La interrupció contra el mal.







¿Cómo se propaga el mal? La pregunta ocupó a esos dos grandes pensadores del siglo XX que fueron Hannah Arendt y Günther Anders, matrimonio durante algunos años por lo demás, obsesionados por captar la especificidad de la barbarie moderna, del horror en la modernidad.

La respuesta de Hannah Arendt sobre la banalidad hipercontagiosa del mal tiene que ver con una incapacidad de pensar. El mal es un vacío de pensamiento dice. ¿Qué es pensar para Arendt? El diálogo consigo mismo, donde uno se divide en dos para reflexionar sobre lo que hace y examinar cómo vive, qué nos exige la detención de los comportamientos automáticos y la apertura del tiempo.

Siguiendo el juicio de Adolf Eichmann en 1961 en Israel, Arendt concluye que el jerarca nazi, encargado de organizar la logística de la “solución final” para los judíos, no era ningún monstruo sádico y sediento de sangre, sino más bien un funcionario obediente, venerador de la jerarquía, incapaz de pensar lo que hacía y, por tanto, de sacar consecuencias morales. La pieza idiota de una maquinaria criminal.

La respuesta de Anders tiene que ver por su parte con la incapacidad de sentir e imaginar. En la época de la tecnificación de la existencia, de la división generalizada del trabajo, se produce un “desnivel prometeico”: el abismo entre lo que somos capaces de fabricar, lo que somos capaces de percibir y lo que somos capaces de imaginar. Ese desnivel, ese desacople, es para Anders “lo monstruoso”.


Como piezas de una gran maquinaria, todos colaboramos en mayor o menor medida en la producción de efectos catastróficos, pero somos incapaces de sentir su magnitud, de medir su alcance, de representarnos los resultados de conjunto. Anders analiza en ese sentido la amenaza atómica, pero nosotros podemos pensar también en la emergencia climática. Se han roto las conexiones sensibles entre nuestros gestos cotidianos y sus consecuencias masivas y globales.

Incapacidad de sentir, incapacidad de pensar, incapacidad de imaginar: creo que Arendt y Anders, cada cual a su modo, asocian la propagación de la barbarie y el mal a una crisis general de la responsabilidad, de la facultad de hacernos cargo de lo que vivimos, de sacar consecuencias de nuestros actos. El mal se inscribe en estructuras que desresponsabilizan a los sujetos, convertidos por todas partes en simples objetos que no saben lo que hacen, no sienten lo que hacen, no piensan lo que hacen.

La catástrofe es tan grande que no nos atañe personalmente. La responsabilidad se ha vuelto imposible, dice Anders, porque los efectos de nuestras formas de vida exceden todo cálculo y previsión, pero a la vez es absolutamente urgente y necesaria. Responsabilidad imposible y necesaria: el rebelde por excelencia de la sociedad tecnificada para Anders será Claude Eatherly, el “piloto de Hiroshima”. ¿Por qué?

A su vuelta a casa, a diferencia de todos sus compañeros, Eatherly reniega primero de su condición de héroe de guerra a través de una serie aparentemente de absurdos como atracar establecimientos sin llevarse el dinero, y empieza a colaborar después con movimientos pacifistas y antinucleares. De ese modo tan particular, Eatherly se hace cargo de aquello que no conocía (la naturaleza exacta de su misión aérea) y tampoco decidió, pero en lo que sin embargo estuvo envuelto e implicado. Responsabilidad imposible y necesaria: Eatherly es, punto por punto, el exacto contrario de Eichmann.

A nosotros nos toca, dice Anders, elegir si seremos “hijos de Eichmann” o “hijos de Eatherly”. Si vamos a participar en “lo monstruoso” o a rebelarnos contra ello.El mal es automático, el mal es lo automático. Borra las consecuencias de lo que hacemos, nos vuelve ciegos a las implicaciones de las formas de vida en las que estamos envueltos. El mal se propaga en la no-resistencia al mal.

La interrupción como modalidad de acción es capaz de provocar un acontecimiento (algo pasa, algo se mueve, allí donde todo estaba estancado) porque compromete la verdad de los sujetos, el sentido que tiene para ellos vivir. Esa es su fuerza, esa es su eficacia, ese es su único método.

“Pero, ¿qué culpa tengo yo de lo que pasa en Gaza?”, escuché decir a un ciclista por televisión. Culpa ninguna, seguro, pero ¿alguna responsabilidad? Es decir: ¿algo que hacer al respecto de lo que no elegiste ni decidiste, pero en lo que estás envuelto e implicado? Esa es la pregunta que pone encima de la mesa el señalamiento del equipo israelí en el seno del pelotón. Los automatismos protectores caen, ya no podemos simplemente obedecer, las circunstancias nos obligan a pensar, hay que sacar consecuencias de lo que pasa y responder. Responsabilizarse es justamente eso: responder. Inventar algo para responder.

