Así pues, aquí no basta con
hablar de “crisis de la modernidad” si no se dice al mismo tiempo que lo que ha
entrado en crisis es la utopía de un mundo sin basura —un mundo ordenado, en el
cual cada cosa esté en su sitio—; que la modernidad, a pesar de ser la sociedad
del excedente, del despilfarro, del derroche y de la “inmensa acumulación de
basuras”, era también la sociedad que soñaba con un reciclaje completo de los
desperdicios, con una recuperación exhaustiva de lo desgastado, con un
aprovechamiento íntegro de los residuos: la ética protestante del ascetismo y
el ahorro siempre fue afín a la ontología capitalista del derroche. O sea, que
la sociedad moderna, no menos que la sociedad tradicional o pre-industrial,
también quiere “imitar a la naturaleza” (en la cual, según decían los clásicos,
“nada se hace en vano”, es decir, todo tiene una finalidad y, por tanto, nada
se desaprovecha, no hay basura propiamente dicha) y aún “imitar a la divinidad”
(pues los dioses no padecen desgaste y, por tanto, no generan desperdicios),
aunque tenga que hacerlo por medios mecánicos. Es la modernidad la que ha
pensado la naturaleza como una máquina (una máquina perfecta, en la cual cada
pieza cumple una función y no hay deterioro) y la que, al identificar lo
“natural” con lo “racional”, se ha convencido de que, puesto que la naturaleza
no deja residuos, esto mismo —el no dejar residuos— es una de las señas
distintivas de la racionalidad (de ahí que haya percibido al mismo tiempo como
“anti-modernos” y “anti-racionales” a quienes presentan otra imagen de
la naturaleza en donde la máquina tiene fallos y produce basura en forma de
monstruos, prodigios y excepciones sin destino, sin porvenir ni finalidad) que
también debe presidir las construcciones sociales. Esta no es únicamente una
idea de ingeniero —una máquina cuyas piezas no se desgastan con el uso o que,
al menos, pueden regenerarse y reutilizarse indefinidamente—, sino ante todo
una idea de contable: la bestia negra del empresario es justamente el desgaste,
el comprobar cómo en cada ciclo productivo el activo se convierte en pasivo,
en deuda, en carga, en números negativos que es preciso compensar con las
ganancias y que requieren nuevas inversiones, y por lo tanto su ideal es el de
un negocio sin pérdidas, el de un balance de resultados siempre equilibrado; en
tiempos de inflación galopante, este es también el infierno del comerciante,
que ve cómo cada ganancia obtenida —cada vez que vende un producto a cambio de
dinero— se convierte inmediatamente en pérdida, porque la moneda se deprecia de
inmediato , y tiene que gastar inmediatamente lo ganado en un nuevo producto
para vender, con el que le sucederá implacablemente lo mismo; y es también la
pesadilla del consumidor, que experimenta cómo todo lo que compra comienza a
perder valor desde el momento preciso en que es adquirido, a perder actualidad,
a pasar de moda y a exigir ser rápidamente sustituido por una nueva adquisición
que comenzará a descender por la pendiente de la obsolescencia en cuanto pase
del escaparate a sus manos...
José Luis Pardo, Nunca fue tan hermosa la basura, Revista Observaciones filosóficas, nº 12, 2011
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