Per què s´ha d´aplicar la tasa del Diòxid de Carboni (co2)??
Los cataclismos que los expertos
predicen por culpa del cambio climático no parecen ser suficientes para
mantener las espadas en alto contra el calentamiento global. A estas alturas
del siglo XXI, esta batalla está a punto de perderse. Porque si la Unión
Europea, el único actor a nivel global dispuesto a batirse el cobre incluso en
solitario, se topa con obstáculos insalvables, entonces quizá todo esté
irremediablemente perdido. Los últimos acontecimientos no son halagüeños.
Polonia, cuya electricidad procede en un 90% del carbón, acaba de bloquear el
pacto comunitario que pretendía nuevos recortes de emisiones de gases de efecto
invernadero para 2020 y las aerolíneas se han rebelado contra la tasa CO2 que
desde el 1 de enero deben pagar por contaminar con sus vuelos el aire europeo.
En protesta, China ha dejado en suspenso un contrato ya firmado con Airbus por
valor de 12.000 millones de dólares (9.000 millones de euros) y otros países,
como Rusia o EE UU, reclaman anular dicha tasa. ¿Resistirán los líderes
europeos, acosados por la crisis económica, las presiones de la importante
industria aeronáutica?
La soledad de Europa debilita su
hasta ahora decidida política verde. El problema es que la nueva tasa, al
aplicarse a los vuelos con origen o destino en Europa, penaliza especialmente a
la industria europea y eso, dicen con sensatez las aerolíneas, lastra su
competitividad frente a las firmas chinas, rusas o australianas. Pero la tasa
CO2 es, al tiempo, una cuestión de justicia: responde al principio de que quien
contamina paga y es un gravamen que incentiva el ahorro de combustible y, por
tanto, el recorte de emisiones. Las compañías, de hecho, ya están en ello. Los
sistemas más utilizados son reducir la velocidad, renovar sus flotas, usar
rutas más directas, exigir un mejor control aéreo que evite rodeos innecesarios
o probar biocombustibles. Con la tasa, el ahorro es doble: gastan menos
queroseno y, además, reducen la cuantía del nuevo impuesto, que, obviamente, se
paga en proporción al combustible consumido. Aun así, las compañías se quejan
de los desembolsos millonarios que deberán afrontar y que, si bien a veces
suponen una mínima parte de sus beneficios, es verdad que les obliga a competir
en desigualdad de condiciones con las firmas no comunitarias.
Hay dos posibles soluciones: que
los viajeros premien a las compañías más ecológicas optando por sus vuelos
aunque los billetes sean más caros o que todo el sector, a nivel mundial,
afronte la misma tasa. La primera hipótesis es poco verosímil. La segunda,
prácticamente imposible si se tienen en cuenta los sonados fracasos de las
últimas cumbres del clima en las que todos los bloques defienden con uñas y
dientes el desarrollo de sus respectivas industrias y el derecho a contaminar
como lo han venido haciendo los europeos hasta ahora. A corto y medio plazo la
industria aeronáutica exige simple y llanamente que la UE renuncie a su maldita
tasa.
Así es como la batalla contra el
cambio climático en la que sigue empeñada la UE, pero también, impotente, la
ONU, corre el riesgo de convertirse, como el 0,7% del PIB para cooperación, en
un objetivo tan incumplido como obsoleto.
Pagaremos cara tanta miopía. Ya
lo estamos haciendo. Hace tiempo que los ejércitos de EE UU y Reino Unido
preparan a sus tropas para afrontar las sequías, inundaciones y olas
migratorias que auguran los expertos por culpa del cambio climático. Francia ha
empezado a hacer lo mismo. De este modo, puede que los políticos impidan el
necesario desarrollo de la economía verde y, en su lugar, den un nuevo impulso
a la industria militar. Sin embargo, resultaría muy esperanzador que la lucha
contra el cambio climático retomara las armas antes de tener que recurrir a los
soldados y antes de que sea la escasez de petróleo la que nos imponga nuevas
reglas.
Gabriela
Cañas, Maldita tasa, El País, 24/03/2012
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