Desinhibició política.




Aunque es un concepto de la psicología, la desinhibición parece dar cuenta de los muchos vericuetos existentes en la relación entre ética y política. ¿Ética y política? ¿Todavía vamos a seguir hablando de ética y política en un mundo como éste? Sí. Veamos por qué.

El problema clásico de la ética política es que lo bueno a veces choca con lo útil. Por ejemplo, en ocasiones la paz no resulta un medio eficiente para alcanzar la paz, sino que –sin pretenderlo– conduce a la guerra. Es lo que sucedió con los Acuerdos de Múnich de 1938: Gran Bretaña y Francia acordaron con la Alemania nazi cambiar la anexión de los Sudetes por la paz, pero Hitler no cumplió su palabra y de inmediato ocupó el resto de Checoslovaquia. Eso obligó a hacer la guerra para frenar el expansionismo alemán y alcanzar la paz. Una guerra que provocó unos sesenta millones de muertos (la gran mayoría civiles), trajo la democracia social a Europa, pero también consolidó el totalitarismo soviético de Stalin y sus gulags. Quizá no haya caso más descarnado de cómo el mal puede ser más útil que el bien para conseguir algo ni siquiera completamente bueno, porque confirmó males similares a los que combatía como el totalitarismo, la Guerra Fría y el imperialismo, entre otros.

La forma clásica de faltar a la ética política es llamar al mal bien. Es decir, no reconocer el mal hecho y presentarlo n cambio como un bien: una matanza indiscriminada es justificada como un acto de legítima defensa o un ataque terrorista, como un acto de liberación antiimperialista. Sin embargo, cumplir con la ética política consiste en primer término en buscar el bien, pero también –y quizá principalmente– en asumir la necesidad de realizar el mal, no en hacer siempre y mecánicamente el bien, precisamente porque se sabe que a veces el bien puede llevar al mal (y viceversa). Es decir, ser ético en política implica buscar el medio bueno, pero sobre todo asumir el mal, no eludirlo ni arrepentirse si resulta necesario. No equivale a decir “no debería haberlo hecho” o “no volveré a hacerlo”, sino por el contrario mostrar el dolor, la pena e incluso la culpa por tener que haber recurrido en caso extremo al mal para conseguir el bien o, mejor dicho, para evitar un mal mayor.

Ese es el criterio de la ética política: males menores evitan males mayores (o consiguen bienes relativos). Llamar al mal bien o mostrarse indiferente por el mal hecho es lo que expresa la frase –habitualmente mal atribuida a Maquiavelo– “el fin justifica los medios”. En efecto, según este criterio, si el fin se consigue, todo lo que llevó a él queda justificado, sin resquemor ni aflicción alguna, porque el éxito retrospectivamente lo disculpa todo.

Curiosamente, entonces, tanto quien observa la ética política como aquel que la incumple reconocen no obstante la existencia del bien. Ambos aceptan la existencia del límite que toda acción, para ser buena, debe respetar y reconocen, por lo tanto, que si lo franquea estaría entrando en el mal. Es por eso que quien observa la ética política asume el mal cometido, pero por lo mismo el que no la cumple quiere presentar el mal como bien. Ambos buscan cobijarse en el bien, más allá de la forma y la finalidad con que lo hagan.

Pero el mal actual ya no quiere parecer bueno. Cuando Trump dice que podría disparar en la Quinta Avenida e igual sería votado o cuando Milei afirma que “no odiamos lo suficiente a los periodistas” no están siendo espontáneos, ni auténticos, ni transparentes, sino desinhibidos; es decir, están desreconociendo el límite entre el bien y el mal. Por eso no pueden ni lamentar tener que traspasarlo, ni disimular que lo han cruzado.

Antes la discusión consistía en discutir el contenido del bien y del mal; por ejemplo, para la izquierda la igualdad era buena y la iniquidad, mala, mientras que para la derecha la libertad era el bien y el igualitarismo, el mal. Esta controversia se basaba lógicamente en el reconocimiento de la existencia del bien y del mal e, incluso, de las paradójicas relaciones que la política teje entre ellos. Sin embargo, hoy nuestro problema parece ser restituir el sentido de la distinción entre el bien y el mal, cualesquiera sean sus contenidos y los criterios que tengamos para franquear ese límite. La acción de los líderes desinhibidos se sitúa, así, más allá del bien y del mal. Justo ahí parece estar la diferencia y la particularidad de nuestro mal actual.

Javier Franzé, La era de los líderes desinhibidos, ctxt 23/12/2925

Comentaris

Entrades populars d'aquest blog

Percepció i selecció natural 2.

El derecho a mentir

Què faria Martha Nussbaum davant una plaga de porcs senglars?