Contra el discurs tecnòfob: a favor d'internet.
La obra de Nicholas Carr, Superficiales, ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, pertenece al género de «libros sobre
catástrofes medioambientales», solo que en este caso el medio ambiente
del que se habla es nuestro cableado neuronal y sus conexiones
sinápticas, y el agente tóxico no es un plaguicida ni las emisiones de
CO2 a la atmósfera, sino la amigable y servicial Internet. ¿Es acaso
Internet tóxica para nuestro cerebro? ¿Está jibarizando nuestras
cabezas? ¿Está entonteciéndonos? La respuesta de Carr a todas estas
preguntas es un rotundo e inquietante sí, y, tras leer su
libro, encuentras que la respuesta es convincente, que lo suyo no es un
alarde de alarmismo injustificado ni tampoco un misoneísmo enfermizo y
carroza, propio de quien ha nacido en la era analógica y ha tenido que
migrar luego, quieras que no, a territorio digital.
Es cierto que los textos con recados pesimistas gozan de un
prestigio intelectual de entrada que no tienen los de contenido más
alegre y jovial, como recientemente ha subrayado Matt Ridley en su
realmente espléndido libro El optimista racional. De Hesíodo a
Schopenhauer, de Empédocles a Oswald Spengler, los pesimistas se han
instalado en un aura de profundidad en medio de la aprobación general.
La alta cultura –Robert Southey, T. S. Eliot, James Joyce, Ezra Pound,
W. B. Yeats, Aldous Huxley– está hasta los topes de cenizos curtidos y
autocomplacientes de nariz altiva. Los optimistas, a su lado, corren
siempre el peligro de parecer intelectualmente desahuciados, botarates o
ingenuos que no aciertan a olfatear el multicolor piélago de
catástrofes que siempre nos acechan1¿Está
por ventura Nicholas Carr en esa nómina de pesimistas profesionales que
saben que con la índole lúgubre de su mensaje tienen ganada más de la
mitad de la aprobación de cuantos los lean? ¿Está aprovechándose de esa
avidez de tragedia, del gusto morboso por el sobresalto, que tanto
complace íntimamente a esa especie tan extendida de intelectuales
«avisados» y descontentadizos con el estilo de vida occidental,
deshumanizado, hipertecnologizado, pero de cuyos gadgets y electroniquerías serían ellos los últimos en querer privarse?
Las ventajas de Internet
Carr reconoce, como no podía ser de otro modo, los inmensos
beneficios que nos ha traído Internet: un caudal de información y una
facilidad de acceso a ella como nunca antes había conocido la humanidad.
Además, la descentralización de esa información dificulta
considerablemente el control por poderes tiránicos de la producción y
circulación de noticias que pudieran resultarles inconvenientes2.
No hay más que pensar en las recientes conmociones políticas en algunos
países árabes para darse cuenta del papel positivo que en ellas han
desempeñado Internet, la telefonía móvil y las redes sociales virtuales.
La causa de las libertades y derechos individuales ha ganado un
formidable aliado con las nuevas tecnologías de la información, y esto,
por supuesto, son palabras mayores. También anota Carr otras ventajas de
menor cuantía derivadas del uso de Internet: se percibe en sus
usuarios, al cabo de pocos días, una mejora de la coordinación ojo-mano,
mayor rapidez en la respuesta refleja y en el procesamiento de señales
visuales y alguna (tenue) ampliación de la memoria a corto plazo (pp.
170-173) 3
Los más que elocuentes e incontestables provechos que nos ha traído
Internet explican por sí solos el incremento registrado en su consumo
durante los últimos años:
Hacia 2009, los adultos en América del Norte le dedicaban una media
de doce horas semanales, el doble del promedio correspondiente a 2005.
Pero si se tiene en cuenta solo a los adultos con acceso a Internet, las
horas de conexión a la Red aumentan considerablemente, hasta superar
las diecisiete horas a la semana. Para los adultos más jóvenes, la cifra
es aún mayor: los veinteañeros pasan más de diecinueve horas a la
semana online. Los niños estadounidenses con edades entre los dos
y los once años usaron la Red más de once horas a la semana en 2009, un
incremento de más del sesenta por ciento respecto a 2004. El adulto
europeo se conectó casi ocho horas a la semana en 2009, un treinta por
ciento más que en 2005. Entre los europeos de veintitantos años, esta
cifra se situaba alrededor de las doce horas semanales. En 2008, un
estudio internacional con 27.500 adultos entre dieciocho y cincuenta y
cinco años encontró que la gente está pasando un treinta por ciento de
su ocio conectada a Internet, el cuarenta y cuatro por ciento en el caso
de los chinos (pp. 109-110).
Por lo demás, este consumo galopante de Internet ha convivido con
un aumento –eso sí, más moderado– del tiempo que pasamos ante el
televisor: más de doce horas a la semana entre los europeos en 2009 y
unas casi increíbles treinta y ocho horas a la semana entre los
estadounidenses en ese mismo año. Lo que significa que un estadounidense
medio está mirando alguna pantalla (la de su televisor, la de su
ordenador, la del teléfono móvil) no menos de ocho horas y media al día
(p. 111).
