Igualtat i postmodernitat (Gilles Lipovetsky)
El Roto |
Quedan las contradicciones relacionadas con la igualdad. Según D. Bell (Vers la société
post-industrielle), la crisis económica que sufren las sociedades
occidentales se explica en parte por el hedonismo que origina aumentos de
salarios permanentes y también por la exigencia de igualdad que lleva a un
aumento de los gastos sociales del Estado, aumento que no es en absoluto
compensado por un aumento equivalente en la productividad. Desde la Segunda
Guerra Mundial, el Estado, convertido en eje central del control de la sociedad
por la amplificación de sus funciones, se ve cada vez más obligado a satisfacer
objetivos públicos a expensas del sector privado, así como reivindicaciones
planteadas como derechos colectivos y ya no individuales: la sociedad
posindustrial es una «sociedad comunitaria». Vivimos una «revolución de las
reivindicaciones», todas las categorías de la sociedad presentan
reivindicaciones de derechos específicos en nombre del grupo más que en nombre
del individuo: «revolución de los nuevos detentores de derechos», basada en el
ideal de la igualdad, que engendra un desarrollo considerable de los gastos
sociales del Estado (salud, educación, ayudas Sociales, medio ambiente, etc.).
Ese estallido de reivindicaciones coincide con la tendencia posindustrial al
predominio creciente de los servicios, sectores en los que precisamente el
aumento de la productividad es más débil: «La absorción por los servicios de una
parte cada vez más importante de la mano de obra frena necesariamente la
productividad y el crecimiento globales; la transferencia viene acompañada de
un alza brutal del coste de los servicios tanto privados como públicos.» La
preponderancia de las actividades de servicios, el alza continua de su coste,
los gastos sociales del Estado-providencia engendran una inflación estructural
debida al desequilibrio de la productividad. El hedonismo, como la igualdad con
sus «apetitos desmesurados» contribuyen de este modo a amplificar una crisis
«profunda y persistente»: «La sociedad democrática tiene reivindicaciones que
la capacidad productiva de la sociedad no puede satisfacer».
Dentro de los límites de este ensayo, no es posible discutir, aunque sea
por encima, la naturaleza de la crisis económica del capitalismo y del Welfare State. Subrayemos tan sólo la
paradoja que consiste en que un pensamiento decididamente opuesto al marxismo
acaba por adoptar finalmente una de sus características esenciales, ya que una
vez más el capitalismo es analizado en función de contradicciones objetivas
(aunque sea la cultura la que es antinómica y ya no el modo de producción), y
de leyes prácticamente inevitables que han de llevar a los USA a la pérdida de
su hegemonía mundial y a vivir el fin de siglo como «un viejo rentista». Claro
que no todo se ha jugado, pero las medidas que se impondrían, por ejemplo para
hacer el Estado-providencia, por ejemplo, de la crisis fiscal en que se
encuentra, se oponen a la cultura hedonista e igualitaria de tal manera que es
posible «preguntarse si la sociedad posindustrial podrá solucionar esa
crisis».1 De hecho, al establecer una disyunción entre igualdad y economía, D. Bell reifica las antinomias del
capitalismo, rehúsa tener en cuenta la flexibilidad de los sistemas
democráticos, la invención y el despliegue histórico. Que existen tensiones
entre la igualdad y la eficacia es una evidencia, pero eso no basta para
concluir que existe una contradicción entre esos órdenes. Por lo demás, ¿qué
debemos entender exactamente por «contradicción» o «disyunción de los órdenes»?
En ninguna parte se solventa el equívoco, y su esquema remite ora a una crisis
estructural de un sistema en vías de decadencia ineluctable, ora a
agarrotamientos profundos pero sobre los que es posible no obstante intervenir.
¿Igualdad contra utilidad? Lo más notable es que la igualdad es un valor
flexible, traducible en el lenguaje economista de los precios y salarios,
modulable según las opciones políticas. En otros momentos, por lo demás, D. Bell lo reconoce: «La prioridad de
lo político en el sentido en que lo entendemos es constante.».
