Manuel Fraga Iribarne i el seu mestre Carl Schmitt.
Manuel Fraga Iribarne |
¿Quién era aquel "venerado maestro" que merecía tal homenaje en la España de
1962? En la presentación se había destacado su condición de profesor catedrático
en Colonia y Berlín y su autoridad en Derecho Constitucional. En realidad, así,
sin cronología histórica, era una presentación cauta. Carl Schmitt había sido
mucho más que todo eso. Había sido conocido como el kronjurist, la corona
o el cerebro jurista del III Reich. El principal artífice de la arquitectura
jurídica del nazismo. El diseñador del permanente "estado del excepción", para
quien la política es sinónimo de guerra, y el adversario o disidente, de
enemigo. El teórico del decisionismo, que lleva al límite perverso la máxima de
Hobbes: "Autorictas non veritas facit legem" (la autoridad, no la verdad, es la
que hace las leyes). Una actualización de esa otra indisoluble unidad marital,
la del trono y el altar, en la que el monarca absoluto es ahora un
providencial Führer o Caudillo. En la práctica, una justificación de la
tiranía con lenguaje futurista, para la sociedad de masas. A diferencia de otras
épocas, en las que la marca del tirano era el obsceno desprecio por la ley, la
gran operación de ilusionismo histórico de Schmitt es convertir al tirano en
"supremo juez", en fuente de derecho, el que con sus pasos va imprimiendo la
ley. Tras la caída del III Reich, Carl Schmitt pasó un breve periodo de
internamiento, entre 1945 y 1947, en el campo de Berlín-Lichterfelde-Süd y en
Núremberg, en calidad de testigo-acusado; un proceso del que consiguió zafarse
con esa habilidad de escurridizo que caracteriza muchos de sus movimientos
históricos. Sobre esa experiencia escribió Ex captivitate salus, donde
aparece un único simulacro de arrepentimiento mediante una frase latina: "Non
possum scribere contra eum, qui potest proscribere". No puedo escribir, dice en
aparente clave retrospectiva, contra aquellos que pueden proscribirme. Una
equívoca exculpación en un maestro de la escritura oblicua. Sorprende ese
recurso en un admirador de Melville y conocedor de la respuesta del escribiente
Buterbly ante el encargo que violenta su conciencia: "Preferiría no hacerlo".
Hubo quien tuvo el valor de decir que no. Por ejemplo, en el campo jurista, el
valeroso Hans Kelsen, con quien Schmitt había polemizado sobre la democracia
parlamentaria, y que, proscrito, con el estigma de "enemigo", siguió defendiendo
la libertad en el exilio. Hubo quien ejerció al menos la resistencia del
silencio ante la aplastante maquinaria totalitaria. Schmitt, no. Al contrario.
Su aportación a la ascensión del nazismo fue entusiasta y sistemática, y lo fue
en el periodo decisivo, entre 1933 y 1936. Con anterioridad había contribuido a
minar la República de Weimar, postulando un presidencialismo de excepción que
prefiguraba las formas modernas de dictadura. Ya ocupaba Donoso Cortés, y el
hechizo del sable, un lugar de honor en su cabeza. Schmitt había ingresado en el
partido nazi en 1933 de la mano del filósofo Martin Heidegger, pronto nombrado
rector de Friburgo y con quien compartía la voluntad de bajar a la cueva de
Platón y apropiarse del proyector de ideas. "¡Quien ama la tempestad y el
peligro debe escuchar a Heidegger!", se dijo el 30 de noviembre de 1933 en
Tubinga. Ésa era la clase de retórica que excitaba a Schmitt. También se dijo:
"Cuando Heidegger habla desparece la niebla delante de nuestros ojos". Eso quizá
le importaba menos. Parte del hechizo que ejerció Schmitt sobre muchos tiene que
ver con sus dotes para el enmascaramiento. No obstante, cuando le convenía, con
el viento a favor, abandonaba el estilo críptico y su prosa avanzaba con
peligrosa determinación. El 1 de agosto de 1934, el ya catedrático de Berlín
escribe en Deutsche Juristen-Zeitung, principal palestra, la más osada
formulación jurídica de la tiranía en los tiempos modernos: "El Führer es el
único llamado a distinguir entre amigos y enemigos. El Führer toma en serio las
advertencias de la historia alemana, lo que le da el derecho y la fuerza
necesaria para instaurar un nuevo Estado y un nuevo orden. El Führer defiende el
derecho contra los peores abusos cuando, en el momento de peligro, en virtud de
las atribuciones de supremo juez que le competen, crea directamente el Derecho".