Los grandes perdedores en esta batalla por la caza y captura del
tiempo libre de los ciudadanos han sido los suministradores de cedés,
deuvedés, periódicos, revistas, tarjetas de felicitación, postales,
cartas y libros: en suma, todas las empresas que venden información
empaquetada en productos físicos. Curiosamente, el libro está siendo el
medio tradicional más duro de roer por Internet. A pesar de ser un viejo
dinosaurio, sus ventajas tecnológicas sobre la pantalla del ordenador
son difíciles de rebatir: es más transportable y menos frágil, no
precisa de baterías para funcionar, la «navegación» por él es más
intuitiva y, cuando lo terminas, puedes prestárselo a un amigo. No
obstante, el e-book tiene también poderosos argumentos que con casi total seguridad lo harán triunfar a la postre: los e-readers
de última generación disponen de pantalla sin retroiluminación (lo que
supone un castigo menor para la vista del lector), funcionan con tinta
digital de alta resolución, permiten ajustar el tamaño de la letra,
subrayar y hacer anotaciones en los márgenes. Las ventajas principales
están, sin embargo, y por descontado, en otros sitios: en el menor coste
de producción y distribución de los libros digitales frente a sus
homólogos físicos y, sobre todo, en su facilidad de almacenamiento.
Puedes transportar toda tu biblioteca personal en un dispositivo del
tamaño de una tableta de chocolate. La librería virtual Amazon vendía ya
en 2010 más libros en formato digital que en tapa dura4.
Es de prever que los libros de bolsillo corran la misma suerte y se
vean poco a poco desplazados por sus competidores digitales. Es verdad
que el libro ha sobrevivido a profecías en las que se anunciaba que
hundiría el pico ante enemigos como el periódico, el fonógrafo, el cine,
la radio o la televisión, pero parece que esta vez la cosa va más en
serio. En todo caso, la industria editora de libros tendrá que
reinventarse a sí misma si no quiere correr la misma suerte que la
industria discográfica5
Atención desparramada
Si estas son las ventajas de Internet, ¿cuáles son sus
inconvenientes? Pueden resumirse en estos epígrafes: atención
desparramada, memoria a corto plazo hiperactiva, y aprendizaje y memoria
a largo plazo quebradizos. Todo lo cual, como veremos, está muy
relacionado entre sí. Empecemos por el modo en que Internet pulveriza
nuestra atención. No es lo mismo leer una página impresa en papel que
una página web. He aquí una vívida descripción de lo que (nos) pasa:
Una sola página web puede contener fragmentos de texto, vídeo y
audio, una variada gama de herramientas de navegación, diversos anuncios
y varias pequeñas aplicaciones de software, o widgets, que se ejecutan
en sus propias ventanas. Todos sabemos cómo puede llegar a distraernos
esta cacofonía de estímulos… Un nuevo mensaje de correo electrónico
anuncia su llegada cuando ojeábamos los titulares más recientes de un
periódico digital. Unos segundos más tarde nuestro lector de RSS [Really Simple Syndication,
un dispositivo para recibir información fresca y actualizada de
nuestras páginas web favoritas] nos informa de que uno de nuestros
blogueros favoritos ha publicado un nuevo post. Unos momentos después
nuestro teléfono móvil reproduce la melodía que indica la entrada de un
mensaje de texto. Al mismo tiempo, una alerta de Facebook o Twitter
parpadea en la pantalla (p. 116).
¿Cómo mantener la atención en algo concreto en medio de este
tiroteo cruzado de estímulos? La lectura se torna espasmódica,
sincopada, cuando se lleva a cabo ante una pantalla «enriquecida» con
tantos elementos «distractores». Pensemos por un momento en los
hipervínculos, que constituyen la red arterial que conecta entre sí dos
documentos cualesquiera de la Web, tomados al azar de entre los miles de
millones que la componen, y separados por unos diecinueve clics de
ratón. 6
Lo del ratón, por cierto, viene aquí muy a cuento, pues nuestro
comportamiento ante la página web puede llegar a ser no muy distinto al
de un ratón en una caja experimental de Skinner. Burrhus F. Skinner fue
el famoso psicólogo conductista que conseguía el nada sorprendente logro
de que un ratón aumentara la frecuencia con que pulsaba una palanca
a base de recompensar ese gesto con la obtención de comida. Cuando
pulsamos sobre un hipervínculo somos reforzados al modo conductista
(mediante condicionamiento operante o instrumental) con una nueva
pantalla repleta de noticias frescas que estalla ante nuestros ojos.
Además, esta recompensa es instantánea (basta un clic de ratón), con lo
que su efectividad para controlar la conducta es todavía más potente,
pues el influjo de una recompensa sobre el comportamiento es tanto mayor
cuanto menor sea el intervalo temporal que medie entre la emisión de la
respuesta y el logro de la gratificación. La interactividad del medio,
su carácter bidireccional, nos convierte en cobayas de las consecuencias
de cuanto hacemos ante la pantalla, y a veces en clicadores demenciados
en pos de información nueva y, la mayor parte de las veces, no buscada.
