Postmodernitat i despolitització (Gilles Lipovetsky).
Así las cosas, plantear una disyunción estructural entre economía y
cultura, presenta ciertas dificultades: en lo esencial, esa teoría enmascara la
organización real de la cultura, oculta las funciones «productivas» del
hedonismo y la dinámica del capitalismo, simplifica y cristaliza excesivamente
la naturaleza de las contradicciones culturales. Uno de los fenómenos importantes
reside en que desde ahora la cultura está sometida a las normas gestionarías
prevalentes en la «infraestructura»: los productos culturales han sido
industrializados, sometidos a los criterios de la eficacia y de la
rentabilidad, tienen las mismas campañas de promoción publicitaria y de
marketing. Simultáneamente, el orden tecno-económico es inseparable de la
promoción de las necesidades, y por lo tanto del hedonismo, de la moda, de las
relaciones públicas y humanas, de los estudios de motivación, de la estética
industrial: la producción ha integrado en su funcionamiento los valores
culturales del modernismo mientras que la explosión de las necesidades permitía
al capitalismo, durante los «treinta gloriosos» y más, salir de sus crisis
periódicas de sobreproducción. ¿Cómo sostener en esas condiciones que el
hedonismo es la contradicción del capitalismo cuando está claro que es
precisamente una condición de su funcionamiento y de su expansión? Ningún
relanzamiento, ni crecimiento posible a largo o medio plazo sin una fuerte
demanda de consumo. ¿Cómo mantener la idea de una cultura antinómica cuando el
consumo se manifiesta precisamente como instrumento flexible de integración de
los individuos en lo social, el medio de neutralizar la lucha de clases y abolir
la perspectiva revolucionaria? No existe antinomia simple o unidimensional: el
hedonismo produce unos conflictos y neutraliza otros. Si el Consumo y el
hedonismo han permitido resolver la radicalidad de los conflictos de clases, ha
sido al precio de una generalización de la crisis subjetiva. La contradicción
en nuestras sociedades no procede únicamente de la distancia entre cultura y
economía, procede también del propio proceso de personalización, de un proceso
sistemático de atomización e individualización narcisista: cuanto más la
sociedad se humaniza, más se extiende el sentimiento de anonimato; a mayor
indulgencia y tolerancia, mayor es también la falta de confianza personal;
cuantos más años se viven, mayor es el miedo a envejecer; cuanto menos se trabaja,
menos se quiere trabajar; cuanto mayor es la libertad de costumbres, mayor es
el sentimiento de vacío; cuanto más se institucionalizan la comunicación y el
diálogo, más solos se sienten los individuos; cuanto mayor es el bienestar,
mayor es la depresión. La era del consumo engendra una desocializacíón general
y polimorfa, invisible y miniaturizada; la anomia pierde sus referencias, la
exclusión a medida se ha apartado también del orden disciplinario.
Para D. Bell, resulta todavía
más grave el hecho de que el hedonismo haya provocado una crisis espiritual que
puede desembocar en el hundimiento de las instituciones liberales. El hedonismo
tiene como consecuencia ineluctable la pérdida de la civitas, el egocentrismo y la indiferencia hacia el bien común, la
falta de confianza en el futuro, el declive de la legitimidad de las
instituciones (pp. 253-254). Al valorizar sólo la búsqueda de la realización de
sí mismo, la era del consumo socava el civismo, la valentía y la voluntad (p.
92), no presenta ni valor superior ni razón de esperar: el capitalismo
americano ha perdido su legitimidad tradicional fundada en la santificación
protestante del trabajo y se muestra incapaz de proporcionar el sistema de
motivación y de justificación que cualquier sociedad necesita y sin el cual la
vitalidad de una nación se hunde. Indiscutiblemente ha habido otros factores:
los problemas raciales, las bolsas de miseria en el corazón de la abundancia,
la guerra del Vietnam, la contracultura han contribuido a esa crisis de confianza
de América. Pero en todas partes, el hedonismo junto con la recesión económica
crea una frustración de los deseos que el sistema apenas es capaz de reducir, y
que puede formular soluciones extremistas y terroristas y llevar a la caída de
las democracias. La crisis cultural conduce a la inestabilidad política: «En
tales circunstancias, las instituciones tradicionales y los procedimientos
democráticos de una sociedad se hunden y aumentan las iras irracionales con el
deseo de ver surgir a un hombre providencial que salve la situación» (p. 258).
Únicamente una acción política dedicada a restringir los deseos ilimitados, a
equilibrar el ámbito privado y el público, a reintroducir obligaciones legales
tales como la prohibición de la obscenidad, de la pornografía, de las
perversiones es capaz de reactivar la legitimidad de las instituciones
democráticas: «La legitimidad puede reposar en los valores del liberalismo
político si se disocia del hedonismo burgués» (p. 260). La política
neoeonservadora, el orden moral, ¡remedios para la enfermedad senil del
capitalismo!
