Axiomes bàsics de l'independentisme.
A veces hablamos como hablamos, y eso nos lleva a simplificar las expresiones”. De este modo quiso justificar Francesc Homs, portavoz de la Generalitat, una falsedad repetida durante meses por los nacionalistas: que el Tribunal Constitucional alemán había establecido un límite fiscal del 4% al déficit de los länder. Como si se tratara de un despiste circunstancial sobre un asunto opinable y no de una consigna de meses sobre números y sentencias. No es la única vez que descubrimos que la economía del nacionalismo se sostiene en mentiras sin escapatorias. También sucedió con otro mantra, este de menor tráfico y con más esquinas: el Principio de Ordinalidad, según el cual es consustancial a los Estados federales que las transferencias de nivelación no alteren el orden de las federaciones por recursos tributarios per capita o por habitante ajustado.
No eran calentones de tertuliano borrachín, sino tesis precisas
puestas en circulación a sabiendas de su falsedad y que, sin molestarse
en sopesarlas, un día sí y otro también repetían con fervoroso
convencimiento periodistas propicios y académicos rebosantes de ardor
patriótico espontáneo o engrasado. De esas que, en condiciones normales
de cultura democrática, conducen a dimisiones, rectificaciones y
ostracismo profesional.
Pero la economía moral del nacionalismo es discutible no solo por los
procedimientos sino también por sus fundamentos. Recordemos lo básico:
las fronteras de los Estados democráticos enmarcan perímetros de
justicia y democracia. Podemos exigirnos el compromiso con las
decisiones y, si lo hemos acordado, imponernos redistribuciones. En esa
superposición entre justicia y democracia se sostiene el germen
igualitario que asociamos al ideal ciudadano. De fronteras afuera solo
caben acuerdos que respondan a la capacidad de negociación y a
beneficios de trato. No redistribuimos con los alemanes ni decidimos con
los suizos. Ni siquiera se nos ocurre reprocharles que ignoren nuestros
intereses o sus evasiones fiscales. Ni la justicia ni la democracia
entran en consideración.
La economía moral del nacionalismo desprecia esta trama democrática.
Su axioma básico es: “Hay conciudadanos que no son iguales a nosotros”.
Para confirmarlo, basta con examinar el trasunto normativo de su
obsesión por las balanzas fiscales y los lemas en que cristaliza. El
primero, “España no nos sale a cuenta”, solo se entiende desde la
desconsideración de los “no nacionales”. Hay unos que sí importan y
otros que no. Por eso el cálculo no se contempla entre catalanes, no se
pregunta, por ejemplo, si a Barcelona le conviene compartir comunidad
política con la pobre comarca de la Anoia. Si diéramos por bueno el
trasfondo moral del lema, lo debido sería hacer una lista de ciudadanos
“desechables”; para empezar, niños, descapacitados y ancianos. Si
hacemos unas preguntas y otras no, si “entre nosotros” no se piden las
balanzas es porque a los otros no se les considera nuestros iguales.
El segundo lema, “los catalanes pagamos demasiado al Estado”, asume
que los impuestos que yo pago son de Cataluña. No los pago como
ciudadano de un Estado de acuerdo con un marco constitucional que me
proporciona derechos y libertades, sino como parte de una impreciso
contribuyente fiscal: “los catalanes”. Con las mismas razones mi hermana
o mis vecinos podrían apropiarse de mis cuentas para quejarse de lo que
pagamos los Ovejero o los del Ensanche. Yo pertenezco a una familia,
vivo en un barrio barcelonés y he nacido en Cataluña, pero, desde el
punto de vista de mi condición de ciudadano, lo que incluye el entramado
jurídico en el que se insertan “mis” impuestos, esas circunstancias
tienen tan poca relevancia como mi condición de culé, miope o varón. Los
miopes, que compartimos identidad biológica y hasta visión del mundo,
borrosa, no somos sujetos fiscales. La igualdad solo se hace inteligible
entre ciudadanos, no entre familias, tierras o aficionados deportivos.