Cuando entramos en Internet seguramente buscamos algo concreto, pero, mientras estamos en ello, vamos descubriendo
nuevas cosas (saltando de enlace en enlace) que no estaban en nuestro
plan de búsqueda original y que nos desvían más y más de él, hasta que
muchas veces acabamos por olvidarlo. Esto no obsta para que, de vez en
cuando, mientras buscamos un dato concreto, demos de manera inopinada y
por sorpresa con información más valiosa de la inicialmente perseguida.
Estas son agradabilísimas excepciones. Sin embargo, y por lo general,
salimos de Internet fatigados, estragados de datos, pero con las
alforjas de la comprensión a medio llenar a pesar de las horas pasadas
ante el ordenador u otro dispositivo electrónico con conexión a la Red.
He aquí lo que cuenta Christine Rosen, del Centro de Ética y Política
Pública de Washington, cuando trataba de leer Nicholas Nickleby,
la novela de Charles Dickens, en un Kindle: «Aunque al principio me
despisté un poco, enseguida me adapté a la pantalla y me hice con los
mandos de navegación y paso de página. Pero se me cansaban los ojos y la
vista se me iba de un lado a otro, como me pasa siempre que leo algo
largo en un ordenador. Me distraía mucho. Busqué a Dickens en la
Wikipedia y me metí en el típico jardín de Internet al pinchar en un
vínculo que llevaba a un cuento de Dickens: “El cruce de Mugby”. Veinte
minutos más tarde aún no había vuelto a mi lectura de Nicholas Nickleby en el Kindle».
Es difícil mantener la atención disciplinadamente centrada en algo
por mucho tiempo en un medio tan tumultuoso. Carr llega a considerar la
Red como una tecnología de la interrupción (p. 162). Las incitaciones
para cambiar de pantalla son constantes y difíciles de resistir, como
también lo son los esfuerzos por mantener distintos frentes de atención
abiertos a la vez, esa multitarea trepidante con que muchos se castigan
las meninges cuando están conectados a Internet. En vez de concentrar la
atención en el texto, tienes que tomar decisiones constantes sobre si
seguir un enlace que aparece en él o no, sobre si consultar en la
Wikipedia una palabra que figura en negrita, o sobre si atender un
correo electrónico que acaba de entrar. La lectura de un texto online
sobrecarga los circuitos de toma de decisión (sitos en la corteza
prefrontal dorsolateral) a expensas de los circuitos de la atención y la
memoria. El resultado es que entendemos menos lo que leemos en línea y
enseguida lo olvidamos.
Un cerebro conectado online es un cerebro hiperestimulado,
frenético, zarandeado por una plétora de acicates débiles pero
continuos, que trabaja mucho y consigue aprender muy poco. De ahí esa
desolación inconcreta que nos provoca la conexión prolongada a Internet.
Sin pretenderlo realmente, leemos más rápido y de forma desordenada.
Nuestros movimientos oculares a lo largo de la página siguen un patrón
en forma de F, según descubrió Jacob Nielsen, un veterano diseñador de
páginas web, en el año 2006 trabajando con 232 voluntarios en un
experimento de lectura online: la mayor parte de ellos echaban
una ojeada a las dos o tres primeras líneas de texto, luego bajaban la
vista y pasaban a leer líneas a mitad de la pantalla y, por último, iban
al final del texto (pp. 165-166). ¿Puede llamarse a esto leer?
La Red es una tecnología de la interrupción, y las interrupciones
esparcen la atención, la hisopean en múltiples direcciones, provocan
tensión y ansiedad. Correos electrónicos, feed readers, agregadores de noticias, alertas sobre los cambios de valores de Bolsa, actualizaciones de software,
nuevos vídeos en YouTube: he aquí un arsenal interminable de espasmos
que pugnan por copar el espacio limitado de nuestra consciencia.
Repárese, por ejemplo, en este dato que deja a uno estupefacto y que
habla con elocuencia de una posible causa de fuga en la productividad
laboral: «Estudios con oficinistas revelan su tendencia a las constantes
interrupciones de su trabajo para responder al correo entrante. No es
inhabitual que comprueben su buzón treinta o cuarenta veces por hora
(aunque si se les pregunta al respecto, seguramente dirán un número más
bajo)» (pp. 162-163).
Acabamos deseando que Internet nos interrumpa, nos saque
de la tarea en la que estamos, con un pequeño «chute» de novedad
trivial. Lo que acaba por producirse es un cuadro muy similar al de la
falta de voluntad: nos damos perfecta cuenta de que la tarea que estamos
llevando a cabo, y que nos invitó a conectarnos a Internet, es más
importante y digna de atención, pero estas distracciones competidoras,
aun siendo menos relevantes, tienen el prestigio y el poder de lo nuevo,
no una valía intrínseca, y acabamos por ceder a ellas, dedicando
nuestros recursos mentales escasos a tareas meticulosamente banales y
desviándonos más y más de la labor intelectual de más peso que al
principio teníamos entre manos.
