Inferns líquids.
Quienes conozcan la obra de Michel Foucault sabrán de la importancia que el
pensador atribuía a la llamada penitenciaría del Estado de Pensilvania
(Filadelfia), construida en 1829 por el arquitecto John Haviland como paradigma
de cárcel moderna, con pretensiones de reforma moral de los reclusos y según un
modelo que sería imitado en todo el mundo. Allí se documentaron Dickens o
Tocqueville y, entre otros huéspedes ilustres, Al Capone vivió entre sus góticas
paredes. Aunque se basaba en el sistema de aislamiento (debido a la creencia en
que, obligados a convivir únicamente consigo mismos, los condenados
reflexionarían sobre su pecaminoso pasado y se convertirían en honrados
feligreses), en lo que hoy queda de ella puede verse aún, algo desvencijada y
ruinosa, la en otro tiempo amenazadora torre central que permitía a los
centinelas tener bajo vigilancia visual todo el entorno de la prisión: su
alargada sombra nos lleva a pensar inmediatamente en el Panóptico, esa invención
genial de Jeremy Bentham en la que Foucault vio el emblema de unas sociedades,
las modernas, caracterizadas por un ejercicio del poder político apoyado en un
análisis sistemático y exhaustivo de los espacios urbanos controlables. Los
inabordables muros del edificio y las gruesas paredes de las celdas, con su
despiadada rigidez separadora, obedecerían, según Foucault, al mismo principio
que durante los siglos XIX y XX, "analizó" el espacio interior de las viviendas
populares, creando habitaciones diferenciadas -el cuarto de los niños, la alcoba
conyugal, el baño, la cocina, el comedor, la sala de estar- donde hasta entonces
no había más que un espacio único en el que coexistían todas las tareas,
personas y funciones del hogar. Esta misma maciza solidez analítica habría
organizado los demás "espacios" de la ciudad moderna: hospitales, escuelas,
fábricas o cuarteles, según un régimen ideal de visibilidad y divisibilidad que
garantizaría la eficacia de las operaciones, la claridad y distinción de las
instituciones y la sumisión de los individuos a sus leyes.
Mucho podría decirse, sin duda, de la siempre excesiva distancia que separa
los ideales de sus realizaciones, pero quizá sería vano hacerlo ahora, cuando de
los unos y de las otras quedan solo los escombros. El caso es que la prisión de
Filadelfia, obsoleta entre otras cosas debido a la superpoblación de
encarcelados, cerró sus puertas en 1971, como anunciando la llegada de otros
tiempos, y hoy es algo parecido a un museo. Si se recorre en un día
apropiadamente nublado de noviembre -como yo tuve no sé si la suerte o la
desgracia de hacerlo- es posible aún sentir algún escalofrío al pasar por las
celdas de castigo, por el corredor de la muerte (la expresión inglesa, Death
row -los que hacen cola para ser ejecutados- siempre me ha parecido más
precisa y horrible) o por la barbería, pero las húmedas y desconchadas galerías
son ahora frecuentadas por unas multitudes bien distintas, las que practican eso
que ha dado en llamarse turismo siniestro y que son la otra cara de las
que llenan la Capilla Sixtina o el Museo del Louvre; si estas últimas buscan la
belleza (o la foto autentificadora que, como decía Walter Benjamin, tritura el
aura sagrada que en otros tiempos recubría a las obras de arte multiplicando su
imagen y difundiéndola hasta el infinito), es difícil saber lo que buscan las
primeras (¿La foto grotesca de la fealdad? ¿El alimento de la buena conciencia
diciéndose lo brutales que eran nuestros antepasados frente a nuestro refinado
humanismo?). Si uno tiene menos suerte, la visita puede coincidir con alguna
instalación artística (pues la vieja cárcel también es una galería de arte:
sobre esta curiosa convergencia se puede leer la novela de Fernando Sánchez
Pintado Performance, en Ed. Barataria); y, si es Halloween, hay un
espectáculo llamado Terror tras los muros que, supongo, hace las delicias
de los más jóvenes, habituados a jugar a asustarse como los turistas siniestros
y, también como ellos, a convertir el pasado histórico en ocio programado. En
cualquier caso, el asunto mueve a preguntarse si hay que ver en un cambio de
esta clase -ruina, "cultura" y diversión donde antes hubo disciplina, miedo y
poder- un signo sintomático de nuestra época, en la que, como advertían Marx y
Engels y hoy remacha el sociólogo Zygmunt Bauman, todo lo sólido se desvanece en
el aire, todo lo sagrado se profana y todo lo rígido se derrite, igual que en
otro tiempo se fundían las vajillas metálicas del Imperio Austro-Húngaro para
alimentar la producción de cañones bélicos, aunque hoy día se trate más bien de
los cañones de proyección para ordenadores con Power Point, cuya imagen
líquida devora todo lo que alguna vez fue visión o palabra y lo regurgita
incansablemente como hacen los monos en el Zoológico con las cortezas que
mastican, según la imagen que Josef Winkler suele utilizar para designar el
"lenguaje universitario".
