Com mantenir la consciència moral sempre neta.
Rodearse de personas ricas puede servir para casarte con una de ellas, pero
rodearte de personas virtuosas genera gran cantidad de problemas. Por eso
resulta más cómodo, más reconfortante y más tranquilizador contemplar en nuestro
entorno ejemplos de conductas vulgares. ¿Por qué tienen tanto éxito los
realities shows? Porque el espectáculo de esa mediocridad moral, de
esas vidas rotas y deformadas, produce sobre nuestro ánimo un efecto sedante.
¡Qué horror!, nos decimos mientras apagamos la tele, y a continuación nos
metemos en la cama acunados por el sentimiento de nuestra superioridad moral. El
escándalo que nos suscitan las noticias sobre la corrupción de los políticos
queda parcialmente compensado por cierta sensación de autocomplacencia: son unos
golfos, murmuramos con desprecio como quien mira el mundo a sus pies. Un
compañero de trabajo negligente; un cuñado machista y desagradable; un vecino
polémico o ruidoso; un amigo arruinado por su imprudencia: todo esto constituye
un universo gratificante porque rehabilita ante los demás mi desmedrada imagen y
en todo caso me dignifica coram populo por cuanto muestra una variedad
de comportamientos reprochables que están ahí delante, próximos y posibles, y
que yo, honesto sin alharacas, me abstengo de realizar.
Las perspectivas se presentan mucho más sombrías, como nubes espesas y
amenazantes, si, por desgracia, nuestro entorno se compone de dechados de
virtud: un colega que destaca en su profesión; un cuñado cariñoso y servicial;
un vecino cívico que separa la basura en tres coloridas bolsas; un amigo
modélico, ponderado por todos. Este otro universo nos perturba, debilita nuestra
posición en el mundo y hace nacer en nuestro interior el gusano de la mala
conciencia. En efecto, el buen ejemplo nos interpela y nos obliga a responder de
nuestra vida: ¿por qué no practico yo ese ejemplo si está visto que es bueno y
además posible, como constata precisamente ese precedente? Si uno como yo es
justo, ecuánime, leal, ¿por qué no lo soy yo?; si otro es solidario, humanitario
o compasivo, ¿qué me impide serlo a mí también?; si un tercero exhibe bonhomía y
urbanidad, ¿dónde queda mi barbarie? Definitivamente, el mal ejemplo nos
absuelve mientras que el bueno nos señala con el dedo acusador y nos
condena.
Supongamos el siguiente caso absolutamente hipotético. Vamos a cenar
a casa de unos amigos y, en el trayecto, con tacto pero con precisión quirúrgica
mi mujer señala a mi atención algunas notorias deficiencias en el cumplimiento
estricto de mis responsabilidades familiares: no es que no sepa cocinar, es que
no asisto a las reuniones que convoca el colegio de los niños, no me levanto por
las noches para dar el biberón al recién nacido, no llevo al otro a su partido
de fútbol, soy un pésimo anfitrión, me paso todo el día con gesto ausente
leyendo o sentado delante del ordenador (insisto en el carácter hipotético del
caso). En el coche esbozo una defensa pero al llegar a casa de nuestros amigos
mi mala suerte quiere que el marido, maestro cocinero, nos reciba sonriente
enfundado en un delantal y nos informe de que se ha divertido mucho esta tarde
preparándonos la cena. Mientras devoramos los deliciosos platos, Marta, su mujer
—que no ha tenido necesidad de moverse del sofá en toda la noche—, nos comenta,
orgullosa, la prenda que es Felipe: padre abnegado que se desvive por sus hijos,
marido atento y tierno, yerno intachable, etcétera. Lector amigo, ¿cuál crees
que será el tema probable de conversación entre mi mujer y yo en el trayecto de
vuelta? Acorralado en la discusión subsiguiente, sólo dispongo de tres salidas.
La primera, hacer votos de reformar mi anterior vida y emular en adelante el
fastidioso modelo encarnado en Felipe. Pero como esto comporta un gran coste
personal lo más frecuente es optar por las otras dos. O bien decir: “Felipe
puede permitirse actuar así porque está en paro, mientras que a mí se me acumula
el trabajo en la oficina”, esto es, la regla moral encerrada en su ejemplo no me
es aplicable; o, si esto no funciona, apretar el botón nuclear: “Supongo que
sabes que Felipe le pone los cuernos a Marta”, en otras palabras, intentar el
desprestigio del ejemplo positivo para que deje de ser vinculante.
Pero este recurso acaba dejando un poso de resentimiento, la dichosa mala
conciencia. Por eso mi consejo es: cásate por amor con alguien rico y luego
rodéate de pésimos ejemplos, y así disfrutarás confortablemente de tu buena
fortuna bendecido por una conciencia siempre limpia.
Javier Gomá Lanzón, Amor, lujo y buena conciencia, Babelia. El País, 24/03/2012
http://cultura.elpais.com/cultura/2012/03/21/actualidad/1332333677_183424.html
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