El borrissol en el melic d’Adam
by Durero |
Hoy día, prácticamente todo el mundo da por hecho que el evolucionismo
Darwiniano es un hecho refutado, y todos entendemos que el ser humano, así como
el resto de especies del planeta venimos de un largo proceso evolutivo hasta
llegar a un ancestro común, que sería algo así como una bacteria primigenia.
Bien es cierto que en algunos países occidentales, tales como Brasil o incluso
los Estados Unidos, aún se enseña en muchas de sus escuelas las teorías
creacionistas, en las que Dios creó todo lo que conocemos en tan sólo seis
días.
Centrémonos quizás en estas segundas teorías, tan aceptadas hace unas
cuantas décadas, pero quizá ya un tanto desfasadas. De todos es sabido que Adán
fue creado del barro a imagen y semejanza de Dios. De él, salió Eva, su compañera,
amante, y madre primigenia de todos nosotros. Dentro de las representaciones
clásicas –y no tan clásicas– de Adán y Eva se observa un patrón recurrente:
siempre tienen ombligo, desde Masacio o Durero hasta Tissot o la propia familia
Simpson. No hace falta recordar que el ombligo no es más que la cicatriz del
cordón umbilical, el nexo de vida con nuestra madre.
En la Biblia hay efectivamente referencias a esa parte de la anatomía
humana, tal y como queda reflejado en el Cantar
de los Cantares, escrito en torno al siglo IV a.C. Es cierto que este libro
es interpretado por algunos estudiosos de maneras muy desiguales. Unos lo ven
como una muestra de amor entre la Virgen María y la Sabiduría -muy alegórico
todo ello-; otros como la unión entre el Señor y su pueblo elegido; y algunos
de ellos como el amor entre Adán y Eva. Tomando como referencia la
interpretación del texto hacia la hipótesis de Adán y Eva, tal vez esto se deba
a una falta de conocimiento de antropología por parte de los autores de la
época, a un pequeño desliz, a una licencia poética, o bien a un fallo en los
dogmas de fe. Una doctrina poco trabajada en el momento de escribir tan magna
obra, quizá.
En los siglos XVIII y XIX ya había una incipiente comunidad científica,
encabezada por eminencias de la talla de George Louis Leclerc, Charles Lyell o
James Hutton, que dudaba que las ideas postuladas en las Sagradas Escrituras
fueran estrictamente ciertas basándose en los estratos geológicos y los restos
fósiles encontrados. Para desprestigiar a aquellos valientes científicos,
algunos autores como Philip Henry Gosse se las veían y se las ingeniaban para
reconciliar esos datos geológicos, que ya en la época de Lyell eran
irrefutables, con lo escrito en la Biblia. De este modo, Gosse aceptaba que en
la naturaleza encontrásemos restos fósiles, huellas de eventos u organismos del
pasado, pero argumentaba que estaban allí porque Dios las había colocado ahí
adrede, sosteniendo que la edad de la Tierra era de tan sólo unos pocos miles
de años, tal y como marca el Génesis.
Del mismo modo, Adán y Eva tenían ombligo, no porque esta cicatriz tuviese las
implicaciones de tener una progenitora, sino simplemente porque Dios decidió
que ellos también tuviesen ombligo. Así de simple. El problema es que esa teoría
es tan válida para una Tierra creada hace 6.000 años, como para una Tierra
creada hace cinco minutos. Es decir, que Gosse pone su reloj a cero siguiendo
la cronología bíblica, pero éste es un hecho totalmente arbitrario y, por
consiguiente, completamente inválido.
Por ende, si Adán y Eva surgieron de la nada, del barro, no deberían tener
ombligo en ningún caso, salvo que haya un fallo en el dogma de fe. Y si, por
tanto, estaban hechos a la imagen de Dios, tampoco creo que éste tuviese
ombligo. Imagínense las implicaciones sacrílegas de tal idea. ¡Un Dios con
ombligo! Cuando algo nos parece extraordinario o sorprendente, en castellano
decimos “¡La madre de Dios!”. Pero en este caso ya no nos referiríamos a la Virgen
María, sino a la madre de Dios Padre Todopoderoso. No me quiero imaginar las
broncas de La Madre de Dios cuando
éste dejaba su habitación sin ordenar. Terrible. Mejor sigamos con la idea de
que Dios no tenía ombligo.
