Carta a Leibniz.
Una versión mía te escribe desde algún reducto en la mente de Dios. Soy –si es que tiene sentido decir que soy–
uno de tus tantos descendientes académicos. Mi campo de especialización
–la lógica matemática– era formalmente inexistente en tus tiempos,
aunque algunas de las ideas fundamentales existían, como todas las ideas
fundamentales de alguna forma u otra, en algunas mentes privilegiadas
por la gracia de la mente que las contiene.
Han transcurrido 366
años desde tu nacimiento, y alguien me ha pedido que te escriba para
contarte qué ha pasado. Poco parece importar que tú estés muerto y que
yo no sea capaz de ignorar ese hecho incómodo. Y, sin embargo, heme aquí
escribiéndote estas perplejas líneas. Procuraré rendir cuenta en ellas
de un solo hilo de la compleja trama, aunque, para mi mala fortuna, el
hilo que he elegido es uno que necesariamente se bifurca.
En
nuestro tiempo está aceptado que Newton y tú descubrieron el cálculo
infinitesimal de forma independiente. Pese a que Newton continúa
disfrutando de una posición de absoluto privilegio en la historia de las
ciencias, y pese a que sus seguidores más devotos continúan siendo
insoportables, la disputa está resuelta y ya nadie te acusa de plagio.
Es más, quienes se acercan a la historia del conflicto que tú y Newton
sostuvieron simpatizan contigo con frecuencia. El matemático argentino
estadounidense Gregory Chaitin (uno de los contribuyentes importantes al
desarrollo de la lógica matemática en el siglo pasado) dice: “Newton
fue un físico muy grande, pero era definitivamente inferior a Leibniz
como matemático y filósofo”.
Sobre ese solidario aliado (y torpe lector) de Newton que te caricaturizara en su Candide,
dice Chaitin: “Pobre Voltaire, […] Newton calculó la edad del mundo
basado en la Biblia, mientras Leibniz jamás fue visto en una iglesia, y
su noción de Dios era sofisticada y sutil”. En efecto, para ti Dios era
una necesidad lógica que daba una elegante respuesta a la pregunta
fundamental “¿Por qué hay algo en vez de nada?”, y si lo mencionabas a
menudo en tus escritos, lo hacías con coherencia intelectual. Tu Dios
es, por añadidura, un ser mucho menos arbitrario que el Dios de muchos
de tus contemporáneos. Voltaire –con su tirria para con la retórica
eclesiástica– no supo leerte sino de manera superficial. Lo mismo ocurre
con muchos de los nuevos ateos de mis tiempos: salvo honrosas
excepciones, tienen enormes dificultades para leer con ecuanimidad
cualquier argumento que tenga aires superficiales de religión.
Pero
regresemos al cálculo. Pocos entienden la sutil diferencia de
fundamentación en los dos enfoques primigenios del cálculo: el tuyo,
propiamente infinitesimal, y el de Newton, que esbozaba, según la
formulación sarcástica de George Berkeley, “fantasmas de cantidades
idas”. Como suele ocurrir en este mundo fascinado con las aplicaciones,
la portentosa capacidad de Newton para modelar fenómenos naturales y
resolver problemas mecánicos brilla de forma desmedida, y los
fundamentos son confinados al papelito doblado en ocho que alguien
desliza debajo de la pata coja del escritorio.
En este momento te
imagino sentado al escritorio escribiendo quizás tu teodicea, la única
elocuente de cuantas he leído. O quizás estás formulando tu metafísica
de los mundos posibles, el fragmento de tu trabajo filosófico que más
influencia ha tenido hasta la fecha. Se me ocurre que estoy imaginando
el momento en que la trama se bifurca: en una vertiente, el cálculo; en
la otra, la metafísica de los mundos posibles. Ambos senderos contienen
sorpresas.
El marco metafísico de los mundos posibles es ahora
concebido sin referencia a la mente de Dios, pues la reputación
filosófica de Dios ha ido en rápido declive desde hace mucho tiempo. El
filósofo australiano David K. Lewis ha llegado al extremo de argumentar
que todos los mundos posibles existen. (Tal es la renuencia de
los filósofos contemporáneos a considerar necesaria la existencia de
Dios que hay quienes prefieren estipular un número infinito de otras
existencias.) A ti, para quien los mundos posibles eran configuraciones
de la mente de Dios, entre las cuales Dios había elegido la mejor (cuya
manifestación real es el mundo en que vivimos), esta liberalidad
ontológica te habría parecido sumamente extraña.
