La filosofia: pensar per sobre de les nostres possibilitats.
Para Eva B., por si se le ocurre
Hace ya algunos años, cuando todavía iba al colegio, plantearon en la
clase de mi hija la consabida pregunta acerca de a qué se dedicaban los
respectivos padres. Cuando le llegó su turno, ella contestó que su
padre era filósofo. Su compañero de pupitre, algo sorprendido por el
exotismo de la respuesta, le reclamó mayor concreción: “¿Y qué hace tu
padre?”, a lo que mi hija respondió: “Mi padre piensa”. Respuesta ante
la cual el niño en cuestión reaccionó como un autómata exclamando:
“¡Pues mi padre también piensa y no le pagan!”.
He recordado muchas veces esa anécdota, bien representativa de una
mentalidad por desgracia demasiado frecuente. En su supuesto candor
(bueno, la verdad es que la criatura era bastante repelente), aquel niño
manejaba dos supuestos que le parecían obvios. El primero, que la
valoración económica de cualquier actividad está en función de la oferta
y la demanda, y en consecuencia algo que todo el mundo es capaz de
hacer no debería merecer apenas retribución. El segundo supuesto era el
de que eso que denominamos pensar hace referencia a una actividad
homogénea, esto es, una actividad que no solo todo el mundo hace, sino
que hace de la misma manera.
Tal vez resida aquí el quid de la cuestión, aquello que el angelito
que compartía pupitre con mi hija daba absolutamente por descontado, y
que resultaba todo menos obvio. Porque si otro niño de la clase hubiera
contestado a la misma pregunta acerca de a qué se dedicaba su progenitor
diciendo “mi padre es cantante”, probablemente a nadie en el aula se le
hubiera ocurrido apostillar “pues mi padre también canta en la ducha y
no le pagan”, porque de inmediato el resto de la clase se le hubiera
echado encima observándole la diferencia abismal entre la calidad
profesional de uno y el amateurismo del otro.
Se supone, pues, que lo que concede sentido a la actividad de los
filósofos profesionales (al margen de que, además, puedan ser profesores
de filosofía y, por tanto, se dediquen a transmitir la herencia
recibida), lo que les concede un plus sobre el homogeneizador “todo hombre es filósofo” gramsciano, es una presunta especificidad en su forma de pensar. Destaco la palabra forma
para subrayar que no se trata de que el filósofo aplique su pensamiento
a un objeto propio, al margen de los objetos de otros saberes
particulares, como gustaba de pensar una rancia metafísica. Como tampoco
se trata de que disponga de unas herramientas propias, de un utillaje
teórico-conceptual exclusivo que le permita acceder a dimensiones
escondidas o secretas de aquellos objetos. Con la palabra y la razón
—sus únicos instrumentos de trabajo—, el filósofo no puede pretender el
acceso a estratos de lo real inalcanzables por otros discursos. El
filósofo, pues, no piensa en cosas distintas a aquellas en las que
piensa el común de los mortales, sino que, pensando en las mismas, lo
hace de otra manera.
¿De qué manera?, se preguntará de inmediato cualquier lector. Con lo que bien pudiéramos llamar radicalidad filosófica,
esto es, esforzándose por ir hasta el límite mismo de lo que estamos en
condiciones de pensar. Para intentar visualizar la naturaleza de esta
forma de pensar podríamos invocar en nuestra ayuda a las figuras de
Michel Foucault y de Ortega. El primero señalaba en su celebrado
opúsculo Nietzsche, Marx, Freud, en el que sintetizaba las
líneas mayores de lo que Paul Ricoeur había llamado “la escuela de la
sospecha”, que lo característico de estos tres autores era la crítica a
la conciencia como punto de partida, esto es, la impugnación del
convencimiento —burgués, optimista y biempensante en el fondo— de que el
planteamiento cartesiano había legitimado de manera irreversible la
racionalidad humana, cuando en realidad lo que a este le había sucedido,
como asimismo observaron los tres, es que había sido incapaz de
tematizar la metaduda (esto es, la existencia de un lugar desde el que poder criticar la propia conciencia).
Por su parte, Ortega, en su texto Ideas y creencias,
planteaba la distinción, también muy citada, entre ideas y creencias No
hará falta reconstruir con detalle, por sobradamente conocido, el
trazado de la línea de demarcación que separa ambas nociones: mientras
que las ideas son pensamientos que se nos ocurren (de ahí que en algún
momento Ortega las denomine también “ocurrencias”), lo más
característico de las creencias es precisamente el hecho de que no
desembocamos en ellas a través de actos específicos de pensamiento que,
por el contrario, se hallan ya en nosotros, constituyendo el entramado
básico de nuestras vidas. Dicho con la proverbial rotundidad orteguiana:
las ideas se tienen; en las creencias se está.
Pues bien, es precisamente en la intersección de ambas aportaciones
donde debemos ubicar la especificidad de la tarea filosófica. El
contenido de ese pensar al que se aplica el filósofo consiste en la
permanente sospecha de lo que damos por descontado, de aquello que ni
ponemos en cuestión porque apenas lo alcanzamos a percibir, esto es, a
visualizar como idea porque se ha mimetizado con lo real al mutar a
creencia y, por tanto, nos resulta imposible de someter a crítica. No en
otra cosa consiste la radicalidad filosófica a la que antes se
aludió, el llegar hasta el límite de lo que estamos en condiciones de
pensar al que se hizo referencia. Que no es, por tanto, ninguna
reivindicación de lo inefable o ningún reconocimiento, derrotado, de
nuestras limitaciones. Las hay, qué duda cabe, pero, evocando a
Wittgenstein, están para ser forzadas, ampliadas, ensanchadas.
Por formularlo de una manera algo rotunda, el filósofo inicia su
andadura cuando el resto abandona, cosa que casi siempre suele hacer con
un argumento del tipo “hasta aquí podíamos llegar”. Pues bien, es
cuando los demás se retiran, creyéndose cargados de razón (siendo así
que solo acarrean tópicos en la mochila) y dejando como frase de
despedida un tan solemne como pretencioso “apaga y vámonos”, cuando el
filósofo enciende su modesto candil y se pone a pensar sobre aquello que
el resto querría condenar a la oscuridad de lo impensable.
Manuel Cruz, Hay quien piensa y no le pagan, El País, 18/05/2013
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