Diògenes contra Plató.
Diògenes |
—Entonces… ¿no tienes nada? —pregunta Andróstenes.
—¡Sí, a mí mismo! Me tengo a mí. Y este abrigo… no logro deshacerme de él. Me
sirve en todas las estaciones. Puedo desplegarlo para arrebujarme en su interior
cuando hace frío o volverlo a doblar cuando hace mucho calor. Pero me gustaría
tirarlo también. Y un día, lo sé, viviré desnudo y soportaré cualquier clima. Me
entreno todos los días para conseguirlo. En invierno camino descalzo por la
nieve y abrazo las estatuas heladas para acostumbrarme al hielo. En verano, doy
vueltas desnudo sobre la arena ardiendo para aprender a aguantar la canícula.
Eso es todo. No tengo nada más que enseñarte.
—Y ¿para qué te sirve el bastón?
—No es un bastón, es mi cetro, porque soy rey.
—¡Vamos, hombre, un rey! —exclama Andróstenes—, más bien pareces un
mendigo.
—Por supuesto. Soy un mendigo. Odio todo lo que los
hombres consideran importante: la gloria, la riqueza, el amor. Pero nadie puede
quitarme nada, ni darme nada, lo tengo todo. Mi único amo es la naturaleza; ella
me ordena comer, beber y dormir; no obedezco a nada más, soy mi propio jefe. Los
atenienses tienen una palabra muy bonita para designar ese estado de
suficiencia: autarquía. ¿Y quién es más libre que un rey?
Andróstenes mira sus anillos, esparcidos por el suelo. Se pregunta si no va a
recuperarlos, volver a la fonda y seguir las clases de Platón. Pero hay otra
cuestión que le reconcome:
—¿Tienes alojamiento, verdad?
—Es verdad, sin duda —responde Diógenes sacando pecho—, vivo en un palacio.
¿Quieres verlo?
Andróstenes, que tiene curiosidad por ver el antro del Perro, acepta la
invitación. Los dos hombres atraviesan el Ágora dormida y se dirigen por el
oeste hasta el Metroón, un lugar en lo alto de Atenas en el que están todos los
archivos de la ciudad.
—¡Ya estamos! —exclama Diógenes triunfante.
—¿Cómo? —se sorprende Andróstenes—, ¿vives en el Metroón?
—¿Para qué querría yo un suelo de mármol, columnas,
cojines y mullidos bancos? No, no, mi alojamiento está ahí —dice Diógenes
señalando una gran ánfora.
—¡Vives ahí dentro! —exclama el joven.
—Ya ves lo cómodamente que vivo —responde Diógenes metiéndose en el
recipiente—. Si te conviertes en un Perro, tendrás un hogar tan bonito como el
mío.
Andróstenes, con los brazos colgando, no dice nada más. Diógenes se pone a
gritar:
—¡Dudas si convertirte en un Perro! Ya veo que prefieres tu comodidad. Vete,
vuelve a ver a Platón, ese vanidoso que pretende enseñar la sabiduría pero que
se repanchinga en el lujo, que conspira con los tiranos para transformarse a su
vez en tirano. Únete a él, conviértete en lo que es, y ya me contarás si eres
feliz.
El joven se da la vuelta y desaparece.
Yan Marchand y Vincent Sorel, El filósofo perro frente el sabio Platón, Errata Naturae, Madrid 2012
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