Primitivisme.
Un juego de paralelismos organizado a través de yuxtaposiciones que
desvelaban las "afinidades", sobre todo formales, entre Occidente y los "otros",
escenificaba una especie de mundo feliz, o al menos acrítico, que silenciaba un
segmento esencial del relato, quizás porque lo "primitivo" tiene para Occidente
un doble significado: si por una parte es la infancia de la humanidad, lo no
contaminado, por otra es lo sexual, lo orgánico. En pocas palabras, aquello que
más puede perturbar a nuestra cultura, visual, higiénica por excelencia,
contemplando el mundo desde su posición a salvo.
Así, la exposición del MOMA proponía dos mundos contrapuestos que, sin
embargo, convivían cómodos, tal vez porque la mirada del connaisseur, en
este caso los comisarios, había sabido seleccionar entre las otredades lo menos
conflictivo, lo más abstractizante: lo más "puro". Era una operación semejante a
la que había planteado Picasso con Las señoritas de Aviñón, una obra en
la cual las pavorosas máscaras se domestican, se conforman a la alta cultura
después de que la mirada del artista las haya rescatado.
La belleza impoluta de Primitivismo y lo confortable de las
asociaciones despertaron ya entonces la perplejidad del antropólogo James
Clifford, quien en su artículo mítico Historias de lo tribal y lo moderno
criticaba esa higiene extrema que veía a África -y al resto de las culturas-
como atemporales, sin presente o pasado propios; parte de una fantasía
occidental en la cual se fetichizaba el fetiche, enfatizando lo elegante de las
culturas otras y, más importante aún y como reflexionaba Clifford, excluyendo
las contaminaciones de las "modernidades" de otros ámbitos, incluso
occidentales. Nada más cierto. ¿Dónde estaban Brasil con Tarsila do Amaral o
Cuba con Wifredo Lam, por citar los ejemplos más conocidos entre los que se
incluían en la reciente Afromoderrn. Viajes a través del Atlántico negro,
producida por la Tate Liverpool en 2010 y que se pudo ver en el CGAC de Santiago
de Compostela?
¿Dónde estaba, se preguntaba Clifford, Josephine Baker, un personaje que
despertó el deseo hacia la africanidad de la vanguardia y que no sólo ponía de
manifiesto la sexualización de ese deseo, sino lo híbrido del producto? Baker,
como tantos de su generación, jugaba a disfrazarse de "negra" para que los
blancos parisienses o neoyorquinos pensaran que los negros con los cuales se
asociaban eran auténticos "africanos", al tiempo que ponía de moda el Bakerfix
que usaban las mujeres blancas para dar a su pelo el aspecto "lacado" que
presentaba el de Baker. Es algo parecido a la historia que se cuenta de la
conocida negrófila Nancy Cunard, autora de la antología de poemas Negro
(1929), en la cual rescataba a los poetas de origen africano al lado de autores
como Ezra Pound o Samuel Beckett. La rica heredera inglesa, desheredada por la
familia tras la relación amorosa con un músico afroamericano, Henry Crowder -por
quien dejó al poeta Aragon-, echaba en cara a su pareja no ser suficientemente
africano, a lo cual él contestaba con paciencia que no era africano, que era
norteamericano.
Sea como fuere, las relaciones de Occidente con las culturas no siempre han
sido tan idílicas como este romance de las vanguardias con una cultura africana
-muy hibridizada- puede hacer creer o como se esforzaba por mostrar
Primitivismo en su búsqueda de productos "puros". La realidad era muy
diferente y ocurría en el Berlín de primeros del siglo XX: los visitantes de
lugares remotos eran exhibidos en zoos, contemplados detrás de una valla por los
curiosos que querían saber cómo eran en realidad los "exóticos". Esa forma de
exponer a los otros como objetos etnográficos, como trofeo del viajero o
curiosidades del científico, era una práctica habitual en las exposiciones
universales -lo demuestran las numerosas postales estereoscópicas que se
imprimieron como souvenir de dichos acontecimientos. La pregunta surge
inmediata ¿en qué se convertían las personas de otras culturas expuestas al
público? Sobre todo, ¿en qué se diferenciaban de los freaks, tan
populares hasta entrado el XX, si en ambos casos se representaban la "otredad"
como forma de espectáculo? Más importante aún, ¿hasta qué punto son oscuras las
relaciones de Occidente con los otros, las que desbordan lo idílico y desvelan
lo sórdido?
Por todas estas contradicciones ocultadas por la mayor parte de los discursos
culturales al uso llama la atención la muestra que se puede ver ahora en el
Museo Quai Branly parisiense, La invención de lo salvaje. Zoos humanos,
presentaba por Liliam Thuram con la asesoría, entre otros, de Pascal Blanchard,
conocido experto en colonialismo. En la exposición se traza una línea desde los
orígenes del fenómeno hasta una última reflexión en un vídeo en la cual varias
personas hablan de sus "diferencias", pasando por las exposiciones universales y
coloniales, y los zoos humanos. La muestra propone, así, un recorrido histórico
con especial énfasis en las cámaras de las maravillas, la exhibición de las
gentes "exóticas" y la invención de lo "nativo" en las exposiciones coloniales,
lugar que parapetados tras la excusa de ampliar el conocimiento se ocultaba una
terrible maniobra de apropiación del otro -como bien supieron los surrealistas
quienes odiaron la exposición colonial de París de 1931. La invención de lo
salvaje nos obliga, pues, a reflexionar sobre las nociones de apropiación y
normativización de lo diferente, sobre todo de exclusión, de las cuales
Occidente ha hecho siempre gala, tratando todo lo que queda fuera de la norma
-tanto los "diferentes" como los "primitivos"- como un objeto aislado, sin
historia propia, atemporal, aquello para ser mirado desde la posición segura que
siempre adopta Occidente.
Desvelar esa doble moral es el mérito de la exposición que, a través de un
fabuloso conjunto de obras con frecuencia curiosas e inesperadas -desde fotos
hasta autómatas, cuadros, pósteres, postales, artefactos, películas...- pone en
evidencia ese lado oscuro en el cual a menudo los "exóticos" eran equiparados al
resto de otredades. Pero la intensidad del paseo no acaba en la propuesta de
desmontar estereotipos. En una parte del recorrido, alargados y camuflados en
las paredes, unos espejos nos esperan en la visita dislocando el paseo... y al
sujeto. Ahí estamos, reflejados mientras vamos observando las curiosidades
expuestas, y la sensación que tenemos es inquietante: por arte de magia hemos
dejado de ver para ser vistos. Nos hemos convertido en parte de lo expuesto, en
el "otro", en lo salvaje. Allí está la imagen del visitante mezclada con el
resto... El mensaje queda claro: el "otro" no es sólo una ficción, sino que
todos somos el "otro".
Estrella de Diego, La invención de los otros, Babelia. El País, 07/01/2012
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