...la interrupción rompe la normalidad y nos hace preguntas a todos: a los dirigentes, a los técnicos, a los deportistas, a los comentaristas, a los aficionados. ¿Nos haremos cargo o miraremos para otro lado? ¿Diremos que “esto es sólo deporte”, desconectando de nuevo las cosas, o iremos un poco más lejos? ¿Elegiremos ser hijos de Eichmann o hijos de Eatherly?

Hoy seguimos siendo piezas idiotas de una maquinaria infernal. La guerra se infiltra por los poros de nuestra vida cotidiana de mil formas distintas. Por ejemplo, en su informe sobre la “economía de la ocupación”, Francesca Albanese enumera las empresas que participan de la destrucción en Gaza: bancos que sostienen los asentamientos, cementeras que extraen recursos naturales de los territorios palestinos ocupados, firmas de energía que alimentan el bloqueo, negocio de armas y tecnología, compra de bonos de guerra a Israel. La red de nombres de todas esas empresas constituye el tejido más banal de nuestra vida cotidiana: Microsoft, Amazon, IBM, Airbnb, Booking.com, Volvo, Hyundai, Allianz Seguros, etc. Banalidad del mal.

La guerra, en la época moderna y contemporánea, no se ha vuelto guerra total o absoluta sólo porque ya no distinga entre población y combatientes, propaganda y bombardeos, operaciones militares y operaciones de policía, sino porque atraviesa la política, la economía, la investigación científica, la tecnología, la energía, los transportes. Y lo que sostiene todo este entramado es la desconexión sensible y cotidiana entre las cosas, la discontinuidad entre lo que sentimos, lo que pensamos, lo que imaginamos y lo que hacemos. Nuestra piel es un campo de batalla.

La rebelión frente al mal es la rebelión de las piezas de la maquinaria. Pasamos de objetos a sujetos. Nos hacemos cargo de lo imposible en lugar de anestesiarnos. Dejamos de ser idiotas obedientes y nos ponemos a pensar. La interrupción es una acción radical no sólo porque señale culpables, a los dueños o a los cómplices mayores de la maquinaria, sino porque interpela la responsabilidad de cualquiera, porque activa nuestra capacidad de sentir, pensar y responder a lo que pasa.

Es una acción radical no porque tire unas cuentas vallas al suelo, como deploran algunos políticos a los que no se les ha movido un pelo ante lo que sucede en Gaza, sino porque suspende los automatismos que hacen posible nuestra indiferencia (no me atañe, no me concierne, no me toca) y nos interroga de manera directa: ¿qué sentimos, qué vemos, qué pensamos, qué podemos hacer al respecto? En esta época falsamente individualista, en el fondo hipergregaria, comprometer a los sujetos, comprometer la verdad de los sujetos, tiene algo de violenta sacudida.

La interrupción nos pone a pensar, nos obliga a pensar, nos empuja a pensar. ¿Es neutral el deporte? ¿Por qué Rusia sí e Israel no? ¿Es idéntico un equipo de ciclistas que un gobierno? ¿Qué es lo político, dónde tiene lugar, a quién incumbe? (...) El verdadero festival de las ideas. Hecho de preguntas incómodas, de implicaciones reales, de cuerpos expuestos, de sujetos comprometidos, de interpelaciones existenciales. Las ideas, como querían los situacionistas, volvieron a ser peligrosas porque tenían consecuencias.

La acción depende siempre, como ya decía Maquiavelo, de la virtud y de la fortuna, de la audacia y el azar, de la energía y la contingencia. Sus efectos están fuera de nuestro control, mal que les pese a los técnicos de lo político.

Pero yo tengo sin embargo una certeza: pasan cosas, se mueven cosas, si los sujetos están comprometidos, si su “verdad” (el sentido que tiene la existencia para ellos) está en juego en lo que hacen y en lo que dicen. ¿Es por esto por lo que la política profesional apenas produce efectos de transformación, porque es todo cálculo? La acción exitosa no se deja programar, no se puede protocolizar, pero sí podemos desafiarnos, en lo que decimos y hacemos, ponernos en juego.

Desafiarnos para desafiar, un sistema de guerra y muerte basado precisamente en la irresponsabilidad, el automatismo, la desconexión de los gestos y las consecuencias. Y convocar así a la fortuna. 

Amador Fernández-Savater, La rebelión contra el mal, ctxt 23/09/2025


Comentaris

Entrades populars d'aquest blog

Percepció i selecció natural 2.

El derecho a mentir

Què faria Martha Nussbaum davant una plaga de porcs senglars?