No se trataba sólo de un agasajo teórico para Hitler. El texto servía para
justificar a posteriori las ejecuciones ordenadas por el Führer el 30 de
junio de ese año (la llamada noche de los cuchillos largos). Entre los
eliminados figuraba una antigua amistad de Schmitt, el canciller Schleicher y su
esposa. Más adelante, igualmente contundentes, sus aportaciones irán también
orientadas a legitimar la expansión bélica del III Reich. Hay una idea que
atraviesa su obra, y es la de la guerra como partera.
"... Y Caín mató a Abel. Así comienza la historia de la humanidad". Ésa es la
lapidaria versión de Schmitt. En una conferencia a los estudiantes de Colonia,
en 1940, les alecciona para convertir ideas y conceptos en "armas afiladas".
Todo su pensamiento está marcado por una impronta belicosa. Incluso la
"verdadera" política, que considera inseparable de la dialéctica amigo-enemigo.
Tampoco sus abundantes imágenes o metáforas de inspiración religiosa son ajenas
a la idea de un teocrático totalitarismo que tanto influirá en sus amigos
españoles. No por casualidad encontrará las mayores afinidades en algunos de
aquellos que propugnaban "la santa intransigencia, la santa coacción y la santa
desvergüenza". Schmitt se define como "un Epimeteo cristiano". Epimeteo desoye
el consejo de su hermano Prometeo y se esposa con Pandora, quien abrirá la jarra
o caja de la que saldrán las fuerzas devastadoras. "Yo soy católico no sólo de
acuerdo con mi religión", dice en 1948, "sino también de acuerdo con mi origen
histórico, y, si se puede decir así, de acuerdo con mi raza". La más acabada
construcción de su identidad es el carácter de katechon. Ser un
katechon. Un concepto extraído de la apocalíptica cristiana, y en
concreto de uno de los textos más enigmáticos del Nuevo Testamento, la segunda
Carta a los Tesalonicenses, atribuida a san Pablo. Hay un poder o persona (ho
katechon) que frena la llegada del "impío" (ho anomos). Un poder que
"mantiene a raya" al diablo. Aquel que se arroga el papel de katechon, y
es el caso de Schmitt, estaría cumpliendo una misión providencial, sagrada. Así
que no es casual que en el homenaje que los jerarcas franquistas le rinden en
marzo de 1962, don Carlos invoque a la providencia y hable de una "fiesta
sagrada en el crepúsculo de la vida". ¿Qué había sido de él, del kronjurist
o crown jurist del nazismo, antes de llegar a la celebración del crepúsculo
en España?
Falsedad amable
Una falsedad biográfica amable con Carl Schmitt le sitúa fuera de juego
a finales de 1936 debido a intrigas interiores del nazismo. No obstante,
contó siempre con la protección del todopoderoso Göring. Continuará siendo
profesor en la Universidad de Berlín y consejero prusiano hasta el fin de la
guerra. Pero el resto no será en absoluto silencio. Su actividad como
propagandista del modelo jurídico nazi será intensa y se extenderá hasta casi el
final de la contienda por la Europa dominada o afín. En el homenaje de 1962 hace
una velada alusión a su estancia en Madrid veinte años antes, es decir, en 1942,
el momento de mayor presión para que España se implique plenamente en la guerra.
