Primitivisme.


En 1984-1985 una exposición comisariada por William Rubin y Kirk Varnedoe se abría en el MOMA neoyorquino y a su modo inauguraba una corriente de revisión que, con mayor o menor sentido crítico, con más o menos rigor histórico, ponía en evidencia las complejas relaciones e influencias que las vanguardias históricas habían establecido desde siempre con las culturas otras, diferentes: "Exóticas". En la muestra, Primitivismo en el arte del siglo XX. Afinidad de lo tribal y lo moderno, que hizo correr ríos de tinta en contra y a favor, se planteaba un recorrido desde los pioneros -Gauguin, Matisse y Picasso-, para seguir después con los expresionistas alemanes, Klee o Leger entre otros, llegando a tratar a los expresionistas abstractos americanos y hasta ejemplos del land art y Beuys, sobre todo porque las influencias "primitivas" contempladas en la muestra -se explicaba en el catálogo- eran tanto de África y Oceanía como de América del Norte.

Un juego de paralelismos organizado a través de yuxtaposiciones que desvelaban las "afinidades", sobre todo formales, entre Occidente y los "otros", escenificaba una especie de mundo feliz, o al menos acrítico, que silenciaba un segmento esencial del relato, quizás porque lo "primitivo" tiene para Occidente un doble significado: si por una parte es la infancia de la humanidad, lo no contaminado, por otra es lo sexual, lo orgánico. En pocas palabras, aquello que más puede perturbar a nuestra cultura, visual, higiénica por excelencia, contemplando el mundo desde su posición a salvo.

Así, la exposición del MOMA proponía dos mundos contrapuestos que, sin embargo, convivían cómodos, tal vez porque la mirada del connaisseur, en este caso los comisarios, había sabido seleccionar entre las otredades lo menos conflictivo, lo más abstractizante: lo más "puro". Era una operación semejante a la que había planteado Picasso con Las señoritas de Aviñón, una obra en la cual las pavorosas máscaras se domestican, se conforman a la alta cultura después de que la mirada del artista las haya rescatado.

La belleza impoluta de Primitivismo y lo confortable de las asociaciones despertaron ya entonces la perplejidad del antropólogo James Clifford, quien en su artículo mítico Historias de lo tribal y lo moderno criticaba esa higiene extrema que veía a África -y al resto de las culturas- como atemporales, sin presente o pasado propios; parte de una fantasía occidental en la cual se fetichizaba el fetiche, enfatizando lo elegante de las culturas otras y, más importante aún y como reflexionaba Clifford, excluyendo las contaminaciones de las "modernidades" de otros ámbitos, incluso occidentales. Nada más cierto. ¿Dónde estaban Brasil con Tarsila do Amaral o Cuba con Wifredo Lam, por citar los ejemplos más conocidos entre los que se incluían en la reciente Afromoderrn. Viajes a través del Atlántico negro, producida por la Tate Liverpool en 2010 y que se pudo ver en el CGAC de Santiago de Compostela?

¿Dónde estaba, se preguntaba Clifford, Josephine Baker, un personaje que despertó el deseo hacia la africanidad de la vanguardia y que no sólo ponía de manifiesto la sexualización de ese deseo, sino lo híbrido del producto? Baker, como tantos de su generación, jugaba a disfrazarse de "negra" para que los blancos parisienses o neoyorquinos pensaran que los negros con los cuales se asociaban eran auténticos "africanos", al tiempo que ponía de moda el Bakerfix que usaban las mujeres blancas para dar a su pelo el aspecto "lacado" que presentaba el de Baker. Es algo parecido a la historia que se cuenta de la conocida negrófila Nancy Cunard, autora de la antología de poemas Negro (1929), en la cual rescataba a los poetas de origen africano al lado de autores como Ezra Pound o Samuel Beckett. La rica heredera inglesa, desheredada por la familia tras la relación amorosa con un músico afroamericano, Henry Crowder -por quien dejó al poeta Aragon-, echaba en cara a su pareja no ser suficientemente africano, a lo cual él contestaba con paciencia que no era africano, que era norteamericano.

Sea como fuere, las relaciones de Occidente con las culturas no siempre han sido tan idílicas como este romance de las vanguardias con una cultura africana -muy hibridizada- puede hacer creer o como se esforzaba por mostrar Primitivismo en su búsqueda de productos "puros". La realidad era muy diferente y ocurría en el Berlín de primeros del siglo XX: los visitantes de lugares remotos eran exhibidos en zoos, contemplados detrás de una valla por los curiosos que querían saber cómo eran en realidad los "exóticos". Esa forma de exponer a los otros como objetos etnográficos, como trofeo del viajero o curiosidades del científico, era una práctica habitual en las exposiciones universales -lo demuestran las numerosas postales estereoscópicas que se imprimieron como souvenir de dichos acontecimientos. La pregunta surge inmediata ¿en qué se convertían las personas de otras culturas expuestas al público? Sobre todo, ¿en qué se diferenciaban de los freaks, tan populares hasta entrado el XX, si en ambos casos se representaban la "otredad" como forma de espectáculo? Más importante aún, ¿hasta qué punto son oscuras las relaciones de Occidente con los otros, las que desbordan lo idílico y desvelan lo sórdido?

Por todas estas contradicciones ocultadas por la mayor parte de los discursos culturales al uso llama la atención la muestra que se puede ver ahora en el Museo Quai Branly parisiense, La invención de lo salvaje. Zoos humanos, presentaba por Liliam Thuram con la asesoría, entre otros, de Pascal Blanchard, conocido experto en colonialismo. En la exposición se traza una línea desde los orígenes del fenómeno hasta una última reflexión en un vídeo en la cual varias personas hablan de sus "diferencias", pasando por las exposiciones universales y coloniales, y los zoos humanos. La muestra propone, así, un recorrido histórico con especial énfasis en las cámaras de las maravillas, la exhibición de las gentes "exóticas" y la invención de lo "nativo" en las exposiciones coloniales, lugar que parapetados tras la excusa de ampliar el conocimiento se ocultaba una terrible maniobra de apropiación del otro -como bien supieron los surrealistas quienes odiaron la exposición colonial de París de 1931. La invención de lo salvaje nos obliga, pues, a reflexionar sobre las nociones de apropiación y normativización de lo diferente, sobre todo de exclusión, de las cuales Occidente ha hecho siempre gala, tratando todo lo que queda fuera de la norma -tanto los "diferentes" como los "primitivos"- como un objeto aislado, sin historia propia, atemporal, aquello para ser mirado desde la posición segura que siempre adopta Occidente.

Desvelar esa doble moral es el mérito de la exposición que, a través de un fabuloso conjunto de obras con frecuencia curiosas e inesperadas -desde fotos hasta autómatas, cuadros, pósteres, postales, artefactos, películas...- pone en evidencia ese lado oscuro en el cual a menudo los "exóticos" eran equiparados al resto de otredades. Pero la intensidad del paseo no acaba en la propuesta de desmontar estereotipos. En una parte del recorrido, alargados y camuflados en las paredes, unos espejos nos esperan en la visita dislocando el paseo... y al sujeto. Ahí estamos, reflejados mientras vamos observando las curiosidades expuestas, y la sensación que tenemos es inquietante: por arte de magia hemos dejado de ver para ser vistos. Nos hemos convertido en parte de lo expuesto, en el "otro", en lo salvaje. Allí está la imagen del visitante mezclada con el resto... El mensaje queda claro: el "otro" no es sólo una ficción, sino que todos somos el "otro".

Estrella de Diego, La invención de los otros, Babelia. El País, 07/01/2012

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