Ni racionalismo ni empirismo
A menudo empleamos expresiones como «cableado cerebral» o
«circuitería neuronal», que sugieren que las conexiones entre las
células de nuestro cerebro son a modo de conductos rígidos. Pero no es
así. Los «cables» cerebrales son en gran medida maleables y dúctiles, se
dejan modelar por las experiencias que tenemos y cambian (incluso
anatómicamente) a impulsos de tales experiencias. Esto puede hasta
interpretarse en clave filosófica.
Tras pasarse más de tres décadas estudiando los procesos de
aprendizaje y memoria en un invertebrado marino de aspecto más bien
insípido, Aplysia californica, una especie de babosa de mar,
Eric Kandel, laureado con el Premio Nobel de Medicina en el año 2000 por
estos estudios, concluyó que la disputa que se libró en los predios de
la filosofía en los siglos xvii y xviii entre racionalistas y empiristas
podía reformularse en términos de biología molecular del cerebro y
zanjarse con un empate salomónico:
Cuando pasé revista a los resultados obtenidos [con Aplysia],
no pude sino recordar las dos concepciones filosóficas predominantes en
el pensamiento occidental desde el siglo xvii: el empirismo y el
racionalismo. El empirista británico John Locke sostenía que no hay
conocimiento innato, que la mente es comparable a una tabla rasa en la
que se inscriben las experiencias. Según esta doctrina, todo lo que
sabemos del mundo es aprendido, de modo que cuantas más ideas acumulemos
y cuanto más y más eficazmente se vinculen esas ideas con otras, tanto
más duradero será su efecto sobre el espíritu. El filósofo racionalista
alemán Immanuel Kant sostenía lo contrario; para él nacemos con ciertos
esquemas de conocimiento innatos que él llamó conocimiento a priori, que son los que determinan cómo habrá de percibirse e interpretarse la experiencia sensible7.
Según los racionalistas, como Kant, tenemos unas plantillas a priori
(o, dicho en lenguaje actual, los procesos genéticos y de desarrollo,
independientes de la experiencia y previos a ella, fijan un amplio
repertorio de conexiones sinápticas preexistentes y potenciales)
que forman la arquitectura básica del cerebro, y que hacen que un gato
sepa maullar pero no pueda aprender a hablar un lenguaje articulado, por
más que nos pasemos horas susurrándole palabras al oído. Pero los
empiristas, como Locke, también llevan razón en que la experiencia y el
aprendizaje modifican la tenacidad o firmeza de las conexiones
sinápticas entre neuronas específicas de un circuito cerebral. Ambas
posturas son complementarias: los procesos genéticos y de desarrollo
fijan las conexiones neurales básicas y genéricas (en concordancia con
lo dicho por Kant), pero luego la experiencia va reafirmando algunas
conexiones particulares, consiguiendo que cobren vigor o eficacia a
largo plazo, mientras que otras se debilitan por falta de uso o resultan
podadas sin más, como insinuaban los empiristas.
El aprendizaje refuerza de manera discriminativa la firmeza o
tenacidad de algunas de las conexiones sinápticas existentes en una red
neuronal dada y en algunos casos llega a modificar estructuralmente la
red misma8.
Hoy se conoce como «neuroplasticidad» a esta capacidad «empirista» de
las células nerviosas para intensificar las comunicaciones entre ellas o
incluso para variar su número a tenor de las estimulaciones recibidas.
La idea de neuroplasticidad se abrió camino definitivamente en la década
de los noventa del siglo pasado (aunque la plasticidad del cerebro
infantil era ya conocida desde la década de 1960) al publicarse dos
estudios experimentales independientes. El primero lo realizó Michael
Merzenich, de la Universidad de California (en San Francisco), que
enseñó a unos monos a obtener alimento con los tres dedos centrales de
la mano. Al cabo de algunos meses pudo constatarse que el área de la
corteza cerebral consagrada a estos tres dedos había aumentado de manera
apreciable.
El segundo estudio lo llevó a cabo Thomas Elbert en la Universidad
de Constanza (Alemania). Ahora los sujetos experimentales eran músicos
que empleaban instrumentos de cuerda (violinistas y violonchelistas),
que hacían un uso intensivo de los cuatro dedos de la mano izquierda
para modificar la altura del sonido, y que empleaban la mano derecha en
la tarea más sencilla de mover el arco. Elbert pudo apreciar que el área
de la corteza cerebral que controla los movimientos de la mano derecha
no difería gran cosa entre los que eran músicos y los que no lo eran. En
cambio, las zonas de la corteza cerebral correspondientes a la mano
izquierda (la de los dedos que pisan las cuerdas) eran mucho más
extensas (hasta cinco veces más) en los músicos que en quienes se
dedicaban a otra cosa. Y los músicos que habían comenzado a practicar
antes de los trece años tenían más hipertrofiada esta zona cortical que
los que habían empezado después.
