Amor pels animals.



Somos una civilización maldita. Nunca ninguna otra fue capaz de generar tanta crueldad y tanta injusticia como la de Occidente, eso que, llamado por algunos “la civilización”, ha hecho sobrados méritos para constituirse en vergüenza y escándalo para toda la condición humana.

Se busque por donde se busque, no nos será posible encontrar modelo alguno de convivencia que pueda compararse al que, cínicamente ejercido en nombre del progreso, se ha impuesto a hombres y culturas del mundo entero y a la propia naturaleza también, mediante los argumentos de la destrucción, la dominación violenta y la insolidaridad.

Paradójicamente, de la negra conciencia de Occidente ha emanado un curioso exudado: el amor por los animales. En estos días, las desventuras de tres infortunadas ballenas grises, atrapadas por los hielos árticos, ha movilizado hombres, máquinas y capitales, consiguiendo conmover los para tantas cosas insensibles corazones del ciudadano moderno.

Y es significativo que eso ocurra con especial intensidad en los Estados Unidos de América, un país que se ha levantado sobre el genocidio indio y que hoy sostiene la hegemonía de su estilo de vida sobre la arbitrariedad y la miseria a que directa o indirectamente condena a gentes de tantos pueblos, y también del suyo.

No nos engañemos. No hay nada de anecdótico en el tema, y sí mucho de valioso para tomare consciencia de la calidad de este tiempo que nos ha sido dado vivir. Hay que pensar, y pensar muy en serio, las implicaciones morales que presenta ese sentimentalismo que ha hecho de los animales objeto privilegiado de su beneficio.

Y es que no son suficientes las explicaciones que se han ofrecido para explicar la génesis del amor por los animales en Occidente. Ni las historias, relativas a la aparición de una manera de entender el sufrimiento y la muerte, que los clandestiniza para ignorarlos. Ni religiosos, alusivos al papel en la formación de estas concepciones del catolicismo franciscano o de sectas fanáticas como Les Amis des Bêtes del siglo XIII. Ni psicológicas, como las que subrayan la eficacia del proteccionismo animal como dispositivo expiatorio, como prótesis afectiva o como vehículo para que los intolerantes encuentren ese interlocutor perfecto que siempre les concede la razón.

El valor ético del tipo de emoción que despierta hoy lo animal es mucho más grave y profundo que todo eso, en tanto que el lugar que ocupa crece y tiende a impregnar cada vez más la experiencia social y psicológica del mundo.

Quizá no hay nada que decir, porque nos encontremos ante un signo más del desquiciamiento de la era o de la irracionalidad que dicen que a veces presido el tránsito entre épocas. O quizá no. Quizá también esto, como casi todo, cuente con un lógica oculta que lo explique.

Quien sabe si la clave no nos la brinda la perplejidad con que los demás pueblos de la Tierra, víctimas predilectas de nuestra codicia, contemplan un fenómeno que para ellos, para los que un animal puede ser un dios pero jamás un ser humano, resulta insensato y extravagante. Como aquel indio amazónico, que le decía al Papa cuando éste visito la selva paraguaya: “Los blancos tratan mejor a sus animales que a nosotros”.

Quizá en esta apreciación se encuentre el sentido secreto de la piadosa preocupación del mundo occidental por la suAmor alerte de unas ballenas grises atrapadas. Es algo tan simple que enunciarlo produce escalofríos.

En un mundo como el nuestro, la posibilidad creciente que algunos animales tienen de ser tratados como si fueran personas tiene simétricamente que ver con el hecho de que cada vez sea mayor el número de personas que no tiene más remedio que, para vivir, hacerlo como animales.

Manuel Delgado, Humanos y animales, El Periódico de Catalunya, 30/10/1988

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