A qui no li agradaria que el món fos com ho vol Habermas?



A quién no le gustaría que el mundo fuese como lo quiere Habermas. Su idea de que la emancipación se debe hacer a través del discurso racional y la deliberación pública igualitaria suena bien. Lamentablemente, esas no son cosas de este mundo. Cualquiera que haya tenido alguna responsabilidad en la gestión de grupos sabe que el consenso solo es posible en el marco de la extracción y el mutuo beneficio que explote a otros, a los paganos: todo el mundo está de acuerdo cuando se trata de repartirse el dinero de los otros, ya sea creando plazas docentes innecesarias en las universidades públicas, subvenciones para crear chiringuitos o fundaciones para colocar a los hijos menos espabilados. El consenso es el hijo del «todos los de dentro ganamos cuando paga otro». En cuanto el juego sea de suma no cero, el acuerdo se quiebra y aparecen los intereses. Quien crea que esto no es así no va a las reuniones de la comunidad de vecinos.

Este ignorar la naturaleza humana de Habermas es un error tan habitual entre los que se dedican a la cosa social que merecería un libro completo, pero baste decir que casi todas las grandes utopías políticas del último siglo y medio —del comunismo al liberalismo rawlsiano, pasando por el anarquismo proudhoniano— parten del mismo acto de fe: que el ser humano es una tabula rasa que, con las instituciones adecuadas o la educación suficiente, dejará de ser envidioso, tribal, corto de miras, vengativo y dispuesto a mentir si le conviene. La evidencia histórica y antropológica en contra es tan abrumadora que resulta cómico recordarlo: en cuanto desaparece la presión externa (ley, policía, hambre, vergüenza social), la cooperación espontánea dura lo que tarda el vecino en descubrir que puede llevarse tu cosecha sin que nadie le parta la cara. Pero admitir eso estropea una bonita y confortante narrativa, así que se sigue hablando de «condiciones estructurales» y «falta de emancipación» como quien habla del tiempo.

El que la razón comunicativa de Habermas sea la única base legítima del poder político en las sociedades modernas no tiene demasiado correlato empírico, pero se puede aceptar como algo que estaría muy bien. La idea de que prevalezca la fuerza del mejor argumento es poderosa, sin duda, aunque no deja de resultar sospechoso que la herramienta que propone Habermas sea la única cosa que sabe hacer la gente como él, su nicho ecológico: la capacidad de debatir en un marco artificial como un aula. Viene a ser como si los boxeadores sostuviesen que es la capacidad de noquear sobre el ring lo que debe dar poder político.

No sonriamos demasiado con la ocurrencia, porque en la práctica ha sido la fuerza bruta la que ha creado imperios y naciones, aunque también la que ha puesto los límites a la violencia: la amenaza creíble de réplica. El contrato social primigenio no nació de una asamblea de filósofos discutiendo sin coacción; nació cuando unos cuantos tipos con lanzas convinieron que era más rentable dejar de matarse todos los días y establecer reglas; reglas que luego hicieron cumplir con más lanzas. La razón entró después, como lujo decorativo, para justificar lo que ya estaba decidido por el miedo y el interés. Hoy seguimos igual: los parlamentos deliberan, sí, pero detrás hay ejércitos, bancos centrales, policía antidisturbios y el recuerdo colectivo de lo que pasa cuando se desata el caos. Habermas afirma que puede existir un mundo en que ese telón de fondo desaparecería y que aun así seguiríamos charlando civilizadamente hasta el consenso. Es tan hermoso que casi dan ganas de creerlo, hasta que recuerdas que la penúltima vez que una sociedad intentó prescindir de toda coacción sistémica terminó en el Terror jacobino o en los gulags, según la versión. La razón pura, sin el tigre del poder protegiéndolo, es un perrito doméstico convencido de que el mundo funciona con buenas intenciones.

Francisco J. Tapiador, Habermas y la vaca esférica, jotdown.es desembre 2025

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