Menys política no és la solució a la mala política.

Los medios de comunicación, actores políticos de primera magnitud, han encontrado en los escándalos la jugosa noticia que aúna el impacto -es decir, la audiencia- y el ennoblecimiento de actos informativos a menudo dictados por motivaciones espurias. Cuando los medios contribuyen a precisar al máximo las responsabilidades y a explicar la realidad en toda su complejidad resultan útiles socialmente. Dejan de serlo cuando extienden de forma genérica la mancha de la corrupción. E incurren en la más clamorosa negligencia cuando simplifican hechos y argumentos para que el tertuliano de turno brille con una confusa y enfática diatriba, en la que solo queda clara la frase: "los políticos dan asco".

La ola antipolítica resulta particularmente visible en los medios de derechas, donde una doble motivación política, la coyuntural de desgastar al Gobierno y la estructural de apuntalar el dogma neoliberal, converge con la estrategia empresarial: la audiencia ultra -al fondo a la derecha y otra vez a la derecha- constituye un nicho de mercado, no mayoritario pero sí suficiente para hacer rentable un canal de televisión. Sobra decir que si con el tiempo arrastraran a ciertos sectores del PP hacia esas posiciones, su audiencia aumentaría en consonancia, reforzando su motivación política.

Ahora, formulemos un par de preguntas: si los políticos son culpables exclusivos de sus males, ¿por qué los ciudadanos recibimos el castigo de padecerlos? ¿Por qué culpa y pena no siguen caminos paralelos? La respuesta está en Valencia, donde cunde la interesada idea del aventajado alumno de Fabra, Francisco Camps, según la cual las urnas otorgan un impoluto certificado de penales a los más votados. Contra esta perversión disponemos de un arma defensiva: basta con no votarles. Así, culpa y pena volverán a caminar de la mano: serán los malos políticos quienes reciban su castigo, y no nosotros.

El ineludible vínculo entre representantes y representados compromete a los votantes. No solo debemos elegir con escrúpulo, también hemos de tener presente que la inhibición ante el deterioro galopante de la vida pública tiene consecuencias. Aquí todo el mundo se ríe cuando alguien cita la célebre frase de Franco "haga usted como yo, no se meta en política", pero todos seguimos el consejo del dictador. Creo que las democracias más sanas son aquellas en las que los ciudadanos contemplan, no como un derecho, sino como un deber cívico, el dedicar algunos años de su vida a la política.

Pero el español es caso aparte. Su ira va en aumento mientras permanece sentado a través de los siglos. Si acaso, se levanta para llamar a una emisora y bramar contra los políticos, brindándonos la insólita imagen del demos contra la democracia. Porque no olvidemos que, en los regímenes parlamentarios, "política" y "democracia" son casi sinónimos: el deterioro de la primera equivale al de la segunda. Esa furia general, de puro antipolítica, resulta profundamente política, como indica la experiencia de aquella Italia hastiada de la corrupción de Tangentópoli que se echó en brazos de Berlusconi. Su primera victoria en 1994 fue sencilla, solo tuvo que despertar las fantasías ciudadanas, como relata Indro Montanelli en sus memorias: "La gente estaba enfervorizada con lo nuevo. Qué era eso nuevo en realidad nadie lo sabía, y gran parte de la opinión pública aceptó encarnarlo en Berlusconi. Para conquistar a la masa fue suficiente un lenguaje no político que camuflaba la nada".

Pese a que los antipolíticos den la impresión de no tener recambio, saben que llegará por su propio pie y, como ignoran cuándo, solo se trata de mantener la tensión hasta que cobre cuerpo en el mesías más madrugador. Entretanto, los más honrados de entre nuestros representantes se quedan en un rincón recibiendo pedradas. Permiten que solo tengamos noticia de mayordomos diligentes, tratantes de ganado vegetarianos o corruptos indeseables. No se atreven a decir lo fundamental: que la solución para poner algo de orden en este caos no es menos política, sino más.

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