El feminisme contra l'esquerra compatible (Lidia Falcón)
| Lidia Falcón |
Nos dijeron que discutir el lenguaje era hacer política. Que deconstruir identidades era subversión. Que ahí estaba la nueva radicalidad. Mientras tanto, el capital siguió intacto, la explotación siguió creciendo y la izquierda aprendió a no incomodar. Este texto es una impugnación directa a esa izquierda compatible, a sus referentes intocables —Foucault y Butler— y a la disidencia controlada que ha sustituido el conflicto real por el ruido discursivo. Porque sin análisis material, no hay emancipación: solo administración del malestar.
He visto pasar demasiadas modas intelectuales como para no reconocer un mecanismo cuando vuelve a repetirse. Cambian los nombres, cambia la jerga, pero el resultado es obstinadamente el mismo: una izquierda cada vez más habladora y cada vez menos peligrosa. No es casual. Tampoco es ingenuo. Es el fruto de una larga operación cultural que ha ido sustituyendo el análisis material del poder por un comentario incesante sobre el lenguaje, la identidad y los discursos. En ese proceso, Michel Foucault y Judith Butler han ocupado un lugar central. No porque sean los únicos responsables, sino porque sus teorías han servido de soporte a una izquierda que aprendió a no incomodar al capital.
Los análisis de Foucault sobre las instituciones disciplinarias, sobre la producción de subjetividades, sobre la relación entre saber y poder, tuvieron en su momento una potencia real. Pero también tuvieron un efecto que hoy ya no puede ocultarse. Al disolver el poder en una red omnipresente de microrelaciones, el poder dejó de tener rostro. Dejó de tener clase. Dejó de tener propietarios. El capital desapareció como sujeto histórico y fue sustituido por una nebulosa de dispositivos, prácticas y discursos. El resultado fue devastador para cualquier proyecto político que aspirara a algo más que a la crítica estética: si el poder está en todas partes, entonces no hay un lugar desde el que organizar su derrocamiento. Solo queda la sospecha permanente, el análisis infinito, la resistencia fragmentaria. Nunca la confrontación estructural.
Ese giro fue celebrado como sofisticación. En realidad fue una renuncia. Mientras se hablaba de cuerpos y discursos, la propiedad seguía intacta. Mientras se analizaban los micropoderes, el capital seguía acumulando. Y lo más revelador es que este tipo de crítica no solo fue tolerada por las universidades, sino promovida. Convertida en canon. Enseñada como pensamiento obligatorio. No porque fuese subversiva, sino porque era compatible con el poder del capital y la sumisión de las clases trabajadoras.
Muchas de estas reflexiones no nacieron en soledad. Las compartí durante años con Carlos París, en conversaciones que acompañaron la escritura de algunos de sus libros. Recuerdo bien su incomodidad ante el entusiasmo acrítico que empezaba a despertar Foucault en ciertos ámbitos universitarios. Aquellas discusiones, atravesadas por lecturas y por una preocupación política común, anticipaban ya el uso que hoy se hace de ese pensamiento como coartada para la impotencia.
Judith Butler recogió ese testigo y lo llevó aún más lejos. Con ella, el conflicto social se desplazó definitivamente del terreno material al simbólico. El género pasó a entenderse como performatividad, la identidad como construcción discursiva, la política como una lucha por el reconocimiento. Durante un tiempo, esto se presentó como la vanguardia de la emancipación. Pero conviene preguntarse,¿qué poder real se pone en cuestión cuando la política se reduce al lenguaje? ¿Qué pierde el capitalismo cuando la batalla se libra casi exclusivamente en el plano de las palabras?
La respuesta es incómoda, pero evidente. El capitalismo puede convivir sin problemas con una crítica centrada en la identidad. Puede incluso beneficiarse de ella. Puede ofrecer reconocimiento sin redistribución, visibilidad sin justicia material, inclusión simbólica sin alterar las condiciones de explotación. Puede financiar cátedras, congresos y políticas públicas “avanzadas” mientras precariza, privatiza y expulsa. No hay contradicción. Hay coherencia.