La igualdad no va contra la eficacia, excepto de manera puntual o
coyuntural, en función de los ritmos y presiones de las reivindicaciones, en
función de tal o cual política de la
igualdad. Sobre todo, no debemos perder de vista que allí donde la democracia
es estructuralmente reprimida, las dificultades económicas son
incomparablemente mayores y llevan a la sociedad a la penuria en el mejor de
los casos, y en el peor, a la pura y simple bancarrota. La igualdad no sólo
produce disfuncionamientos, obliga al sistema político y económico a moverse, a
«racionalizarse», a innovar, es un factor de desequilibrio pero también de
invención histórica. Así pueden adivinarse nuevas políticas sociales que
deberían llevar no al «Estado mínimo» sino a una redefinición de la solidaridad
social. Las dificultades del Estado-providencia, al menos en Francia, no
anuncian el fin de las políticas sociales de redistribución, sino quizás el fin
del estadio rígido u homogéneo de la igualdad en beneficio de «un estallido del
sistema entre un régimen de protección social reservado a las categorías
modestas de la población y el recurso a los seguros para las capas más
acomodadas», a excepción de los grandes derechos y riesgos: la igualdad «e
introduciría en la era personalizada o flexible de las redistribuciones
desiguales. P. Rosanvallon tiene
razón al ver en los problemas actuales del Estado-providencia una crisis que va
más allá de las estrictas dificultades financieras y al entenderlo como un
trastorno más global en las relaciones de la sociedad con el Estado; en cambio
es más difícil estar de acuerdo con él cuando lo interpreta como una duda que
afecta al valor de la igualdad: «Si existe Una duda esencial que afecta al
Estado-providencia, es esta: ¿es aún la igualdad un valor con futuro?». De
hecho, la igualdad como valor no es cuestionada: la reducción de las
desigualdades ligue en el orden del día, sean cuales sean las dificultades,
nada lluevas por otra parte, para determinar la norma de lo justo y de lo
injusto. Lo que alimenta la contestación actual del Welfare State, especialmente en los USA, son los efectos perversos
de una política burocrática de la igualdad, es la ineficacia de los mecanismos
de subsidios para reducir las desigualdades, es el carácter antiredistributario
de los sistemas de prestaciones uniformes basados en la gratuidad y las formas
múltiples de subvención. No se trata de un eclipse de la igualdad sino de su
prosecución con medios más flexibles, con menores costes para la colectividad,
de ahí esas idea nuevas como son el «impuesto negativo», la «ayuda directa a la
persona», los «créditos» de educación, de salud, de vivienda, dispositivos
concebidos para adaptar la igualdad a una sociedad personalizada deseosa de
aumentar las posibilidades de elecciones individuales. La igualdad sale de una
fase moderna y uniforme y se adapta a la edad posmoderna de la modulación de
las subvenciones sobre los ingresos reales, de la díversificacíón y
personalización de los modos de redistribución, de la coexistencia de los
sistemas de seguros individuales sistemas de protección social, en el momento
en que precisamente la demanda de libertad es superior a la de igualdad.
Crítica de la gratuidad de los servicios, denuncia de los monopolios públicos,
llamada a la desestandarización y a la privatización de los servicios, todo
ello corresponde a la tendencia posmoderna a privilegiar la libertad antes que
el igualitarismo uniforme, pero también a responsabilizar al individuo y a las
empresas obligándoles a una mayor movilidad, innovación, elección. La crisis de
la socialdemocracia coincide con el movimiento posmoderno de reducción de las
rigideces individuales e institucionales: menos relación vertical y
paternalista entre el Estado y la sociedad, menos régimen único, más
iniciativa, diversidad y responsabilidad en la sociedad y en los individuos;
las nuevas políticas sociales, a corto o largo plazo, deberán proseguir la
misma obra de abertura que la puesta en movimiento por el consumo de masa. La
crisis del Estado-providencial es un medio de diseminar y multiplicar las
responsabilidades sociales, de reforzar el papel de las asociaciones, de las
cooperativas, de las colectividades locales, de reducir la altura jerárquica
que separa el Estado de la sociedad, de «aumentar las flexibilidades de las
organizaciones contra el aumento de las flexibilidades de los individuos»,
medio pues de adaptar el Estado a la sociedad posmoderna dedicada al culto a la
libertad individual, a la proximidad, a la diversidad. Para el Estado se abre
el camino de entrar en el ciclo de la personalización, de adecuarse a una
sociedad móvil y abierta, rechazando las rigideces burocráticas, la distancia
política, aunque sea benévola, a la manera de la socialdemocracia. (pàgs. 131-135).
Gilles Lipovetsky, La era del
vacío, Anagrama, Barna 1986
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