Noves revoltes, nou maig del 68?
Hace unos días, un grupo de jóvenes portugueses fueron convocados para manifestarse por las calles de su país. Su lema era Este no es país para jóvenes, y con ello querían denunciar la situación de precariedad y falta de expectativas en que se encuentran. Los jóvenes franceses de los liceos ya se habían sumado antes a las manifestaciones convocadas por los sindicatos con motivo de la prolongación de la edad de jubilación. Cabe, pues, preguntarse si estamos ante algún tipo de reacción de este grupo social frente a las obvias dificultades que encuentran para buscar empleo estable y hacerse un hueco digno en la sociedad. ¿Estamos ya ante una potencial rebelión de jóvenes que han conseguido al fin "indignarse", como les pide el nonagenario Sthéphane Hessel en su panfleto, o son meras expresiones aisladas de descontento? Y, si no, ¿hasta cuándo van a esperar para hacerse oír con fuerza en el escenario público? Bajo las condiciones de un paro juvenil que supera el 40% en la Europa meridional, o condenados, en el mejor de los casos, a una indefinida situación de mileuristas permanentes o a la emigración, el milagro es que no lo hayan hecho antes.
Cada vez que intuimos una revuelta juvenil no podemos evitar volver la vista a los acontecimientos de finales de los años sesenta, la edad dorada de este tipo de rebeliones. Entonces, sin embargo, quienes se lanzaban a la calle no lo hacían ya tanto por mejorar su propia situación objetiva, cuanto por introducir cambios profundos en la organización general de la sociedad y la política. Se trataba además en gran medida, como observaría Raymond Aron al ver las algaradas de mayo del 68, de "hijos de papá tocados por la gracia", de estudiantes inquietos vástagos de las clases medias en ascenso que no se daban por satisfechos con el "represivo" orden de sus padres. Frente al crecimiento puramente cuantitativo y el despilfarro de la "sociedad opulenta" (Galbraith) reclamaron una nueva e imprescindible valoración de los elementos cualitativos que estaban siendo negados por un sistema capitalista únicamente atento al beneficio y la "productividad". Fueron, pues, "posmaterialistas" sin saberlo, antes de que el sociólogo Ronald Inglehard diera con el término y el concepto. El objetivo a batir era la autoridad, una autoridad a la que había que oponerse casi por principio para liberar lo soterrado; aquello que ansiamos pero que se nos impide imaginar como realizable (Marcuse). De ahí que su eslogan de seamos realistas, pidamos lo imposible acabara siendo literalmente cierto. No conseguirían cambiar las bases del sistema capitalista, pero sí lograron transmutar las costumbres sexuales y las principales fuentes de autoridad.
El mundo al que hoy se enfrentan los jóvenes se les presenta en cambio como un lugar en el que ya nada parece posible. Salvo algunos grupos minoritarios, su objetivo no es otro que el adaptarse a lo dado. No les guía ninguna utopía de cambio social. Su máxima aspiración es encontrar un hueco en el que poder guarecerse dentro del sistema. Pero eso es precisamente lo que no consiguen en esta sociedad de la precariedad que les afecta a ellos más que a nadie. Han descubierto con horror que el sistema establecido no está haciendo honor a los tradicionales pactos generacionales, que ha incumplido sus promesas. Se formaron mejor y más intensamente que cualquier generación anterior para terminar encontrándose ante la aterradora sensación de sentirse prescindibles. Son los paganos de un mundo que ya ha dejado de creer en el futuro, temeroso de todo cambio, y en el que la idea de progreso se ha acabado por identificar con el que todo siga igual. Quizá de esto venga su creciente escepticismo hacia la política establecida.
Allí donde hay miedo al futuro no puede haber, sin embargo, un lugar en el que los jóvenes puedan desplegar todo el potencial que atesoran. Son los grandes desaprovechados, y su perplejidad va en aumento a medida que crece su impotencia. Los jóvenes sesentaochistas, hijos del baby-boom, se sabían poderosos por su mera fuerza demográfica. En nuestras sociedades envejecidas, donde casi forman una minoría, no tienen ni siquiera el consuelo de conseguir llamar la atención de la política como fuerza con capacidad para decidir unas elecciones; tampoco encuentran un discurso que les muestre una salida y les alivie de su orfandad.
Que no se nos olvide. Las grandes revueltas -y aquí las de los países árabes pueden ser un nuevo ejemplo- siempre se han gestado por parte de grupos que vieron cegadas sus expectativas de ascenso social. Atentos a los jóvenes.
Fernando Vallespín, "Seamos realistas, todo es imposible", El País, 18/03(2011
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