Hay un rastro que lo sitúa entonces como secretario del Instituto Alemán de
Cultura en Madrid. "En representación de este Centro y de la Embajada Alemana"
(Arriba, 22 de abril de 1942), asiste a un cónclave que inaugura un capo
del derecho fascista italiano, Giuliano Mazzoni. ¿Fuera de juego? En realidad,
¿cuál es la misión providencial que lleva a Schmitt a Madrid precisamente
en esas fechas?
"Nunca olvido que mis enemigos personales son también los enemigos de
España", escribirá a Francisco J. Conde en una carta fechada el 15 de abril de
1950. "Es ésta una coincidencia que eleva mi situación privada a la esfera del
espíritu objetivo". Juan Donoso Cortés (1809-1853) es la clave de la temprana
relación de Carl Schmitt (1888-1985) con España, o mejor sería decir, con su
pensamiento reaccionario. El marqués de Valdegamas había sido un alegre liberal
extremeño en su juventud. Hasta que, en su propia expresión, se hizo "un
peregrino de lo Absoluto". Un peregrino tan amargado, y que miraba con tanto
asco a la pecadora humanidad, que le llegó a parecer merecedora de los
periódicos sacrificios purificadores de la sangre. Una orgía de malhumor
reaccionario la de Donoso que escandalizaba al mismísimo Menéndez Pelayo
(reaccionario, sí, pero más sobrio), quien se horroriza ante algunas
afirmaciones del marqués. Por ejemplo: "Jesucristo no venció al mundo ni por la
santidad de su doctrina ni por los milagros ni profecías, sino a pesar de esas
cosas". Delirante, pensaba el ortodoxo Menéndez Pelayo. Pero acontecimientos
históricos posteriores en España, como la bendición episcopal y papal de la
espantosa guerra de 1936 como "Santa Cruzada", llevarían la marca de ese
delirio.
Tríada doctrinal
Para Carl Schmitt, el sinarquista Joseph de Maistre, el tradicionalista Louis
de Bonald y el fundamentalista católico Donoso Cortés configuran la tríada
doctrinal sobre la que levantar "el nuevo orden" de un totalitarismo de cuño
teocrático. La nueva versión del Sacro Imperio. Donoso Cortés había sido el
autor del único gran discurso que el integrismo absolutista español del siglo
XIX consiguió exportar con cierto éxito al resto de Europa. No es de extrañar.
El llamado Discurso sobre la dictadura, pronunciado el 4 de enero de 1849
en el Congreso de los Diputados, es una de las intervenciones más espantosas, en
el sentido de estremecer, de las que seguramente se pronunciaron nunca en una
cámara de la representación popular. Los bravos y aplausos de la mayoría
conservadora forman parte vibrante del discurso. Donoso no duda en asimilar la
dictadura a un hecho divino, a una orden de la providencia. Rancio en el
contenido, el impacto del discurso, el eco que alcanzó en la Europa
conservadora, tiene que ver con el estilo directo y apodíctico y su remate
intimidatorio. Es probablemente el primer discurso fascista en el sentido
moderno. Ya a principios de los años veinte había encandilado a Carl Schmitt,
nacido en Plettenburg, Westfalia, en un ambiente católico muy conservador. En
1929, el profesor y jurista alemán comparece por vez primera en Madrid para
pronunciar una conferencia. ¿De qué habla? Viene a redescubrir Donoso Cortés a
los españoles: "Se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la
dictadura que viene de arriba: yo escojo la que viene de arriba, porque viene de
regiones más limpias y serenas; se trata de escoger, por último, entre la
dictadura del puñal y la dictadura del sable: yo escojo la dictadura del sable,
porque es más noble [¡bravo, bravo!]". El interés por la historia de España
tiene otro referente. En uno de los textos en que destila antisemitismo, utiliza
como precedente la expulsión de los judíos en el periodo de los Reyes
Católicos.
