Societat, populisme i poder.



Además de inmensas dosis de sufrimiento, los totalitarismos del siglo pasado crearon en las democracias contemporáneas ciertos mecanismos inmunitarios contra esos brotes populistas que, con retóricas reaccionarias o revolucionarias, traen inmediatamente a la memoria la atmósfera grisácea de miseria moral engendrada por todo Estado sostenido sobre el terror. En cambio, no disponemos de una vacuna parecida contra otras formas de populismo igualmente letales para la democracia que, por no presentarse con la escenografía consagrada del absolutismo, no solamente ocultan su carácter demagógico, sino que se han hecho prácticamente con el monopolio de la idea espontánea de progreso político. Así, no pasa día sin que se nos advierta contra el indecente retraso que las instituciones públicas llevan con respecto al movimiento de cierta sustancia fulgurante, fluida, amorfa, cambiante y escurridiza como anguila conocida por el sobrenombre de "la sociedad".

A veces son los dirigentes políticos quienes no consiguen conectar con ella y pagan caro su error en términos de resultados adversos en las encuestas de intención de voto. Otras veces son los legisladores quienes confeccionan normas que, por la rigidez inherente a lo jurídico, no logran adaptarse a las necesidades y deseos de esa elástica pero implacable última instancia, y no alcanzan cifras estadísticamente alentadoras de reducción de delitos, accidentes de tráfico o tiempos de espera hospitalarios, y encima tienen que arrostrar la queja de colectividades y hasta naciones que no encuentran encaje en ese atuendo normativo que debería estar hecho a su exacta -aunque insaciable por tornadiza- medida. En otras ocasiones, los tribunales experimentan su falta de sintonía con los estados de alarma social en la lentitud de sus formalismos, que causa su derrota en la batalla contra unos criminales mucho más rápidos y mejor amoldados al cambio, hasta el punto de que la "sociedad" misma, por boca de alguno de sus atentos vigías, llega a preguntarse si para ser juez no será incluso contraproducente estudiar Derecho. Y es que la escuela y la universidad tampoco se libran de esta denuncia, y con frecuencia y estupor nos enteramos de la escasa proporción de bachilleres o licenciados (sobre todo en humanidades) que son capaces de encontrar un empleo cuando "salen a la sociedad" desde sus institutos y facultades, o del ridículo número de profesores de educación secundaria o superior (sobre todo de letras) que han acomodado el contenido científico de sus materias a las nuevas necesidades psicológicas de sus alumnos (se ve que los pupilos de épocas anteriores, debido a la penuria reinante, carecían de psiquismo) o que han incorporado a su docencia el power point, con la consiguiente decepción de sus estudiantes, que viven inmersos en la mentada "sociedad", de la cual se sabe al menos que está hecha de descargas instantáneas y de una inteligencia muy emocional. Y así sucede que esas instituciones aparecen, en los hit parades y clasificaciones internacionales por puntos, en un puesto tan ignominioso y poco competitivo como la canción española en el Festival de Eurovisión durante pasadas y aciagas épocas hoy felizmente superadas.

Hasta los medios de comunicación, que por su propia naturaleza de guardianes de la opinión pública deberían latir con el mismo pulso que ella, reconocen de cuando en cuando que no han sabido ser lo suficientemente fieles a las verdaderas (es decir, las que señalan las cifras de audiencia) preocupaciones de "la sociedad", que mudan día a día como las cotizaciones bursátiles según los estímulos y excitaciones que reciben de dichos medios a golpe de escándalo, y que han sido superados en esta liza por algún rival más amarillo. Y no faltan cronistas de las tendencias sociales, novelistas encargados de ponerle letra a la música de la aldea global o intelectuales dedicados a pronosticar las inminentes subversiones de la deidad idolatrada que proclamen con desenvoltura el advenimiento de una democracia cibernética inventora de una esfera pública de dimensiones planetarias que, por ser capaz de prescindir del Estado (sólido pesado e inerte donde los haya), de los partidos políticos y hasta de las personas y las cosas (demasiado inclinadas ambas a la estabilidad y la decadencia), se transforma a una envidiable velocidad instantánea al mismo ritmo que la "sociedad", dejando atrás en la carrera a todos los que la persiguen por medios anticuados tales como gobiernos, parlamentos, tribunales de justicia, organizaciones académicas o periódicos impresos.

