Que tinguis sort.
by José Manuel Gómez |
Nada que objetar a la existencia de pronósticos, ni
de predicciones: los necesitamos. No está de más, en todo caso, que se soporten
en argumentos. Ya no será suficiente con los magos y con los adivinos,
ni con los visionarios. Las invocaciones, las rogativas y las plegarias
podrían no bastar. Sin embargo, hay quienes parecen disponer de mecanismos y de
procedimientos que no acabamos de comprender para comunicarse con la última
razón y explicación que justifique o anticipe lo que puede ocurrir. Confiemos
en que se trate de conocimiento.
Mientras tanto, los datos de que se dispone no siempre
garantizan o secundan las medidas, sino que más bien consignan todo tipo de sorteos, apuestas, tómbolas y loterías, más o menos sofisticadas, que
nos ponen a merced de la suerte. Cada vez más es lo que esperamos tener, es lo
que deseamos, es lo que buscamos. Podría pensarse que en estos tiempos
difíciles y complejos, en la vigente encrucijada, el azar está singularmente ocupado. Y requerido.
No es que
desconfiemos de otros recursos, pero sigue siendo del mismo modo sorprendente
que no pocos atribuyan una y otra vez su éxito a la proverbial fortuna, al clásico destino. En sus manos quedamos,
entonces. Hace tiempo, por otra parte, que la suerte no tenía tanto trabajo.
Suele decirse que hay que buscarla, pero ello, aunque sea una condición, ni
siquiera siempre viene a ser un requisito. Más bien parece una explicación
ulterior para lo que no pocas veces resulta inexplicable. Dado que los buenos
amigos nos la desean, se supone que es especialmente necesaria, en los
proyectos, en las ocupaciones, en la vida afectiva, aunque nadie sabría
describir con precisión a qué obedece. Sólo la detectaríamos por sus
consecuencias.
Nos movemos, por tanto, en el terreno de lo que es incidental, de todo un conjunto de
sucesos fortuitos o casuales que producen ciertos resultados, sin poder
explicar con alguna claridad a qué obedecen. Parecen más bien lances, modos de hacer que esperan ser
satisfactorios, pero que tienen mucho de contar con el acaso. Todo se puebla de “tal
vez”, de “quizá”, de “podría ser”, de “cabría ocurrir” y, en lugar de atribuirlo a que nos encontramos en
el terreno de lo debatible y de lo discutible, simplemente nos ponemos en manos
de la predicción. Presentimos,
presumimos, atisbamos y recurrimos a un análisis de los indicios, no con la
esperanza de encontrar una solución, sino de propiciar una resolución. No de
garantizarla, sino de, al menos, sostenerla en algo, siquiera insignificante.
Inferimos por algunos indicadores que ya nos hacen señas, que marcan
consecuencias de lo que son señales: parece que tendremos buena suerte. O mala.
Muy específicamente atendemos y nos sorprendemos de
la relación que algunos establecen para concretar esa suerte y de los
mecanismos para procurársela. Y no nos referimos, al menos explícitamente, a la
tarea de los tahúres que dirigen el trile, con aires de jugador fullero. La cuestión, incluso
en la más silenciosa de las suertes, también se vincula a la de las aventuras
de las cuentas y palabras como claves del desciframiento, como letras
cabalísticas. Algunos hacen contundente ostentación de conocer el oráculo,
aunque cabe preguntarse qué suerte de relación establecen con los hados y cuál es su modo augur de proceder. Consultarán tal vez
a los astros, a las nubes o a los dioses o quizá todo sea el resultado de
diagnosticar síntomas. Más bien podrían tener la exclusiva idoneidad, fruto no
sólo de su preparación, de su condición, de su investidura, para el
desciframiento.
Las palabras de tales iniciados, fraguadas en la
relación con seres que los demás no tratamos ni conocemos, y con los que ellos,
los que traen la suerte, se comunican, merecen por lo visto especial atención y
consideración. Atentos a cada adjetivo, a cada acento, ahora nos corresponde descifrar los mínimos detalles de sus
apariciones, de sus discursos, como signos de por dónde podrían correr los
aires de la suerte. Entonces, quienes tienen semejantes contactos y conexión con
esos otros mundos saben, por lo que se ve, lo que los demás no podemos apenas
vislumbrar. Y sus discursos se expresan, abracadabra, cabalísticamente y con
propiedades curativas.
Sin duda hay quienes son tan agraciados que aludir a
la suerte es referirnos a lo que, incontrolable, bien parece ser fruto fortuito
del azar y no sólo de su obrar. Pero eso es tanto como reconocer que el juego
no tiene rumbo ni orden y que estamos en manos no sólo de magos y de adivinos,
sino, en el mejor de los casos, de habilidosos tratantes, expertos en hacer anticipaciones que presumen los
comportamientos y que saben también atender los deseos, las necesidades y las
ansiedades ajenas para alcanzar sus objetivos.
Sin embargo, no es la suerte que dice perseguirse y
labrarse la que nos resulta desconcertante, sino la que se invoca y se convoca
como horizonte, como única salida o
expectativa. Es la suerte que se cita como explicación, como justificación,
como razón. Tanto se insiste en que hay que merecerla que, según algunos, la
suerte más bien parece hacer justicia, dejando en evidencia a quienes no la
tienen, toda vez que ello significaría que no han hecho por lograrla, no han
sabido ni negociar ni jugar sus cartas.
Semejante invocación a la suerte, y más en tiempos
difíciles, pone todo en manos más de un cambio de la mar y de los cielos que
del quehacer de nuestras vidas y deja el éxito al albur de eso que algunos denominan algo enigmáticamente “buenas vibraciones”. Todo se reduce en
tal caso a descifrar signos y señales y a recitar las nuevas tablas ofrecidas
por expertos en procurar mágicamente una suerte que más parece ser atribución de
lo misterioso e incontrolable.
Vuelven de este modo viejos e influyentes
protagonistas a la hora de lograr buenos auspicios. Reaparecen procesionalmente
la corte de los milagros y las
nuevas rogativas, en la confianza de
que la suerte nos sea propicia. Sin embargo, a pesar de tantas distancias e
inferencias, lo que haya de ocurrir depende más que nunca de lo que hagamos.
Pero, una vez más, invocamos la suerte para nuestras decisiones. Debe de ser en
verdad necesaria.
Confiamos en la suerte, nos deseamos suerte,
esperamos tener suerte, necesitamos suerte, pero conviene que puestos a
vérnoslas con los desafíos del propio vivir, puestos a transmitir, promover y
compartir lo que hemos de hacer, puestos a afrontar el futuro y a educar, las
palabras de aliento no sean: “hagan juego
señoras y señores”.
Ángel Gabilondo, Suerte, El salto del Ángel, 14/05/2013
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