Sería, en verdad, absurdo y miserable experimentar nostalgia ante una
modernidad sólida que a menudo se forjó con las cadenas de un infernal encierro,
como el que sufrían los reclusos sometidos al aislamiento; pero sería igualmente
pretencioso e ingenuo creer, como creen los turistas de lo siniestro, que la
levedad y la fluidez de nuestra vida social actual es más civilizada o más
humana que la de nuestros padres o abuelos. Los Dickens y los Tocquevilles que
hoy están en ciernes, sin duda, ya se deben estar documentando en otras clases
de infiernos propios de nuestro tiempo, que ha elevado la comunicación al mismo
nivel de superstición salvadora que tuvo ayer el aislamiento (como si las
virtudes ciudadanas emanasen de la fibra óptica), y que va poco a poco
sustituyendo la antigua vigilancia de los poderes públicos -hoy tan erosionados
como la torre de Filadelfia- por la penetración de los privados. Pues si hay una
violencia en la "separación" de espacios y habitaciones que constituyen las
viviendas, no es menos angustioso el modo como las nuevas casas, las
verdaderamente adaptadas a nuestro tiempo, prescinden de paredes, muros y
distinciones rígidas, dejando al inquilino en la indefinición de un espacio tan
completamente descualificado y abstracto como el dinero en el que se cuenta su
valor y, como él, perfectamente intercambiable por cualquier otro espacio. La
privatización, la despolitización, la miniaturización, la deslocalización, la
flexibilización o la impermanencia que definen los nuevos estilos de vida que se
van imponiendo entre la resignación y el entusiasmo, ¿son en verdad procesos
ilimitados? ¿Hasta qué punto es posible externalizar los servicios de una
empresa o de una familia sin que deje de ser una empresa o una familia? ¿Hasta
qué punto se pueden reducir las dimensiones de un empleo sin que deje de ser un
empleo? ¿Hasta qué punto puede un Estado ceder su soberanía a terceros sin dejar
de ser un Estado soberano? ¿O bien no hay límite alguno, y ni siquiera la
injusticia, el sufrimiento o la muerte pueden poner obstáculos a este proceso
mundial de fluidificación? Es posible que llegue un día en el que unos grupos de
turistas morbosos recorran las ruinas de nuestras ciudades desurbanizadas como
hoy recorremos nosotros la penitenciaría de Pennsylvania, sintiendo una mezcla
de compasión por quienes vivíamos en ellas y de satisfacción porque ellos ya no
tendrán que hacerlo.
Mientras esperamos ese momento, dejemos que los niños sean los únicos que se
crean que el terror está solamente al otro lado del muro, y aprendamos a mirar a
nuestra época con más piedad por nuestros semejantes -los que nos acompañan en
el viaje sin que quede una isla del diablo en donde depositar a los que sobran-,
con menos complacencia antropológica, porque no se trata de adaptarnos a las
circunstancias a cualquier precio y de cantar las alabanzas de cada novedad como
si fuese una tierra prometida, a veces las circunstancias son inmundas y tenemos
el deber de decirlo y de intentar cambiarlas; y con mayor exigencia crítica, con
mayor atención a los nuevos miedos y las nuevas penas generadas por la ausencia
de rigidez y la flexibilidad. Porque, así como ahora nos parece increíble que se
viera en aquellas cárceles decimonónicas un monumento a la virtud, quienes más
ridículos resultarán para los futuros turistas de lo siniestro serán los que hoy
ven en la fluidez ilimitada la salvación de todos los males, empezando por
aquellos que son radicalmente irremediables.
José Luis Pardo, Turismo siniestro, El País, 14/01/2012
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