La plasticidad neuronal afecta también a una región cortical que
tiene mucho que ver con el aprendizaje y la memoria: el hipocampo. En un
par de famosos experimentos llevados a cabo con taxistas londinenses,
Eleanor A. Maguire y sus colaboradores averiguaron que tienen más
engrosada que el común de los mortales la parte posterior del hipocampo,
que interviene en la memoria espacial. A lo que se ve, el uso altera el
órgano9.
La neuroplasticidad es lo que permite a nuestro cerebro ser sensible a los cambios del entorno, aprender
a partir de la experiencia. En el ejemplo de los músicos y en el de los
taxistas se advierte con claridad que lo que hacemos, y sobre todo lo
que hacemos de forma habitual, altera las conexiones sinápticas de
nuestro cerebro. Los recursos neuronales que no son utilizados para una
determinada actividad mental son capturados por una actividad mental
competidora que sí ejercitamos. «En el interior de nuestros
cerebros –afirma Norman Doidge– se libra una batalla sin fin
entre nervios, y si dejamos de ejercitar nuestras destrezas mentales no
es que las olvidemos simplemente, sino que el espacio que ocupan en
nuestro mapa mental se recicla para dedicarse a las destrezas que sí
practicamos»10. La condición competitiva
de la neuroplasticidad significa dos cosas: «lo que no se usa se pierde
o será utilizado por actividades mentales competidoras» y «lo que se
usa mucho tiende a usarse cada vez más». Esto conduce a Doidge a
formular lo que él llama la «paradoja plástica»: si bien la plasticidad
de nuestro cerebro permite a los humanos escapar del determinismo
genético de la conducta, favorece otro tipo de determinismo, el
cuasideterminismo de la costumbre, la formación de hábitos cada vez más
rígidos. Cuanto más nos valemos de ciertos caminos neuronales, más
tenderemos a utilizarlos en el futuro, y más resistencia mostraremos a
aventurarnos por vías neuronales nuevas, que sería el equivalente de ir a
campo traviesa. La insistencia en transitar por caminos
intelectualmente ya desbrozados favorece la formación de rutinas
comportamentales; el cerebro se vuelve más rápido y eficiente (más
intuitivo, en suma) repitiendo acciones pasadas que ensayando con
conductas nuevas, las cuales requieren un trabajo reflexivo inicial
mayor11.
La naturaleza competitiva de la plasticidad neuronal explica la
terquedad con que se afianzan en nosotros los hábitos, con independencia
de que sean buenos o malos; y esto vale también para los malos hábitos
adquiridos en Internet. Son pegajosos y te los llevas contigo incluso
cuando ya no estás ante la pantalla del ordenador. Nicholas Carr lo
expresa de esta forma: «[…] gracias una vez más a la plasticidad de
nuestras vías neuronales, cuanto más usemos la Web, más entrenamos
nuestro cerebro para distraerse, para procesar la información muy
rápidamente y de manera muy eficiente, pero sin atención sostenida. Esto
ayuda a explicar por qué a muchos de nosotros nos resulta difícil
concentrarnos incluso cuando estamos lejos de nuestros ordenadores […].
Dada la plasticidad de nuestro cerebro, sabemos que nuestros hábitos online continúan reverberando en el funcionamiento de nuestras sinapsis cuando no estamos online» (pp. 235 y 174).
El cerebro es un telar de microgeografía cambiante, y hay que estar
atentos a cuáles son los estímulos con que lo alimentamos, pues acusará
su impacto y lo amplificará con el paso del tiempo. Carr menciona el
caso de muchos lectores voraces de literatura y ensayo, incluido él
mismo, que, al acostumbrarse a leer hipertexto, han acabado encontrando
insulsa sin remedio la lectura de libros en papel y han desertado de
ella (pp. 17-29).
Internet daña la comprensión lectora
Para aprender y consolidar en la memoria a largo plazo lo aprendido
hay que hacer dos cosas: prestar una atención intensa y exclusiva a los
estímulos nuevos y, en segundo lugar, relacionar de modo sistemático y
significativo lo recién aprendido con lo ya sabido12. Según esto, los entornos multitarea de cuantos leen textos online y la rapidez y anarquía mismas de la lectura conspiran contra el aprendizaje y la memorización permanente de lo aprendido.
Aunque la terminología empleada por los psicólogos y
neurocientíficos no es muy estable ni unánime, suelen distinguir, de
William James en adelante, entre una memoria a corto plazo y una memoria
a largo plazo. En la década de 1940 se llamaba «memoria a corto plazo» a
recuerdos que perduraban desde segundos hasta unas pocas horas y que
eran vulnerables a la distorsión. En la década de 1960 empezó a hablarse
de la «memoria de trabajo» como un tipo de memoria a corto plazo en que
se conserva la información que tenemos ahora «en mente», a la que
prestamos atención consciente, como el número de teléfono que alguien
acaba de darnos. Los datos capturables por la memoria de trabajo son muy
pocos; lo normal, por ejemplo, es recordar siete números de teléfono,
más menos dos, según el título del célebre artículo del psicólogo de la
Universidad de Princeton, George A. Miller13.
