La funció político-constitucional dels costums.
... todo sistema político descansa en la probabilidad de encontrar obediencia entre sus miembros, y ningún comportamiento es más probable que el sancionado por una costumbre repetida en el tiempo. ¿Qu por qué obedece la gente? La mayoría sólo por costumbre. Ahora bien, la modernidad ha pretendido construir su proyecto político ignorando la función político-constitucional de las costumbres.
Javier Gomá Lanzon, ¿Por qué obedece la gente?. Babelia. El País, 03/03/2012
http://pitxaunlio.blogspot.com/2012/02/la-necessitat-dels-costums.html
Durante milenios, antes de la generalización de la escritura,
los hombres se rigieron por un cuerpo de costumbres —cake of costum lo llamó Bagehot—
que aseguraban pautas sociales regulares y previsibles a las que se les
reconocía validez y obligatoriedad plenas. El conjunto de estas normas no
escritas conforma el carácter idiosincrásico de un pueblo, su “espíritu” en
términos de Montesquieu, en el que
cristaliza la sabiduría acumulada durante tiempo inmemorial. Si en la
Antigüedad los ancianos disfrutaban de especial preeminencia se debe al
privilegio de haber conocido a los mayores que observaron y transmitieron las
venerables costumbres: mos maiorum.
“Con razón se dice, creo que en el poema de Píndaro, que la costumbre es señora
de todo”, exclama Herodoto en el
Libro III de su Historia tras dar
circunstanciada noticia de las tradiciones de las culturas vecinas.
En cambio,
el famoso Code aprobado por Napoleón
en 1804 declaró que la ley era la única fuente de derecho y expulsó a las
costumbres de la república como Platón había hecho con los poetas (las
costumbres son imitaciones colectivas y el poeta un imitador de la verdad). El
paso del agro a las ciudades, donde se concentró una numerosa población antes dispersa,
exigía más complejos procedimientos de control de masas, y a los funcionarios
encargados de esta tarea esos movimientos consuetudinarios —demasiado libres,
espontáneos, populares— les parecían poco seguros. Se alumbró el ideal de una
modernidad sin mores, sólo leyes, decretos, reglamentos, ordenanzas, que, al
beneficiarse de la fijeza, la abstracción y el detalle que permite el texto
escrito, favorecen el ejercicio de la dominación social con perfección
consumada. Hoy el estamento burocrático se ha hecho con el aparato del poder
político y hablar del monopolio de la violencia legítima por parte del Estado
equivale en la práctica a la gestión de ese monopolio por los cuadros
administrativos. Ellos producen todo ese conglomerado de normas escritas que
coagulan nuestras vidas, previa identificación interesada de la legalidad con
la legitimidad democrática. ¿Por qué la gente obedece la ley? Según la tesis
del estatalismo legalista, hay dos razones. Primera: porque, en el esquema
democrático, los ciudadanos se han dado a ellos mismos las leyes y, según el
adagio, volenti non fit iniuria, quienes consienten no pueden
hacerse daños a ellos mismos, aunque la ciudadanía pocas veces logra
identificar como cosa propia lo que los funcionarios preparan en sus oficinas y
aprueban los parlamentos. Segunda razón para obedecer: porque, quien incumple
la ley recibe un duro castigo. Nuestro Estado de derecho, según esta tesis
formalista, sería algo así como sargento matón que sacude al que se desmanda.
No es cierto. En realidad, la mayoría de la gente cumple la ley
todos los días de forma voluntaria y pacífica, y no porque conozca el texto
legal y haya estudiado su régimen sancionador —estamos demasiado ocupados para
hacerlo—, sino por mera costumbre, ese vehículo liviano que nos transporta sin
sentir como el delfín a Teseo o como la ola al surfista. El edificio del Estado
moderno pende enteramente de una gran rutina de observancia de las leyes, y por
eso estaba muy puesto en razón Renan cuando
definió la nación como un “plebiscito cotidiano”, ese que diariamente espera la
confirmación del orden constituido mediante su acatamiento normal y libre, no
coaccionado, por la difusa voluntad soberana. “Las leyes”, escribe Tocqueville, “son siempre vacilantes en
tanto no se apoyan en las costumbres; éstas forman el único poder resistente y
duradero del pueblo”. Una ley contra
mores tenderá a caer en desuso y entonces no habrá cárceles lo bastante
grandes en todo el país para recluir a la muchedumbre de infractores; y una
constitución contra mores es simplemente un Estado fallido que se precipita a
la anarquía. El Estado funciona condicionalmente mientras el pueblo mantiene en
suspenso su prerrogativa, nunca transferida del todo, de hacer la revolución y
recuperar su poder constituyente.
Cuando Joaquín Costa
llamó a la ley “propuesta de costumbre” estaba sugiriendo que el legislador
prudente es aquel que, consciente de su importante función pedagógica, sólo
promueve leyes capaces de suscitar en la ciudadanía un hábito de corroboración.
¡Qué grande es, pues, la responsabilidad del legislador a fuer de demiurgo de
buenas costumbres sociales! Y ¿qué es una buena costumbre? Hoy la expresión
tiene connotaciones moralizantes poco gratas y a muchos quizá les evoque
actuaciones tan pintureras como acudir a la plaza del ayuntamiento a escuchar
el pregón del alcalde, oficiar de costalero en una procesión de Semana Santa,
recibir en el aeropuerto a la victoriosa selección española de fútbol o asistir
al desfile el día de la hispanidad y saludar a la cabra de la legión. Seguro
que no es necesario todo esto. Un ejemplo de buena costumbre es aquella que nos
induce a decir non serviam, a no
servir a nadie para no ser súbdito de nadie, pero al mismo tiempo,
paradójicamente, nos invita a servir y ser útil a la comunidad. Cómo
“ser-libresjuntos”, he aquí la cuestión.
Javier Gomá Lanzon, ¿Por qué obedece la gente?. Babelia. El País, 03/03/2012
http://pitxaunlio.blogspot.com/2012/02/la-necessitat-dels-costums.html
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