Privatización exacerbada de los individuos, divorcio entre la aspiraciones
y las gratificaciones reales, pérdida de la conciencia cívica, todo ello no
autoriza ni a diagnosticar una «mezcla explosiva a punto de estallar» ni a
pronosticar el declive de las democracias. ¿No sería más acertado reconocer en
ello los signos de un reforzamiento de masa de la legitimidad democrática? La
desmotivación política, inseparable de los progresos del proceso de personalización,
no debe esconder su complemento la eliminación de los trastornos de la edad
revolucionaria, la renuncia a las perspectivas de insurrección violenta, el
consentimiento quizás blando pero general ante las reglas del juego
democrático. ¿Crisis de legitimación? No lo creemos: ya ningún partido rechaza
la regla de la competencia pacífica por el poder, nunca como hoy la democracia
ha funcionado sin un enemigo interno declarado (a excepción de grupos
terroristas ultraminoritarios y sin ninguna audiencia), jamás ha estado tan
segura del acierto de sus instituciones pluralistas, nunca como ahora estuvo
tan en consonancia con las costumbres, con el perfil de un individuo amaestrado
para la elección permanente, alérgico al autoritarismo y a la violencia, tolerante
y ávido de cambios frecuentes pero sin verdadero riesgo. «Se da demasiada
importancia a las leyes y demasiado poca a las costumbres», escribía Tocqueville al observar que el
mantenimiento de la democracia en América se basaba de forma preponderante en las
costumbres: eso es aún más exacto en nuestros días en que el proceso de
personalización no cesa de reforzar la demanda de libertad, de elección, de
pluralidad, creando a un individuo relajado, fair-play, abierto a las diferencias. A medida que crece el
narcisismo, triunfa la legitimidad democrática, aunque sea de manera cool; los
regímenes democráticos con su pluralismo de partidos, sus elecciones, su
derecho a la oposición y a la información se parecen cada vez más a la sociedad
personalizada del auto-servicio, del test y de la libertad combinatoria. Aunque
los ciudadanos no utilicen su derecho político, aunque disminuya la militancia,
aunque la política se torne espectáculo, ello no afecta al apego a la
democracia. Si los individuos se absorben en la esfera privada, no debemos
deducir apresuradamente que se desinteresan de la naturaleza del sistema
político, ya que el abandono de lo políticoideológico no está en contradicción
con un consenso blando, impreciso pero real respecto a los regímenes
democráticos. La indiferencia pura no significa indiferencia a la democracia,
significa abandono emocional de los grandes referentes ideológicos, apatía en
las consultas electorales, banalización espectacular de lo político,
transformación de la política en «ambiente» pero dentro del campo de la
democracia. Incluso aquellos que sólo se interesan por la dimensión privada de
su vida permanecen unidos, por lazos tejidos por el proceso de personalización,
al funcionamiento democrático de las sociedades. La indiferencia pura y la
cohabitación posmoderna de los contrarios corren parejas: no se vota, pero se
exige poder votar; nadie se interesa por los programas políticos pero se exige
que existan partidos; no se leen los periódicos, ni libros, pero se exige
libertad de expresión. ¿Cómo podría ser de otro modo en la era de la
comunicación, de la sobreelección y del consumo generalizado? El proceso de personalización
obra para legitimar la democracia en tanto que aquél es, en todos los terrenos,
un operador de valorización de la libertad y de la pluralidad. Sea cual sea su
despolitización, el homo psicologicus
no es indiferente a la democracia, sigue siendo en sus aspiraciones profundas
un homo democraticus, es su mejor
garante. Evidentemente la legitimación ya no está unida a un compromiso
ideológico, pero ahí reside su fuerza; la legitimación ideológica,
contemporánea de la edad disciplinaria, ha dejado paso a un consenso
existencial y tolerante, la democracia se ha convertido en una segunda
naturaleza, un entorno, un ambiente. La «despolitización» que vivimos corre
paralela con la aprobación muda, difusa, no política del espacio democrático. D. Bell se inquieta por el futuro de
los regímenes de la Europa del Oeste, pero, ¿qué vemos? En Italia, a pesar de
acciones terroristas espectaculares, el régimen parlamentario se mantiene,
aunque sea en equilibrio inestable; en Francia, la victoria socialista no ha
dado lugar a ningún enfrentamiento de clase y las cosas, desde entonces, se
desarrollan sin choques ni tensiones particulares; a pesar de una crisis
económica que conlleva decenas de millones de parados, Europa no está
destrozada por luchas sociales o políticas violentas. ¿Cómo explicarlo sin
considerar la obra del proceso de personalización, el individuo cool y tolerante que de ella resulta, la
legitimidad sorda pero eficaz, concedida por todos al orden democrático?(pàgs. 126-131).
Gilles Lipovetsky, La era del
vacío, Anagrama, Barna 1986
Comentaris