Hoy se piensa que las estimaciones de Miller sobre la capacidad de
nuestra memoria de trabajo eran en exceso optimistas y que el número de
datos retenibles en ella no pasa de tres o cuatro; en cambio, el
potencial de almacenamiento de la memoria a largo plazo es ingente,
según ponen de manifiesto casos como el del célebre memorioso ruso
Solomon V. Shereshevski, estudiado por Aleksandr Luria en la década de
1920.
Las minuciosas investigaciones llevadas a cabo por Kandel y sus colaboradores con Aplysia
revelaron que la formación de recuerdos a corto plazo (implícitos) en
este gasterópodo marino no precisa de cambios en su anatomía neural,
pero la formación de recuerdos a largo plazo sí comporta la alteración
anatómica del soporte físico en que se almacenan los datos (se crean
nuevas terminales nerviosas mediante síntesis de proteínas), y además la
memoria a largo plazo consiste en esta modificación anatómica,
en la producción de nuevo tejido nervioso. Además de esto, la creación y
consolidación de recuerdos a largo plazo requiere la atención sostenida
ante un estímulo o bien la repetición de este: sin atención intensa y
exclusiva (o sin su sustituto funcional, la estimulación repetida) no se
consolidan recuerdos duraderos. Por todos estos detalles, se ve que la
memoria orgánica (o «húmeda») no se comporta del mismo modo que la
memoria de silicio (o «seca») de un disco duro de ordenador. Como los
humanos y las babosas de mar compartimos no solo genes, sino también las
mismas moléculas que intervienen en la activación de la memoria, pudo
luego verificarse que las conclusiones sobre la producción de recuerdos
(implícitos o no declarativos) en un invertebrado marino son en buena
medida extrapolables a los primates humanos.
La memoria implícita (la que compartimos con Aplysia) es
la que nos permite recordar cómo se toca el violín, se monta en
bicicleta o se baila, comportamientos todos ellos que no es fácil
convertir en recuerdos conscientes explícitos y que, además, no precisan
de tal conversión para continuar siendo efectivos. No hace falta
prestar atención a cómo se da un determinado paso de baile para hacerlo
bien, e incluso puede llegar a ser desaconsejable retener la atención en
estos detalles, pues interferirán en la ejecución fluida y fácil de la
habilidad, que por lo general se realiza mejor cuanto más inconsciente
nos resulte.
La memoria explícita o declarativa, en cambio, es la memoria de
hechos o acontecimientos, la memoria que nos permite enunciar las leyes
de la dinámica de Newton, recordar dónde pasamos el último verano o la
fecha en que tuvo lugar el atentado terrorista contra las Torres Gemelas
en Nueva York. A esta memoria explícita es a la que habitualmente
consideramos memoria sin más y, desde el punto de vista biológico, es
una memoria mucho más compleja, pues involucra al lóbulo temporal y a
estructuras muy relacionadas con él: la amígdala, el hipocampo (ese
hipocampo que los taxistas londinenses tienen sobrealimentado), la
corteza prefrontal o el tálamo (que conecta la corteza prefrontal y la
temporal); y acaba guardándose de forma perdurable en diferentes
regiones de la corteza cerebral.
Los procesos de comprensión y aprendizaje llegan a buen puerto si
hay una «dialéctica» fluida entre la memoria a corto y a largo plazo.
Comprender un dato significa integrarlo en las redes conceptuales
tejidas en la memoria a largo plazo, es decir, asimilarlo,
encontrarle similitudes y diferencias con otros datos ya estuchados en
esa memoria permanente. Esto ayuda no únicamente a comprender la
información, sino que también facilita su recuperación después, cuando
haga falta.
La memoria explícita a corto plazo, o memoria de trabajo, es como
un dedal de escasa capacidad, que maneja tres o cuatro datos por vez. La
memoria a largo plazo es, en cambio, un almacén ingente, de dimensiones
colosales, virtualmente ilimitado. Pues bien, con ese dedal de la
memoria a corto plazo vamos transfiriendo datos al contenedor king size de
la memoria a largo plazo. La carga cognitiva que puede soportar la
memoria de trabajo es muy limitada: son esos tres o cuatro datos, que
pueden proceder de nuevos estímulos sensoriales entrantes o de la
recuperación de recuerdos a largo plazo. Dos circunstancias que provocan
sobrecarga cognitiva son la solución de problemas superfluos y la
división de la atención, y ambas están presentes cuando penetramos en
Internet.