A esto lo llamo, sin rodeos, disidencia controlada. Yo creo que Foucault y Butler han sido agentes conscientes del plan que les ha reportado evidentes beneficios. Si no se tienen conocimientos marxistas pero si mucha ambición y poca firmeza moral, siempre te protegerá el sistema y te proporcionará promoción y premios, porque el sistema selecciona y promociona aquello que le resulta funcional. Como ha explicado con claridad Gabriel Rockhill, la izquierda cultural occidental ha sido canalizada hacia formas de crítica que producen malestar intelectual, pero no poder político; que generan debate, pero no organización; que saturan el espacio público de discurso mientras dejan intactas las estructuras materiales. Mucha crítica. Ningún peligro.
Que Foucault y Butler se hayan convertido en referentes incuestionables de la universidad contemporánea no es una paradoja: es la prueba de su utilidad sistémica. Marx, cuando aparece, lo hace desdentado, reducido a un autor histórico, despojado de su filo político. La economía política se considera vulgar. La clase, un concepto anticuado. En su lugar, se impone una izquierda que discute sin descanso sobre identidades y normas mientras acepta como horizonte indiscutible el orden económico existente.
En el Estado español, esta deriva no se ha quedado en el plano académico. Ha encontrado traducción política en fuerzas como Podemos y en el ecosistema que ha orbitado a su alrededor. No es casual que estas organizaciones hayan abrazado con fervor el marco butleriano. Les permite presentarse como profundamente transformadoras sin tocar el núcleo del poder económico. Les permite convertir la política en una disputa cultural, moralizada, donde el conflicto material queda cuidadosamente desplazado. Les permite gobernar —o cogobernar— sin enfrentarse a quienes realmente mandan.
La llamada Ley Trans es una expresión clara de esta lógica. Más allá de las intenciones personales, el enfoque que la sostiene responde a ese desplazamiento: un conflicto complejo, con profundas implicaciones materiales, jurídicas y sociales, reducido a una cuestión de autoidentificación gestionada administrativamente. El debate se blinda moralmente, se simplifica hasta el eslogan, y cualquier crítica es expulsada del campo de lo decible. Mientras tanto, las condiciones materiales que hacen vulnerables a tantas personas permanecen intactas. No se emancipa: se administra.
Yo he vivido demasiado tiempo en la izquierda como para sorprenderme. Sé cómo funciona el castigo cuando alguien se niega a aceptar el nuevo consenso. El Partido Feminista de España lo sabe bien. Lo hemos pagado caro. Fuimos expulsadas de Izquierda Unida no por un error táctico, sino por una discrepancia política de fondo: nos negamos a abandonar el análisis material del sexo, de la clase y de la explotación para abrazar una política identitaria perfectamente compatible con el sistema. Después vino el silencio. El aislamiento. El intento de borrarnos del mapa mediático y político, como si no existiéramos. La negación bíblica que nos condenó a no poder presentarnos a elecciones.
Pero hay derrotas que no lo son. Hay expulsiones que funcionan como certificaciones de coherencia. El Partido Feminista de España ha permanecido fiel a una idea simple y, hoy, casi subversiva: que el feminismo no es una cuestión de identidad, sino de poder; no de relatos, sino de condiciones materiales de vida; no de reconocimiento simbólico, sino de emancipación real. Que sin análisis de clase no hay política transformadora. Que sin confrontación con el capital no hay feminismo, por mucho que se vista de modernidad.
En una época en la que la izquierda ha aprendido a no incomodar, esa fidelidad resulta incómoda. Y precisamente por eso sigue siendo necesaria. Porque frente a una disidencia cuidadosamente administrada, sigue existiendo la posibilidad —minoritaria, perseguida, pero obstinada— de una crítica que no se deja integrar, que no se deja domesticar y que no renuncia a nombrar lo que otros prefieren dejar fuera del discurso. Aunque cueste. Aunque duela. Aunque el precio sea el aislamiento. Porque la política, si no incomoda al poder, deja de ser política y se convierte en complicidad. Y a esa traición no estamos dispuestas.
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