Comprar, tirar, comprar.


Comprar, tirar, comprar (Obsolescencia programada) from Carnota TV on Vimeo.


La otra noche de viaje en un hotel de madrugada, cai haciendo zapping en un documental ya empezado que emitían en el canal internacional de TVE. Fue en cierto sentido una desgracia, porque era muy tarde y estaba muy cansada y solo pretendía echarle una ojeada a las noticiasl Pero la película era tan increiblemente buena, tan fascinante, que me hipnotizó y me la tragué entera. Más de cincuenta minutos sin poder despegarme de la pantalla.


Luego me enteré de que se trataba del multipremiado Comprar, tirar, comprar, un documental coproducido en 2011 por España y Francia y realizado por Cosima Dannoritzer, una cineasta alemana que ya ha hecho otros trabajos en nuestro país. Comprar, tirar, comprar trata de la obsolescencia programada, es decir, de cómo nuestra vertiginosa sociedad de mercachifles produce voluntariamente objetos frágiles e incluso los diseña para que se rompan, de manera que haya que reemplazarlos y la rueda del consumo siga girando cada vez más deprisa. En fin, todos sospechábamos que, por lo general, los fabricantes no se esforzaban en hacer productos demasiado perdurables, precisamente para poder seguir vendiendo. Pero la película de Cosima va mucho más allá y te deja boquiabierta ante la malevolencia y el cinismo desplegados. Todo rigurosamente documentado.

Y así nos enteramos, por ejemplo, de que, a principios de los años veinte, las lámparas incandescentes, las vulgares bombillas, tenían una vida de 2.500 horas. Pero en 1924 se creó el cartel internacional y clandestino Phoebus, compuesto por Osram, Philips y la española Lámparas Z, con el fin de limitar la vida de las bombillas a mil horas. Como se lo tomaron tan en serio que multaban a quienes sacaban productos más longevos, para 1932 ya habían conseguido que todas las lámparas murieran a las mil horas. Algo parecido sucedió cuando Dupont creó el nilón en 1940. Para mi pasmo, ahora me he enterado de que las medias de nilón eran en su origen enormemente resistentes, que no se hacían carreras y no se rompían nunca. Por eso Dupont ordenó a sus ingenieros que consiguieran un nilón peor, más débil y defectuoso. Hacer mal un producto, en fin, exige también al parecer una gran cantidad de ingenio tecnológico. Al fin triunfaron en toda regla, como con las bombillas. Hoy las malditas medias se siguen rompiendo con una facilidad escandalosa. O lo que es lo mismo: sin duda esta batalla la ganaron los malos.

Y hay más, mucho más. Como, por ejemplo, baterías de los ipod que se construían para durar sólo 18 meses (una querella les obligó acambiar). Y algo que me ha dejado alucinada: al parecer las impresoras, o al menos algunas impresoras, vienen con un chip que va contando las páginas que imprime, y al llegar a, pongamos, 50.000, simplemente detiene el funcionamiento de la máquina, como si se hubiera roto para siempre. Pero en el documental vemos cómo un chico de Barcelona consigue poner el contador del chip a cero y la impresora sigue trabajando perfectamente.

Pero cuando el documental adquiere una grandeza sobrecogedora es al demostrar cómo todo esto, además de ser un robo para los consumidores y de expoliar los recursos del planeta, termina generando una vasta marea sucia, contaminante, letal, que degrada la vida de los pueblos más pobres de la Tierra y sepulta sus esperanzas de futuro. Toda esa chatarra, toda esa basura tecnológica loca e innecesariamente multiplicada por la obsolescencia programada, acaba, por ejemplo, en Ghana, creando una realidad apocalíptica que el documental recoge sobriamente. Viendo esas imágenes imperdonables del abuso he recordado con un escalofrío todos los residuos tecnológicos que he ido dejando atrás a lo largo de mi ya larga vida. Empezando por los primeros contestadores telefónicos (al menos un par), por los faxes (quizá tres), las impresoras (cinco o seis), las agendas electrónicas (¿media docena?), los móviles (¡cielos! Por lo menos veinte…), los ordenadores (quince o más incluyendo los portátiles), los discos duros exteriores (tres), los ipod (tres), los ipad (por ahora uno, pero seguro que la cuenta aumentará)… Y aún hay que añadir televisores (siete u ocho), vídeos (dos o tres), lectores de DVD (uno) y varias generaciones de electrodomésticos diversos (lavadoras, lavavajillas, neveras, microondas, secadoras, planchas, batidoras, tostadoras…). ¡Horror! Y se me había olvidado citar los antiguos tocadiscos (tres o cuatro), grabadoras (seis o siete), equipos de música para CD (tres)… Por no mencionar las cámaras de fotos (tres o cuatro), los despertadores electrónicos (un puñado), las pequeñas radios de antaño (dos o tres), los cepillos de dientes eléctricos, las maquinitas depiladoras… Seguro que me dejo varios artefactos sin citar. Todos tenemos una larga biografía de basura tecnológica a las espaldas, un inmenso historial de residuos contaminantes. Me pregunto cuántos de mis venenosos restos habrán llegado a lugares como Ghana. Alguna de esas asquerosas y ponzoñosas carcasas de ordenador que se ven en el documental, ¿será acaso mía? Me lo pregunto con horror y con vergüenza y con un propósito de enmienda que ni siquiera sé si seré capaz de conservar.


Rosa MonteroSomos basura, El País semanal, 18/03/2012

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