Sucede que, si estamos ante Internet, el dedal de la memoria
reciente trabaja a destajo, llenándose una y otra vez, rápidamente, con
un flujo de información desordenado, menos homogéneo y controlado que el
que resulta de la lectura de un libro, que siempre es más reposada y
profunda, puesto que el medio del libro impreso no acucia ni fatiga con
distracciones esa lectura, nos proporciona el tiempo que precisemos para
relacionar datos nuevos con los ya depositados en la memoria duradera y
favorece con todo ello su comprensión. Según supo ver el psicólogo y
fisiólogo Wilhelm Wundt (1832-1920), esta confrontación de las
informaciones nuevas que advienen a la memoria de trabajo con los
conocimientos estibados en la memoria a largo plazo es fundamental no
solo para el proceso de comprensión y aprendizaje, sino –lo que es no
menos importante– para disfrutar con ese proceso de comprensión
y aprendizaje. Para alcanzar el goce intelectual resulta esencial que
las informaciones que tratamos de asimilar no sean ni excesivamente
novedosas ni demasiado redundantes: únicamente de este modo constituirán
un reto óptimo para nuestras facultades intelectuales14.
Y para superar con bien, y con placer, este reto intelectual, las
impresiones entrantes han de encajar en las estructuras y esquemas
mentales en que están dispuestos los datos archivados en el lecho húmedo
de la memoria a largo plazo: solo así adquieren sentido y coherencia
(de otro modo es como retener una lista de números de teléfono), lo que
permite y facilita la recuperación futura de esos conocimientos, en
forma de datos estructurados, cuando ya están puestos en cobro en la
memoria permanente. Esta integración de los recuerdos nuevos en las
redes de la memoria a largo plazo (en la historia subjetiva) vuelve más
coherentes esos recuerdos recientes, pero también los aleja de la
fidelidad perfecta a lo ocurrido, puesto que la corteza cerebral del
sujeto reorganiza los datos antes de almacenarlos.
Asimismo, al evocar un recuerdo, y trasladarlo de la memoria
permanente a la memoria de trabajo, adquiere nuevas conexiones en el
proceso, de modo que cuando es devuelto a la memoria permanente ya no es
el mismo recuerdo, sino que se ha visto enriquecido con detalles
nuevos. El diálogo entre la memoria a largo plazo y la memoria a corto
plazo es, como ya dije antes, esencial para el aprendizaje y el
conocimiento. Los impactos sensoriales recientes se comprenden, dejan de
ser con ello simple información y pasan a ser conocimiento
cuando son interpretados a la luz de lo ya sabido. Si ya era claramente
perceptible desde Wundt que el reclutamiento de recuerdos almacenados
en la memoria a largo plazo es parte crucial para la comprensión de
estímulos intelectuales nuevos, ¿no constituye un craso error
menospreciar el papel de la memoria en los procesos de aprendizaje, como
hacen tantos pedagogos a la violeta?
La feliz conversión de información en conocimiento asimilado
presupone una atención libre de cargas superfluas, es decir, tiempo,
concentración y ausencia de «ruido»; y también la disposición por
nuestra parte a sufrir un poco a fin de lograr conectar con éxito la
información nueva con los conocimientos estructurados y registrados en
nuestra memoria duradera. Y si este es el propósito, hay que reunir
buena parte de nuestra energía intelectual, si no toda ella, para esa
tarea, e impedir a toda costa que la preciosa atención se disemine en
otras direcciones. Pero Internet no nos pone fáciles las cosas en este
punto. Al principio, la Red, con su entorno «enriquecido» y «dinámico»,
despertó gran entusiasmo entre los educadores, que luego han comprendido
a su propia costa que hipertexto significa hiperconfusión. Se ha
comprobado, digamos, que lectores de cualquier edad se fatigan más y
aprenden menos si leen documentos por Internet que si leen esos mismos
documentos impresos en papel. Según asegura Carr, «las investigaciones
no dejan de demostrar que la gente que lee texto lineal entiende más,
recuerda más y aprende más que aquellos que leen texto salpimentado de
vínculos dinámicos» (p. 157). Y cuantos más hipervínculos aparezcan en
el texto, peor.
Nunca como hoy hemos tenido tanta información y tan mala
disposición para digerirla y asimilarla (para conocerla, en suma); cada
vez hay más datos a nuestro alcance y una minusvalía creciente para
entenderlos. Nosotros y quienes son más jóvenes que nosotros necesitamos
una cura de silencio, reeducar nuestra atención y acostumbrarla a un
régimen de estímulos menos vertiginoso. El de Nicholas Carr es un libro
de lectura indispensable para cuantos quieran conocer las
contraindicaciones del uso de Internet, es decir, las causas de lo que ya les está pasando.
Juan Antonio Rivera, ¿Es Internet tóxica?, Revista de Libros,noviembre 2011
1. Matt Ridley, El optimista racional, trad.de Gustavo Beck Urriolagoitia, Madrid, Taurus, 2011, pp. 275-276. ↩
2. Pero léase el artículo de Tim Berners-Lee, «Larga vida a la Red», Investigación y ciencia, núm. 413 (febrero de 2011), pp. 40-45, donde se detallan algunas amenazas al libre tránsito de información por la Red. ↩
3.
Internet y la World Wide Web (la Web, la Red) no son la misma cosa.