El tercer lema es más sutil y merodea un argumento: “Hay que
proporcionar un trato privilegiado a Cataluña, motor económico, porque,
por goteo, los españoles se beneficiarán”. Los nacionalistas lo invocan
como una justificación moral. Y no. Cuando ciertos liberales hacen uso
de una idea parecida, sustituyendo “Cataluña” por “los ricos”, su
defensa de la desigualdad es prudencial o instrumental, no normativa. No
nos dicen que los privilegios estén bien, sino que debemos resignarnos a
ellos porque, de ese modo, se consigue lo importante, la mejora de los
desfavorecidos. El argumento, al final, se sostiene en la defensa de los
ciudadanos en peor situación. A nadie se le ocurre invocar los
privilegios como principio de justificación, consagrarlos en
constituciones o estatutos (salvo quienes apelan a derechos históricos,
pero esos, seamos serios, no razonan moralmente). La desigualdad acaso
sea un estímulo para el comercio, como lo pueden ser el sexo y las
comilonas, pero a nadie se le ocurre encabezar una constitución con los
pecados capitales. Por cierto, también las descargas eléctricas o los
latigazos resultan muy estimulantes para evitar acciones terroristas.
El trato diferencial no es un argumento político, público. Nadie en
un Parlamento se atrevería a decir sin sonrojo: “Yo solo contribuyo si
tengo un trato privilegiado”. Esa es la raíz última del desinterés
nacionalista por una Cámara federal. Lo suyo son las negociaciones
privadas y en trastienda, esas que están detrás de los distintos modelos
de financiación que los nacionalistas propusieron, los demás acataron
y, al poco tiempo, sus autores presentaban como tiránicas imposiciones.
Sus propuestas no aspiran a ser aceptables en un marco democrático: ni
por su contenido, en tanto buscan el trato diferencial, ni por sus
principios, en tanto no entienden a los demás —sus intereses— como
dignos de consideración, ni siquiera como interlocutores, como parte de
su comunidad política.
El uso del “argumento” por los nacionalistas es particularmente
torpe. No ya porque pretendan usar el privilegio como principio de
justificación, sino porque, además, lo usan mal. Y es que si lo
aceptamos, valdría para las personas, nunca para los territorios.
Quienes invierten son los empresarios, no “Cataluña”. Si lo damos por
bueno, el argumento lo único que justificaría es el trato favorable para
los más adinerados, vivan en Marbella, Madrid o Girona.
Todo ese desorden moral se hace inteligible cuando se asume que los
otros no son nuestros iguales. Las balanzas fiscales no son el punto de
partida de ningún razonamiento, sino la conclusión del axioma
irrenunciable del nacionalismo: unos son los nuestros y a los otros hay
que mirarlos como extranjeros. Esa es la elección fundamental de quienes
quieren levantar fronteras. En una suerte de xenofobia superlativa, no
es que no quieran a los extranjeros como conciudadanos, es que quieren,
además, a los conciudadanos como extranjeros. El mismo sostén de quienes
invocan el derecho a decidir, a romper la comunidad de ciudadanos. Con
la misma legitimidad, los que viven por encima de la Diagonal podrían
constituirse en Ayuntamiento independiente. Sin que los demás
barceloneses pudiéramos decir esta boca es mía. Y si aceptamos esos
principios y ese derecho, resulta irrelevante el hecho, real o
imaginario, de que “una mayoría esté de acuerdo”. El “derecho” a decidir
por parte de esos barceloneses, su posibilidad, es previo a saber si
existe una mayoría. La mayoría es, si acaso, el resultado del ejercicio
de ese supuesto derecho, lo que se quiere averiguar. Lo decisivo es que,
de entrada, unos han decidido que los de abajo no somos de los suyos ni
tenemos vela en nuestro entierro.
Que estas cosas se les pudieran ocurrir a los de encima de la
Diagonal sería casi normal. De eso iba la nobleza un 5 de mayo de 1789
en Versalles, de comer aparte. Se opuso el Tercer Estado en la sala del jeu de paume
y comenzó la mejor andadura de la moderna democracia. Otra cosa es lo
que cabe esperar de quienes dicen defender el ideal de ciudadanía, en
especial de la izquierda. Cuando ICV y PSC caminan en compañía de CiU —a
estos efectos sus programas son una copia mala del programa de CiU del
año anterior—, en esta retórica de la “singularidad” confirman su
desbarajuste intelectual. Quien levanta una frontera donde no existía le
está diciendo al que queda al otro lado que no lo considera su igual,
que no le alcanzan los ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Han
decidido hacernos extranjeros.
Félix Ovejero, Economía moral del nacionalismo, El País, 30/05/2013
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