¿Se darán cuenta todos estos heraldos de la "sociedad" de lo que sucedería si tuviera éxito su pretensión de dar caza a esa presa tras la cual galopan? ¿Se imaginan lo que sería un poder ejecutivo conectado online a los estados de opinión de sus votantes potenciales; un poder legislativo moldeado obedientemente según las bataholas de turno y las volubles demandas de su caprichosa clientela; un aparato judicial en permanente y perfecta sintonía con los vaivenes de la alarma social inducida; una universidad que sustituyese la transmisión del saber y la investigación científica por las labores propias de una empresa de trabajo temporal; unos medios de comunicación en los cuales la información y la línea editorial se suprimiesen en beneficio del carnoso cebo de las bajas pasiones o una Administración que cambiase sus enormes y costosas estructuras políticas (incluidas las de protección social) por un foro web, una línea 906 y una red de SMS como encarnación de la nueva opinión pública mundial?

En verdad, echando un rápido vistazo a la "sociedad", no es difícil anticipar esa utopía presuntamente liberadora en las tendencias evolutivas de nuestro entorno: políticos que gobiernan a ritmo de sondeo y encargan a auditores de reconocido prestigio el juicio sobre la gestión de los ministerios, guerras que se abandonan o se recrudecen según varía la popularidad de los gobernantes que las lideran, sentencias dictadas de acuerdo con los termómetros mediáticos, leyes fabricadas ad hóminem...

A este negocio de la imputación del retraso social, tanto en el caso de sus defensores más interesados como del papanatismo irreflexivo que aplaude maravillado sus hallazgos, se le puede vaticinar un excelente porvenir, pues la "sociedad" que invoca no es una realidad fáctica como el cinabrio o el ADN, sino una nebulosa subjetiva de expectativas, aspiraciones, ilusiones, proyectos y deseos contradictorios, y ésta es la razón de su versatilidad y de su carácter vertiginosamente cambiante: se transmuta dócilmente dependiendo de quién apele a ella, y es por tanto capaz de servir de coartada ideológica a cualesquiera argumentos y de valer, como el ungüento amarillo, para defender tanto una idea como su contraria. Sin embargo, el sentido en el cual nos encamina este populismo disfrazado de progresismo es único e inequívoco: el empobrecimiento de la vida pública.

Cualquier cosa que hoy quepa considerar como discurso de la izquierda se deja ganar la partida por la derecha en todos los frentes cada vez que, en nombre de un imperativo de rentabilidad que autoriza a suprimir lo que no produce beneficios inmediatos y contables, acepta como un dogma inapelable que el progreso político consiste siempre en la destrucción del espacio público y su reducción a la esfera de lo privado, pues eso es precisamente lo que significa otorgar a la "sociedad" el primado sobre las instituciones, incluso al precio de la aniquilación de éstas.

La idea de "sociedad" que subyace a estos llamamientos es equivalente a la de ese "pueblo de Dios" anterior y superior a la Constitución que sirve de justificación a todos los totalitarismos, y es la idea con la cual tuvieron que romper precisamente los tratadistas del Estado moderno para alumbrar el concepto de poder público, que no es la expresión de una voluntad preexistente -que no podría ser más que un conjunto de arbitrariedades ingobernables incapaces de fijar una dirección política-, sino lo que convierte a esa "sociedad" indefinida en un cuerpo político de ciudadanos. En su seno, el gobierno presupone una "desconexión" de la sociedad y de sus flujos y mecanismos espontáneos, que son justamente lo que se trata de gobernar: no es la falta de conexión con la sociedad, sino el acoplamiento perfecto a ella, lo que da lugar a un poder ejecutivo que no gobierna y a un poder público que no funciona.

José Luis Pardo, Populismo y progreso, El País, 17/05/2008

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