Postmodernitat i despolitització (Gilles Lipovetsky).

Si el modernismo artístico ya no perturba el orden social, no ocurre lo mismo con la cultura de masa centrada en el hedonismo, en conflicto cada vez más abierto con el orden tecnoeconómico. El hedonismo es la contradicción cultural del capitalismo: «Por una parte la corporación de los negocios exige que el individuo trabaje enormemente, acepte diferir recompensas y satisfacciones, en una palabra, que sea un engranaje de la organización. Por otra parte, la corporación anima al placer, al relajamiento, la despreocupación. Debemos ser concienzudos de día y juerguistas de noche». Son estas discordancias, no las contradicciones inherentes al modo producción, las que explican las diversas crisis del capitalismo. Al hacer hincapié en el divorcio entre el orden económico jerárquico-utilitario y el orden hedonista, D. Bell evidencia de manera indiscutible una contradicción esencial vivida día a día por cada uno de nosotros. Es más, no parece que esta tensión pueda ser reducida, al menos en un futuro previsible, sean cuales sean el aumento y la multiplicación de los dispositivos flexibles de personalización. El orden cool encuentra aquí su límite objetivo: el trabajo sigue siendo fatigante, su orden, comparado con el del tiempo libre, es rígido, impersonal y autoritario. A más tiempo libre, a mayor personalización, más aumenta el riesgo de que el trabajo resulte fastidioso, vacío de sentido, de algún modo tiempo robado al tiempo lleno, el de la vida privada del yo libre. Horarios móviles, trabajo a domicilio, job enrichment, todo eso, contrariamente al optimismo de los creyentes de la «Tercera Ola», no modificará el perfil principal de nuestro tiempo, sea un trabajo obligado, repetitivo, monótono, que se opone a un deseo ilimitado de realización personal, de libertad y de ocio: sigue siendo la cohabitación de los contrarios, la desestabilización, la desunificación de la existencia, lo que nos caracteriza.

Así las cosas, plantear una disyunción estructural entre economía y cultura, presenta ciertas dificultades: en lo esencial, esa teoría enmascara la organización real de la cultura, oculta las funciones «productivas» del hedonismo y la dinámica del capitalismo, simplifica y cristaliza excesivamente la naturaleza de las contradicciones culturales. Uno de los fenómenos importantes reside en que desde ahora la cultura está sometida a las normas gestionarías prevalentes en la «infraestructura»: los productos culturales han sido industrializados, sometidos a los criterios de la eficacia y de la rentabilidad, tienen las mismas campañas de promoción publicitaria y de marketing. Simultáneamente, el orden tecno-económico es inseparable de la promoción de las necesidades, y por lo tanto del hedonismo, de la moda, de las relaciones públicas y humanas, de los estudios de motivación, de la estética industrial: la producción ha integrado en su funcionamiento los valores culturales del modernismo mientras que la explosión de las necesidades permitía al capitalismo, durante los «treinta gloriosos» y más, salir de sus crisis periódicas de sobreproducción. ¿Cómo sostener en esas condiciones que el hedonismo es la contradicción del capitalismo cuando está claro que es precisamente una condición de su funcionamiento y de su expansión? Ningún relanzamiento, ni crecimiento posible a largo o medio plazo sin una fuerte demanda de consumo. ¿Cómo mantener la idea de una cultura antinómica cuando el consumo se manifiesta precisamente como instrumento flexible de integración de los individuos en lo social, el medio de neutralizar la lucha de clases y abolir la perspectiva revolucionaria? No existe antinomia simple o unidimensional: el hedonismo produce unos conflictos y neutraliza otros. Si el Consumo y el hedonismo han permitido resolver la radicalidad de los conflictos de clases, ha sido al precio de una generalización de la crisis subjetiva. La contradicción en nuestras sociedades no procede únicamente de la distancia entre cultura y economía, procede también del propio proceso de personalización, de un proceso sistemático de atomización e individualización narcisista: cuanto más la sociedad se humaniza, más se extiende el sentimiento de anonimato; a mayor indulgencia y tolerancia, mayor es también la falta de confianza personal; cuantos más años se viven, mayor es el miedo a envejecer; cuanto menos se trabaja, menos se quiere trabajar; cuanto mayor es la libertad de costumbres, mayor es el sentimiento de vacío; cuanto más se institucionalizan la comunicación y el diálogo, más solos se sienten los individuos; cuanto mayor es el bienestar, mayor es la depresión. La era del consumo engendra una desocializacíón general y polimorfa, invisible y miniaturizada; la anomia pierde sus referencias, la exclusión a medida se ha apartado también del orden disciplinario.