En fin, el hecho de tener o no tener ombligo, más que un problema de orden
filosófico (quiénes somos y de dónde venimos, etcétera) me genera un problema
mucho más mundano, más del día a día. Nuestra pareja, tan representada a lo
largo de la historia en multitud de obras, vivían en el paraíso. Un paraíso en
el que solamente había felices animales sueltos correteando libres por el
Jardín del Edén, árboles frutales repletos de apetitosos manjares de la
naturaleza, flores por doquier, ríos de agua cristalina y, por supuesto, ni un
ápice de suciedad. En todas las representaciones de Adán y Eva, sean pictóricas
o interpretativas, se nos muestra un panorama idílico, de belleza pura,
eclipsada únicamente por la presencia de la serpientilla con esa lengua bífida
y pécora, parafraseando a Martes y 13.
En ese Jardín del Edén, no había nada de suciedad, ni una pizca de polvo, y
ni una sola pelusa por el suelo. Y es lógico que no hubiese pelusas porque,
como os digo, Adán y Eva no tenían ombligos. Los ombligos son, como todos
sabemos, la mayor fuente de pelusas del universo conocido. Da igual que te
duches a diario, que uses ropa de algodón o de lana, siempre están ahí,
omnipresentes. Por otro lado, y dado que la temperatura del Jardín del Edén,
según las crónicas, era realmente agradable, no necesitaban resguardarse en
casa del frío o de las inclemencias meteorológicas. Por ende, tampoco tenían
una cama donde echarse un rato, y las pelusas tampoco se podían acumular bajo
ella. Realmente es lógico que viviesen en el paraíso, ya que tampoco había
suegras -no tenían madre ni padre biológicos- que le dijese a nuestra pareja
que había encontrado una pelusa en la esquina del comedor. Creo que la única
casa equiparable al nivel de limpieza y pulcritud que tenía el Edén era la de
Kyle, de la serie de televisión Kyle XY, personaje que tampoco tenía ombligo.
Me quiero imaginar a Adán tomándose una ducha y pensando “que no se me olvide
lavarme bien el ombligo” y después verse y decir sonriendo, “¡Ups, si no
tengo!”. No tenía, hasta que llegaron las primeras representaciones
iconográficas de Adán y Eva.
Todos sabemos que el diablo, en forma de serpiente, le ofreció una manzana
envenenada a Eva, cual bruja malvada de Blancanieves. Y Eva pecó, se comió la
manzana del Árbol del Conocimiento, y se la ofreció a Adán, que también comió
de aquel fruto envenenado. El castigo de Dios fue expulsarles de ese paraíso
sin pelusas. O eso nos quisieron hacer creer. Muchos eclesiásticos nos dicen
que el Antiguo Testamento debe ser tomado como una interpretación de lo que
pasó en aquel tiempo, no teniendo que tomarlo todo literalmente. Mi
interpretación es la siguiente: pienso que no hubo tal serpiente, y que tampoco
les expulsaron del paraíso.
Todo se fue al garete cuando Durero les pintó el ombligo. Ellos allí, tan
felices sin ombligo y sin pelusas, y de repente ¡zas!, llegó Durero y compañía
y todo el Edén acabó lleno de pelusillas. Pelusas que fueron creciendo,
reproduciéndose y extendiéndose por doquier. Y después llegaron Caín y Abel,
con sus correspondientes bolitas ombligueras y rifirrafes f iliales. Y a partir
de ahí, fueron multiplicándose en progresión geométrica, ya que por aquella
época las proles eran muy numerosas y longevas. Así que en realidad allí
seguimos nosotros hoy día, en aquel mismo Jardín del Edén, sólo que ya no es tal,
porque está lleno de suciedad. Solamente para terminar de esclarecer este
asunto: ¿A qué nos referimos cuando decimos “paraíso terrenal”? ¿No os habéis
percatado que en tales paraísos la tónica general es la ausencia de seres
humanos? ¿No es verdad que no hay pelusas? No creo en las casualidades. Hay una
relación de causa-efecto entre la presencia de seres humanos y la cantidad de
pelusas en un ecosistema.
Por lo tanto, sin querer corregir a estos grandiosos pintores, creo
humildemente que cometieron y comenten reiteradamente un error básico: si Adán
y Eva vivían en el paraíso efectivamente, no podían tener ombligos. No ya por
no tener una madre sensu stricto, sino porque en un paraíso como lo era el
Jardín del Edén y donde todo era perfecto, no podía haber pelusas.
Pablo Herreros, El dilema
de Adán y Eva. Tu ombligo es una copa redonda, Pastiche, El Boomeran(g),
28/05/2013
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