He aquí el curioso círculo que traza la historia. El demiurgo en el que se
inspiran los juristas del franquismo para presentar el ilegítimo régimen como
una creatio a Deo ("Franco, caudillo de España por la gracia de Dios"),
está a su vez inspirado en el ideario enloquecido de un reaccionario español de
la primera mitad del siglo XIX. Además de la comunidad de ideas, en él encontró
Schmitt el rasgo principal que debe caracterizar a un führer, duce o
caudillo: "la ferocidad del discurso". Liberal en sus años mozos, la crítica al
liberalismo por Donoso llegará a expresarse con una ferocidad extrema, esa que
le lleva a asociar la dictadura con la forma de gobierno que corresponde a la
ley divina y natural.
Pero hay un trazo del liberalismo político que concentra todo su desprecio,
toda su repulsión. El liberalismo es... frívolo. ¡Frívolo! ¡Dios, qué
repugnancia! He ahí una marca de Donoso en Schmitt y que éste subraya muy pronto
en su crítica al sistema liberal y a las democracias parlamentarias. La
frivolidad. He ahí el terrible pecado, equivalente al relativismo en religión,
según el Syllabus. Un híbrido de Donoso y Schmitt, Eugenio Montes,
primero mascarón de proa intelectual contra la II República y luego botafumeiro
del dictador, publicará en 1934 el Discurso a la catolicidad española,
tan celebrado por la derecha de la época, en el que deja claro que no cabe
concesión alguna a la forma de gobierno: "Todo relativismo, por el hecho de
serlo, ya es anticatólico. Convertir la relatividad en norma ideal o hábito de
conducta equivale a entregarle el alma al demonio". ¿Por qué toda la ira
totalitaria se concita en esa idea cascabelera de "frivolidad" hasta convertirla
en el peor de los insultos? La "frivolidad" liberal pretende que la política sea
un campo neutro, tratando de evitar la confrontación. Pero la política "en
serio", para los Donoso de ayer y de hoy, es eso precisamente: la confrontación
con el enemigo. Y si no hay enemigo a la vista, hay que buscarlo. Ya
aparecerá.
Muchos sobreentendidos
"Es una coincidencia significativa que el impulso sincero de investigación me
haya conducido siempre a España", dice don Carlos el 21 de marzo de 1962 ante
las élites del franquismo. Y habla, cómo no, de la guerra: "Veo en esta
coincidencia casi providencial una prueba más de que la guerra de Liberación
Nacional de España es una piedra de toque". Los presentes comparten muchos
sobreentendidos. En realidad, este reconocimiento no es un hecho excepcional. En
1952, la revista Arbor, dependiente del Consejo de Investigaciones
Científicas y uno de los medios más relevantes de expresión de la
intelectualidad franquista, publica la exégesis 'Carl Schmitt en Compostela',
escrita por el romanista Álvaro D'Ors, miembro destacado del Opus Dei y
catedrático en la Facultad de Derecho de Santiago. Será también aquí, en 1960,
donde la editora Porto y Cía. publique la versión española de Ex captivitate
salus (Experiencias de 1945-47). El libro es recibido y comentado por la
prensa de la época con ciertos honores. La obra fue traducida al castellano por
su única hija, Ánima, casada con un catedrático de Historia del Derecho, Alfonso
Otero, a quien había conocido en Alemania. Esta edición española incluye como
novedad un interesante prólogo que Schmitt escribió en Casalonga, una casa de
campo en las afueras de Santiago, en el verano de 1958. Trece años después del
hundimiento del III Reich, no hay en ese prólogo ni una nota, ni una gota de
arrepentimiento, ni una alusión a los horrores de la guerra y a la política de
exterminación racial conocida como Holocausto. El único campo de concentración
del que se habla es aquel en el que estuvo internado un breve periodo de tiempo
después de la guerra y el único lamento es el que denuncia la "criminalización"
de la Alemania vencida. A principios de los sesenta, en las veladas
compostelanas, Carl Schmitt, tan crítico siempre con la democracia
norteamericana, empieza a mostrar un inusitado interés por un político llamado
Barry Goldwater, antiguo soporte de McCarthy y senador por Arizona. ¿Qué opinan
de Goldwater?, pregunta don Carlos a sus amigos españoles. Este Goldwater será
padrino político de Ronald Reagan e inspirador del neoconservadurismo.
