónreposa en el axioma según el cual en esa materia hay una evidencia de opinión. (…)
Si bien es cierto que la idea de un Mal radical se remonta (por lo menos) a Kant, su versión contemporánea se apoya de manera sistemática en un “ejemplo”: el exterminio de los judíos en Europa por los nazis. No empleamos la palabra ejemplo a la ligera. Ciertamente, un ejemplo es por lo regular algo que debe repetirse o imitarse. Tratándose del exterminio nazi, éste ejemplifica el Mal radical cuya imitación o repetición debe impedirse a cualquier precio. O más precisamente: es aquello cuya no-repetición cumple la función de norma para todo juicio sobre las situaciones. Hay entonces una “ejemplaridad” del crimen, ejemplaridad negativa. Sin embargo, la función normativa del ejemplo subsiste: el exterminio nazi es el Mal radical en tanto que da para nuestro tiempo la medida única, inigualable -y en este sentido, trascendente o indecible-, del Mal a secas. (...)
De ahí que el exterminio y los nazis se declaren a la vez impensables, indecibles, sin precedente ni posteridad concebibles -puesto que nombran la forma absoluta del Mal-; y sin embargo sean constantemente invocados, comparados, encargados de esquematizar toda circunstancia en la que se quiere producir, en la opinión, un efecto de conciencia del mal -ya que no hay apertura al Mal en general, sino bajo la condición histórica de un Mal radical-. Es así como en 1956, para legitimar la invasión de Egipto por las fuerzas anglo-francesas, los políticos y la prensa no vacilaron un segundo ante la fórmula: “Nasser es Hitler.” Esto se ha vuelto a ver recientemente, tanto en lo que concierne a Saddam Hussein (en Irak) como respecto a Slobodan Milosevic (en Serbia). Pero, al mismo tiempo, se recuerda con insistencia que el exterminio y los nazis son únicos y que compararlos con cualquier otra cosa es una profanación.
Esta paradoja es en realidad la del Mal radical mismo (y, a decir verdad, de toda “puesta en trascendencia” de una realidad o de un concepto). Es necesario que aquello que constituye la medida no sea mensurable y que sin embargo sea constantemente mensurado. El exterminio, precisamente, es a un tiempo la medida de todo el Mal del que nuestra época es capaz -y como tal, resulta en sí misma inconmensurable- y también -lo cual supone medirla sin cesar- aquello a lo que debe compararse todo cuanto requiera juzgarse según la evidencia del Mal. Ese crimen, en tanto ejemplo negativo supremo, es inimitable, pero al mismo tiempo cualquier crimen es su imitación.
Para salir de este círculo, al que nos condena el hecho de querer ordenar la cuestión del Mal según un juicio consensual de la opinión (juicio que se debe pre-estructurar por la suposición de un Mal radical) es preciso evidentemente abandonar el tema del Mal absoIuto, de la medida sin medida.
Se admitirá también sin reservas la singularidad del exterminio. La mediocre categoría de “totalitarismo” se forjó para reunir en un solo concepto la política nazi y la política de Stalin, el exterminio de los judíos de Europa y las deportaciones y masacres en Siberia. Esta amalgama poco ayuda al pensamiento, ni siquiera al pensamiento del Mal. Es preciso admitir la irreductibilidad del exterminio (así como también la irreductibilidad del Partido-estado estalinista).
Pero, justamente, toda la cuestión reside en localizar esta singularidad. En el fondo, los defensores de la
ideología de los derechos del hombre intentan localizarla directamente en el Mal, conforme a sus objetivos
de pura opinión. Hemos visto que esta tentativa de absolutización religiosa del Mal es incoherente. Es
además muy amenazante, como todo lo que opone al pensamiento un “límite” infranqueable, ya que la realidad de lo inimitable es la constante imitación. A fuerza de ver a Hitler por todas partes, se olvida que ha muerto, y que a nuestra vista pasa el advenimiento de nuevas singularidades del Mal.