Para D. Bell, resulta todavía más grave el hecho de que el hedonismo haya provocado una crisis espiritual que puede desembocar en el hundimiento de las instituciones liberales. El hedonismo tiene como consecuencia ineluctable la pérdida de la civitas, el egocentrismo y la indiferencia hacia el bien común, la falta de confianza en el futuro, el declive de la legitimidad de las instituciones (pp. 253-254). Al valorizar sólo la búsqueda de la realización de sí mismo, la era del consumo socava el civismo, la valentía y la voluntad (p. 92), no presenta ni valor superior ni razón de esperar: el capitalismo americano ha perdido su legitimidad tradicional fundada en la santificación protestante del trabajo y se muestra incapaz de proporcionar el sistema de motivación y de justificación que cualquier sociedad necesita y sin el cual la vitalidad de una nación se hunde. Indiscutiblemente ha habido otros factores: los problemas raciales, las bolsas de miseria en el corazón de la abundancia, la guerra del Vietnam, la contracultura han contribuido a esa crisis de confianza de América. Pero en todas partes, el hedonismo junto con la recesión económica crea una frustración de los deseos que el sistema apenas es capaz de reducir, y que puede formular soluciones extremistas y terroristas y llevar a la caída de las democracias. La crisis cultural conduce a la inestabilidad política: «En tales circunstancias, las instituciones tradicionales y los procedimientos democráticos de una sociedad se hunden y aumentan las iras irracionales con el deseo de ver surgir a un hombre providencial que salve la situación» (p. 258). Únicamente una acción política dedicada a restringir los deseos ilimitados, a equilibrar el ámbito privado y el público, a reintroducir obligaciones legales tales como la prohibición de la obscenidad, de la pornografía, de las perversiones es capaz de reactivar la legitimidad de las instituciones democráticas: «La legitimidad puede reposar en los valores del liberalismo político si se disocia del hedonismo burgués» (p. 260). La política neoeonservadora, el orden moral, ¡remedios para la enfermedad senil del capitalismo!
Privatización exacerbada de los individuos, divorcio entre la aspiraciones y las gratificaciones reales, pérdida de la conciencia cívica, todo ello no autoriza ni a diagnosticar una «mezcla explosiva a punto de estallar» ni a pronosticar el declive de las democracias. ¿No sería más acertado reconocer en ello los signos de un reforzamiento de masa de la legitimidad democrática? La desmotivación política, inseparable de los progresos del proceso de personalización, no debe esconder su complemento la eliminación de los trastornos de la edad revolucionaria, la renuncia a las perspectivas de insurrección violenta, el consentimiento quizás blando pero general ante las reglas del juego democrático. ¿Crisis de legitimación? No lo creemos: ya ningún partido rechaza la regla de la competencia pacífica por el poder, nunca como hoy la democracia ha funcionado sin un enemigo interno declarado (a excepción de grupos terroristas ultraminoritarios y sin ninguna audiencia), jamás ha estado tan segura del acierto de sus instituciones pluralistas, nunca como ahora estuvo tan en consonancia con las costumbres, con el perfil de un individuo amaestrado para la elección permanente, alérgico al autoritarismo y a la violencia, tolerante y ávido de cambios frecuentes pero sin verdadero riesgo. «Se da demasiada importancia a las leyes y demasiado poca a las costumbres», escribía Tocqueville al observar que el mantenimiento de la democracia en América se basaba de forma preponderante en las costumbres: eso es aún más exacto en nuestros días en que el proceso de personalización no cesa de reforzar la demanda de libertad, de elección, de pluralidad, creando a un individuo relajado, fair-play, abierto a las diferencias. A medida que crece el narcisismo, triunfa la legitimidad democrática, aunque sea de manera cool; los regímenes democráticos con su pluralismo de partidos, sus elecciones, su derecho a la oposición y a la información se parecen cada vez más a la sociedad personalizada del auto-servicio, del test y de la libertad combinatoria. Aunque los ciudadanos no utilicen su derecho político, aunque disminuya la militancia, aunque la política se torne espectáculo, ello no afecta al apego a la democracia. Si los individuos se absorben en la esfera privada, no debemos deducir apresuradamente que se desinteresan de la naturaleza del sistema político, ya que el abandono de lo políticoideológico no está en contradicción con un consenso blando, impreciso pero real respecto a los regímenes democráticos. La indiferencia pura no significa indiferencia a la democracia, significa abandono emocional de los grandes referentes ideológicos, apatía en las consultas electorales, banalización espectacular de lo político, transformación de la política en «ambiente» pero dentro del campo de la democracia. Incluso aquellos que sólo se interesan por la dimensión privada de su vida permanecen unidos, por lazos tejidos por el proceso de personalización, al funcionamiento democrático de las sociedades. La indiferencia pura y la cohabitación posmoderna de los contrarios corren parejas: no se vota, pero se exige poder votar; nadie se interesa por los programas políticos pero se exige que existan partidos; no se leen los periódicos, ni libros, pero se exige libertad de expresión. ¿Cómo podría ser de otro modo en la era de la comunicación, de la sobreelección y del consumo generalizado? El proceso de personalización obra para legitimar la democracia en tanto que aquél es, en todos los terrenos, un operador de valorización de la libertad y de la pluralidad. Sea cual sea su despolitización, el homo psicologicus no es indiferente a la democracia, sigue siendo en sus aspiraciones profundas un homo democraticus, es su mejor garante. Evidentemente la legitimación ya no está unida a un compromiso ideológico, pero ahí reside su fuerza; la legitimación ideológica, contemporánea de la edad disciplinaria, ha dejado paso a un consenso existencial y tolerante, la democracia se ha convertido en una segunda naturaleza, un entorno, un ambiente. La «despolitización» que vivimos corre paralela con la aprobación muda, difusa, no política del espacio democrático. D. Bell se inquieta por el futuro de los regímenes de la Europa del Oeste, pero, ¿qué vemos? En Italia, a pesar de acciones terroristas espectaculares, el régimen parlamentario se mantiene, aunque sea en equilibrio inestable; en Francia, la victoria socialista no ha dado lugar a ningún enfrentamiento de clase y las cosas, desde entonces, se desarrollan sin choques ni tensiones particulares; a pesar de una crisis económica que conlleva decenas de millones de parados, Europa no está destrozada por luchas sociales o políticas violentas. ¿Cómo explicarlo sin considerar la obra del proceso de personalización, el individuo cool y tolerante que de ella resulta, la legitimidad sorda pero eficaz, concedida por todos al orden democrático?(pàgs. 126-131).


Gilles Lipovetsky, La era del vacío, Anagrama, Barna 1986 

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