Cañón de largo alcance
Volvamos a Madrid, a la plaza de la Marina, en 1962. Manuel Fraga Iribarne
elogia el pensamiento de Carl Schmitt, "hoy más vigente que nunca", y expone una
síntesis perfecta: "La política como decisión, la vuelta del poder
personalizado, la concepción antiformalista de la Constitución, la superación
del concepto de legalidad... son estas cotas ganadas de las que no se puede
volver atrás". Todo el discurso del director del Instituto y de la ceremonia, él
mismo investido de la condición de jurista, es una apología del kronjurist.
"La ley es algo así como un cañón de largo alcance", había escrito Manuel
Fraga en la Revista General de Legislación y Jurisprudencia en 1944.
Ahora, el jurista con visión de artillero, en vísperas de ser nombrado ministro
de Información de la dictadura, coloca la condecoración en la solapa del
"venerado maestro" Carl Schmitt. Y subraya emocionado que éste es "un momento
culminante de su carrera". Tras la salva de aplausos habla don Carlos. El hombre
de la sombra se convierte en centro. Tiene 74 años; se conserva bien, robusto, y
sabe que el uso solemne del lenguaje le va a hacer crecer en estatura ante una
audiencia entregada. Hacer notar el "poder presencial" que le atribuyó su
antiguo amigo y camarada, el escritor Ernst Jünger. Él sí que parece plenamente
consciente de lo que está viviendo. El hecho insólito en el orbe de que se esté
condecorando en 1962 al principal jurista del III Reich. Al fin va a transgredir
en público la consigna que se marcó después del hundimiento nazi: refugiarse en
la cripta del silencio. En España encuentra su refugio intelectual y, en gran
manera, vivo y triunfante, su modelo de Estado. El escenario donde ejemplificar
la derrota de la democracia parlamentaria. Incluso puede gozar, como cuando se
encuentra con reaccionarios cultos como D'Ors, con la retórica propia de un
reducto imaginario del Sacro Imperio. Al igual que al anfitrión, no se le
escuchará ni una sola palabra de autocrítica ni un trazo de duda o
incertidumbre. Será él quien haga su mejor elogio. A diferencia del fogoso
predecesor, él habla con calma, realza las escogidas palabras para que aflore
ese "poder presencial" del que habló Jünger. Habla con ademán litúrgico. ¿Qué ha
dicho? "Una fiesta sagrada". Si, Carl Schmitt, don Carlos, proclama que este
reencuentro con sus amigos españoles es "una fiesta sagrada en el crepúsculo de
la vida". En ese momento, justo en ese momento, y según el testimonio extasiado
del escritor falangista Jesús Fueyo, "se fue la luz". La prensa de la época
destacó el acontecimiento. Se habló en grandes caracteres del homenaje a Carl
Schmitt. Distintos medios reprodujeron una entrevista publicada inicialmente por
Arriba "por su gran interés", seguro eufemismo del mecanismo "de obligada
inserción". "Es posible que todos los países europeos tengan que acreditarse
ante España", decía Schmitt. Pero en ningún medio, en ningún periódico, se
informó del apagón. Nadie contó entonces que justo cuando el jerarca prendía la
insignia en el pecho de don Carlos, el salón de actos de la sede del Movimiento
Nacional se quedó a oscuras. Completamente a oscuras.
Este relato documental sobre el homenaje franquista a Carl Schmitt es un
capítulo, traducido por el autor, de la nueva obra de Manuel Rivas titulada Os
libros arden mal, de próxima publicación en Edicións Xerais de Galicia. (El País, 02/04/2006)
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