El sentit extramoral de la veritat i la mentida.
Todos sabemos que ya no hay verdad ni mentira: todo es el puro resultado de las fuerzas en juego.
Si no recuerdo mal, el primero en advertir de los cambios que se
avecinaban en las sociedades tecnológicas fue Nietzsche. Hacia 1870 ya
comprendió que el concepto clásico de verdad iba a sufrir una
transformación revolucionaria. En uno de sus textos más explosivos,
titulado muy adecuadamente Sobre verdad y mentira en un sentido extramoral,
expresaba su sospecha de que en el futuro la verdad no la iba a decidir
el análisis lógico, científico, racional o simplemente sensato, sino
una potencia que comenzaba a formarse: la opinión pública.
Si ustedes ahora dibujan en su imaginación el gigantesco aparato que
decide sobre las verdades y mentiras cotidianas, se encontrarán con un
monstruo que ha crecido desmesuradamente en los últimos cien años.
Pongamos, por ejemplo, el asunto del atentado de Atocha. Habrán
observado el conjunto fenomenal de fuerzas que están decidiendo sobre
esa verdad o mentira. De ahí que García Calvo llame a los medios de
comunicación "medios formativos", y no informativos, porque su función
no es informar, sino formar opinión.
UNA VEZ ese aparato formativo termine su trabajo, la decisión final
quedará en manos de los jueces, pero los jueces son discretos mecanismos
de otra máquina gigantesca, el poder judicial, el cual está, a su vez,
deformado por la presión de la opinión pública, es decir, de los medios
de formación de masas, los cuales están dirigidos por los poderes
económicos y sus correas de transmisión, los partidos. Así, sabemos con
toda exactitud qué juez es de derechas, de izquierdas, progresista,
conservador o comunista, y también sabemos que según se desplacen esas
fuerzas surgirá una verdad u otra vomitada por la fenomenal maquinaria.
En consecuencia, todos sabemos que no hay ya verdad ni mentira. Todos sabemos que, como anunció Nietzsche, la verdad y la mentira hay que tomarlas en un sentido extramoral, es decir, libre de toda justicia, lógica, sentido común y honradez. La verdad es el puro resultado de las fuerzas en juego. Es pura opinión pública.
Esta constatación ha llevado a algunos pensadores a ampliar el ámbito de lo opinable hasta la ciencia misma. Famosamente, el difunto Foucault creía que las verdades científicas también eran un resultado del juego de fuerzas fácticas, y por lo tanto eran opinables y construidas por los poderes económicos. Esa es la justificación teórica del multiculturalismo, una de las ideologías más reaccionarias jamás conocidas y que propone la igualdad de verdad entre la física cuántica y los mitos de los mandingas. Ambos, dicen los relativistas, "tienen igual derecho" a una "verdad" que sostenga sus tejidos sociales.
Aunque en los últimos diez años se ha abierto la batalla para
restablecer una verdad científica separada de la opinión pública, el
caso es que las otras verdades, las sociales, han caído en el
descrédito. Todos aceptamos, por ejemplo, que la historia la escriben
los vencedores y que las llamadas verdades históricas no son sino
disfraces ideológicos del poder efectivo en cada lugar. Los franquistas
escribieron su historia, los nacionalistas están escribiendo la suya y
en el futuro se escribirá otra historia distinta en cada lugar según
sean los vencedores.
Lo fascinante de esa opinión pública que cristaliza en el sólido
llamado lo políticamente correcto es su capacidad de convencimiento y
cohesión social, heredada de las religiones. Así, todos hemos comprobado
que en Catalunya cualquier conflicto donde aparezca, aunque sea del
modo más tangencial, una relación con el PP, de inmediato es considerado
políticamente incorrecto. Leí el otro día un informe en el que se
hablaba del ciudadano cuyo piso fue ocupado por unos chilenos. Según
parece, ha trascendido que actuó aconsejado por una diputada del PP, la
cual, muy sagazmente, le recomendó que acudiera a los medios de
formación de masas para crear opinión pública, y así lo hizo. Ahora, por
el mero hecho de que la iniciativa surgiera de un partido apestado,
parece mermar el derecho del ciudadano a recuperar su piso y ya se le
acusa de especulador. Acabará por haber expulsado violentamente a unos
humildes chilenos, etcétera. Pura opinión pública.
Y ES QUE, así como ya no creemos en ninguna verdad y sabemos que
somos meros peones en la batalla de los poderes reales, no podemos
impedir tenerle miedo a lo políticamente incorrecto, porque fuera del
claustro protegido por la opinión pública es muy fácil ser destruidos
con el aplauso de la mayoría. Eso hace que nuestras sociedades sean
enfermizamente sumisas. Y que con un Gobierno que dice ser de izquierdas
se hayan dado las mayores cifras de beneficios en los bancos, en los
grandes consorcios, en las multinacionales más despiadadas, en las
compañías más explotadoras. Y que sea ese mismo Gobierno de izquierdas
el que ha conseguido que la más humilde vivienda sea un lujo o que los
consumidores carezcan de la menor defensa frente a monstruos como Renfe,
las telefónicas, Iberia o las restantes compañías, cuya ineficacia
tercermundista es compatible con el más alto nivel de beneficios de
Europa.
Gracias a una opinión pública perfectamente sumisa tenemos el Gobierno de izquierdas más ultracapitalista de Europa. ¿Verdad o mentira?
Félix de Azúa, La opinión pública nunca se equivoca, El Periódico, 5 de marzo de 2007
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