En realidad, pensar la singularidad del exterminio es pensar, ante todo, la singularidad del nazismo como
política. Ese es todo el problema. Hitler pudo conducir el exterminio como una colosal operación militarizada porque había tomado el poder y lo hizo en nombre de una política que incluía entre sus categorías la de “judío”.
Los que sostienen la ideología ética insisten tanto en localizar la singularidad del exterminio directamente en el Mal que, por lo general, niegan categóricamente que el nazismo haya sido una política. Pero ésta es una posición a la vez débil y sin valor. Débil, porque la constitución del nazismo en subjetividad “masiva”, que integra la construcción de la palabra judío como esquema político, es lo que hizo posible, luego necesario, el exterminio. Sin valor, porque es imposible pensar la política hasta el fin, si se renuncia a considerar que puedan existir políticas cuyas categorías orgánicas, las prescripciones subjetivas, sean criminales.
Los partidarios de la “democracia de los derechos del hombre” gustan mucho, con Hanna Arendt, de definir la política como la escena del “ser-en-conjunto”. Apoyados en esta definición llegan a un callejón sin salida respecto de la esencia política del nazismo. Pero tal definición es sólo un cuento de hadas, tanto más si el “ser-en-conjunto” debe primeramente determinar -y ésa es toda la cuestión- el conjunto del que se trata. Nadie deseaba más que Hitler el ser-en-conjunto de los alemanes. La categoría nazi de “judío” servía para nombrar el interior alemán, el espacio del ser-en-conjunto, por la construcción (arbitraria, pero prescriptiva) de un exterior que podía acorralarse en el interior, de igual manera que la certeza de estar “entre franceses” supone que se persiga aquí mismo a aquéllos que caen bajo la categoría de “inmigrante clandestino”.
Una de las singularidades de la política nazi fue la de declarar con precisión la “comunidad” historial a
la que se trataba de dotar de una subjetividad conquistadora. Esta declaración permitió su victoria subjetiva y puso el exterminio a la orden del día. Más fundado sería decir entonces, en estas circunstancias, que el lazo entre política y Mal se introduce justamente por el sesgo de tomar en consideración tanto alconjunto (temática de las comunidades), como al ser-con (temática del consenso, de las normas compartidas).
Pero lo que importa es que la singularidad del Mal es tributaria, en último análisis, de la singularidad de
una política. Esto nos lleva de vuelta al pensamiento de la subordinación del Mal, si no directamente al Bien, al menos a los procesos que lo invocan. Es probable que la política nazi no fuera un proceso de verdad. Pero “capturó” la situación alemana sólo en la medida en que era representable como tal. De manera que aun en el caso de este Mal que llamamos no radical, sino extremo, la inteligibilidad de su ser “subjetivo”, la cuestión de los “alguien” que pudieron participar en su atroz ejecución como si cumpliesen un deber, exigen que se los refiera a las dimensiones intrínsecas de los procesos de verdad política.
De manera general, plantearemos que:
- El Mal existe.
- Debe distinguirse de la violencia empleada por el animal humano' para perseverar en su ser, para perseguir sus intereses, violencia que está más acá del Bien y del Mal.
- Sin embargo, no hay Mal radical por el cual se esclarecería esta cuestión.
- Sólo es posible pensar el Mal como distinto de la depredación trivial, en la medida en que se lo trate
desde el punto de vista del Bien; o sea, a partir de la captura de “alguien” por un proceso de verdad.
- En consecuencia, el Mal no es una categoría del animal humano, sino una categoría del sujeto.
- No hay Mal sino en la medida en que el hombre es capaz de devenir en el Inmortal que es.
- La ética de las verdades, como principio de consistencia de la fidelidad a una fidelidad, o la máxima
del “¡Continuar!”, es lo que intenta evitar el Mal que toda verdad singular hace posible.
Alain Badiou, La ética. Ensayo sobre la conciencia del mal, México, Herder 2004 (pags. 93-100)

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