Los físicos
contemporáneos, un poco menos remotos de la metafísica de lo que lo
estuvieron los físicos de principios del siglo pasado, consideran
sumamente respetable una teoría según la cual una variación de la visión
filosófica de David K. Lewis es correcta. Un mundo borgiano (llamado
así por el filósofo Nicholas Rescher en honor a Jorge Luis Borges, cuyo
cuento El Jardín de Senderos que se Bifurcan es la inspiración del concepto) es un mundo en el que todo lo que puede ocurrir ocurre. Escribe Borges:
En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pén, opta –simultáneamente– por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pén, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones.
En
la nomenclatura que tú usaste, un mundo que se asemeje a esta novela es
imposible, naturalmente. Quizás sea más adecuado decir que un mundo
borgiano es una variedad que consiste de todos los mundos posibles. El
caso es que la teoría de Everett-Wheeler, que forma parte de la mecánica
cuántica, conjetura que el mundo actual es un mundo borgiano del que
forma parte el fragmento al que tenemos acceso por el azar de la
confluencia de nuestras trayectorias. Es una exquisita ironía que la
mecánica cuántica (esa nueva física que ha reemplazado a la de Newton)
esté parcialmente escrita en el lenguaje del cálculo.
Hay un punto
muy importante en tu formulación original de la noción de mundo posible
que distingue a los tuyos de los de David K. Lewis: para ti, no es
posible un mundo en el que existan únicamente dos pingüinos y nada más.
Todo mundo posible tiene que estar suficientemente saturado de
sustancias. Si hay dos pingüinos, tiene que haber algo que dé cuenta de
su existencia, y algo que dé cuenta de la no existencia de otras
posibles criaturas, y así. De esta manera, los mundos posibles no pueden
ser demasiado chicos. Por el otro lado, la condición de consistencia
lógica proscribe a los mundos demasiado grandes, como el mundo borgiano.
Y
es aquí donde la trama da un giro interesante. En el siglo XIX, el
matemático alemán Karl Weierstrass había ideado una formulación
alternativa del cálculo que prescindía de los infinitesimales y que, al
evadir las objeciones de Berkeley, cimentaba el cálculo en bases menos
controversiales. No fue sino hasta 1960 cuando los infinitesimales
reaparecieron en la historia de las matemáticas.
En ese año, el
matemático Abraham Robinson decidió adaptar algunas de tus ideas sobre
mundos posibles al ámbito de la lógica matemática y así construyó una
suerte de “mundo posible” que contiene a todos los números reales y que
además contiene números infinitamente pequeños y números infinitamente
grandes. ¿Qué son estos números? Son el resultado lógico de requerir que
el “mundo posible” en que viven los números reales sea lo
suficientemente saturado, de la misma forma en que tus mundos posibles
tenían que serlo.
Es así como, finalmente, tus argumentos
filosóficos a favor del uso de los infinitesimales en el cálculo fueron
reivindicados, y es así como las objeciones de Berkeley fueron atendidas
por fin. A mi juicio, lo más curioso es que uno de los elementos
cruciales de la construcción de Robinson sea el análogo de la condición
que distingue a tus mundos posibles de todos los otros conceptos de
mundo posible. De una sola mente surgen dos ideas (entre tantas otras), y
siglos más tarde, resulta que la segunda es clave en la reivindicación
de la primera. Tal es la gracia de la mente en la que se cifran nuestras
mentes.
Y, bien, querido Leibniz, no puedo extenderme mucho más.
Si el destinatario de esta carta fuese Newton y el remitente fuese otro,
la mayor parte de la misma habría reparado en las aplicaciones del
cálculo, en los usos que se le da, en el lugar privilegiado que tiene en
el canon intelectual del mundo, en su descomunal prestigio. Pero a ti
te habría interesado más el papelito debajo del escritorio.
Pedro Poitevin
Pedro Poitevin, Querido Leibniz:. Letras Libres, mayo, 2013
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