Internet es una red física, cuyos nodos o vértices son ordenadores, y
los enlaces o aristas son líneas de transmisión telefónica, canales vía
satélite, etc., que conectan los nodos. La Web es una red de
información: algo más difuso e inconcreto. Sus nodos o vértices son
documentos almacenados en máquinas y soportes físicos (de Internet) y
sus aristas son los hipervínculos que conectan una página de documento
con otra. Por decirlo de forma algo ruda, pero gráfica, Internet está
basado en átomos. mientras que la Web lo está en bits. La mayor parte de
lo que dice Carr atañe a la Web, más que a Internet, pero en lo
sucesivo emplearé ambas expresiones de manera intercambiable. ↩
4. «Amazon vende más libros digitales que en tapa dura», El País, 20 de julio de 2010. ↩
5. Jason Epstein, «La revolución digital del libro», Claves de razón práctica, núm. 211 (abril de 2011), pp. 58-63. ↩
6.
Este dato se encuentra en Réka Albert, Hawoong Jeong y Albert-László
Barabási, «Diameter of the World Wide Web», Nature, vol. 401, núm. 6749
(1999), pp. 130-131, recogido luego en Mark Newman, Albert-László
Barabási y Duncan J. Watts, The Structure and Dynamics of Networks,
Princeton, Princeton University Press, 2006, p. 182. El mismo dato de
los diecinueve grados de separación, en promedio, entre dos páginas
cualesquiera de la Web, reaparece en Albert-László Barabási, Linked. The New Science of Networks,
Cambridge, Perseus, 2002, pp. 33-34. No obstante, hay que tener
presente que el número de grados de separación es sensible al tamaño de
la Web, y tiende a incrementarse según esta formula: d = 0.35 + 2.06 x
log N, siendo N el número de nodos (documentos) de la Web y d la
distancia promedio entre dos de ellos tomados aleatoriamente. ↩
7. Eric R. Kandel, En busca de la memoria. El nacimiento de una nueva ciencia de la mente,
trad. de Elena Marengo, Buenos Aires, Katz, 2007, pp. 237-238. El libro
de Kandel constituye una espléndida combinación de autobiografía y
relato histórico de los avances en neurociencia durante la segunda mitad
del siglo xx, algunos de los cuales lo tienen a él como protagonista.
Si se busca una exposición más compacta sobre sus resultados
experimentales en torno a la memoria y el aprendizaje, puede acudirse a
uno de sus manuales universitarios: Eric R. Kandel, James H. Schwartz y
Thomas M. Jessell, Neurociencia y conducta, trad. de Pilar
Herreros, Miguel Navarro, María José Ramos, Fernando Rodríguez y Carlos
Fernández, Madrid, Prentice Hall, 1997, pp. 695-745 ↩
8.
A pesar de lo que sugiere Kandel, es esto justamente lo que decía Kant:
que en la formación de lo que él llamaba el «objeto de experiencia»
colaboran a partes iguales la materia del conocimiento, procedente del
mundo exterior y que nos llega como impresiones sensibles, y las formas a priori que
suministra el sujeto y que son previas e independientes de toda
experiencia. La dicotomía entre lo innato y lo adquirido puede
comportar, por lo demás, algunas confusiones, al menos en materia de
aprendizaje y conocimiento. El cerebro, el órgano de aprendizaje por
antonomasia, está construido a partir de la información contenida en los
genes, como las demás partes del cuerpo; pero es un órgano muy
especial, diseñado por los genes para ser modificado por la experiencia.
Al crear el cerebro, los genes construyeron un dispositivo de
aprendizaje mucho más rápido que ellos mismos, es decir, acertaron a
delegar parte de su tarea de aprender a sobrevivir a los cambios del
entorno en un órgano más rápido y versátil de asimilación informativa
construido por los propios genes. ↩
9.
Véase un reseña de estos experimentos en -Bryan Kolb y Ian Q. Whishaw,
Neuropsicología humana, trad. de Silvia Ciwi, Diana Klajn, Adriana
Latrónico, Ubaldo Patrone, Judith Oxemberg, Silvia Rondinone y Julia
Tzal, Madrid, Editorial Médica Panamericana, 2009, p. 553. ↩
10. Norman Doidge, El cerebro se cambia a sí mismo, trad. de Laura Vidal Sanz, Madrid, Aguilar, 2008, p. 72 ↩
11. Idem, ibídem, p. 244 ↩
12. Kandel, op. cit., pp. 247-248; Doidge, op. cit, p. 81. ↩
13.
George A. Miller, «The Magical Number Seven, Plus or Minus Two: Some
Limits in Our Capacity for Processing Information», Psychological
Review, vol. 63, núm. 2 (1956), pp. 81-97. Véase también Mark F. Bear,
Barry Connors y Michael Paradiso, Neurociencia. La exploración del cerebro,
trad. de Xabier Urra, Xabier Vizcaíno y María Jesús del Sol, Barcelona.
Wolters Kluwer Health y Lippincott Williams & Wilkins, 2008, pp.
727-729. ↩
14. Una exposición soberbia de este punto se encuentra en Tibor Scitovsky, The Joyless Economy, Nueva York, Oxford University Press, 1992, pp. 32-36. ↩
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