Democràcia contra humanitats?
Habría que preguntarse en primer lugar si en la actualidad existe tal
territorio. También, si debería existir y, en ese caso, cómo. El término
"humanidades" se ha vuelto tan difuso que su mención evoca algo debilitado,
pasado y decorativo; un ornamento mayor, no siempre lucido, de una cultura
decididamente técnica. El estado de cosas empeora, además, cuando regularmente
aparecen sus defensores: de ellos casi siempre cabe esperar un lamento por su
decadencia, sin reparar en la propia responsabilidad contraída en su
degradación.
Quizás sea necesario decirlo con todas las letras: las humanidades ya no
resultan necesarias. Para caracterizar su irrelevancia, nada mejor que
compararlas con el trabajo del ingeniero: si este no sabe, el puente se cae, la
carretera se hunde, el tren de alta velocidad se estrella. ¿Qué pasa, en cambio,
cuando el profesional de las humanidades (que ya no se puede llamar "humanista")
no sabe de lo suyo? Pues simplemente: no pasa nada. Esta conclusión obliga a
preguntarse por qué resultan tan prescindibles cuando tiempo atrás constituyeron
el núcleo del saber. Resulta obvio que las causas no resultan nítidas, porque la
cuestión afecta a una metamorfosis absoluta de la cultura humana, que se cifra
en una suspensión del problemático significado de tradición. La historia ya no
enseña referencias, lo que conduce, como afirmaba F. Jameson al principio de su
Teoría de la posmodernidad, a "pensar históricamente el presente en una
época que ha olvidado cómo se piensa históricamente". Esta paradoja nos devuelve
la historia, pero convertida en retazos dispersos y confusos utilizables al
margen de cualquier contexto, algo así como si el pasado fuera solo combustible
para un presente voraz que todo lo consume. Pero sería ocioso y seguramente
falso culpar de su lenta desaparición a la cultura técnica. Esa culpabilización
se vuelve el cómodo refugio de los que no aspiran a transformar el estado de
cosas, sino a perpetuarlo, porque es el que precisamente exime... del cultivo de
las humanidades.
Pero, ¿se pueden cultivar bajo el nuevo paradigma? ¿Y si el verdadero
obstáculo para las humanidades no lo opusieran las técnicas ni tampoco las
ciencias de la naturaleza -física, química, biología- sino precisamente las
"ciencias humanas"? Estas, empezando por la historia, la psicología, la
sociología y, sobre todo, la lingüística, han sustituido a las humanidades
transformando sus antiguos temas en nuevos objetos científicos como consecuencia
de la aplicación metodológica de las ciencias naturales. Si lo que hoy define
una ciencia, más que su tema de estudio, es su carácter metodológico, entre las
humanidades y las ciencias humanas se ha abierto un abismo que destierra a las
primeras del ámbito de la ciencia: si adoptan su metodología, se pierden a sí
mismas. Esta es seguramente su frágil situación, que las vuelve mero adorno en
la organización administrativa del saber.
En el nuevo paradigma también puede que sus antiguos contenidos ocupen un
lugar importante en la industria del ocio y el entretenimiento, pero eso ya no
son humanidades, sino business. Su sentido más íntimo -el cultivo del
pasado por medio del estudio filológico y hermenéutico- resulta intratable bajo
las pautas científicas admitidas. Las humanidades se vuelven así ellas mismas
asunto del pasado. ¿Qué queda entonces de ellas?, ¿vale la pena
recuperarlas?
Descartado que puedan ocupar su antiguo papel en la organización actual del
saber y las ciencias, la pregunta por las humanidades y su improbable territorio
ya no puede plantearse solo en términos científicos, sino políticos: ¿quiere
dedicar una sociedad recursos económicos, con todo lo que eso implica, para
implantar seriamente los estudios humanísticos, dejando de enmascarar su
progresivo y estructural recorte? La pregunta se puede plantear en términos más
intuitivos: ¿quiere una sociedad, por medio de su Gobierno, formar a sus jóvenes
ciudadanos en estudios como la historia, la literatura, el arte, las lenguas
clásicas o la filosofía?, ¿o prefiere una educación de la que haya desaparecido
la posibilidad de leer, escribir, interpretar, juzgar y decidir cultivadamente?
Porque desgraciadamente el cultivo de las humanidades hoy tendría que comenzar
por la humilde tarea de enseñar a leer y escribir -que debería constituir el
primer deber político de la democracia-, lo que nos remite a un horizonte mucho
más incómodo: que tal vez hoy se pueda prescindir de la lectura, entendida al
menos en sentido humanístico como ejercicio progresivo de formación. Así,
tendría que asumirse que leer es algo distinto de obtener una información. La
opción política residiría entonces en decidir si una sociedad quiere aprender a
leer su propia tradición pasada, pero no porque allí resida la verdad absoluta,
sino porque constituye la única referencia accesible para todos, fuera de la
lucha por el presente. El pasado puede volverse así la distancia necesaria desde
la que todavía podemos vernos. El declive de las humanidades no deja de
constituir otra forma de referirse a la aniquilación estratégica del pasado. Al
reproche de que las terribles catástrofes históricas del siglo XX ocurrieron
precisamente bajo una sociedad ilustrada y leída, habría que oponer que su causa
residió más bien en una insuficiente ilustración. Solo cabe recordar la
destrucción de la tradición humanística llevada a cabo en Alemania por aquel
régimen que anunciaba la nueva época a base de borrar la antigua: comenzó
quemando libros como anticipo de la quema de cuerpos humanos. A las tiranías les
estorba la tradición ilustrada, de ahí que la desfiguren o directamente la
destruyan. Pero nuestra pregunta tiene que apuntar ya sin nostalgia directamente
al futuro: ¿qué aportaría el territorio de las humanidades a la democracia?
Si las ciencias humanas investigan científicamente su objeto, políticamente
habría que reivindicar el estudio de la cultura humana desde su sentido
temporal, accesible solo por medio del cultivo de las lenguas, los textos y los
objetos que nos precedieron, pero no con un fin arqueológico, sino con el de
constituir un modelo de ciudadanía. La cultura así adquiriría un sentido
ulterior, no simplemente heredado, sino como condición de una vida social futura
extraña a la barbarie. ¿Resulta hoy eso posible? ¿Y si descubriéramos, por
ejemplo, que ante ese objetivo el camino no fuera enseñar Educación para la
Ciudadanía sino simplemente humanidades...? En realidad, ¿qué pasa cuando algo
como la ciudadanía se enseña como una asignatura de la que uno se puede
desvincular cuando quiera? Además de ocurrirle como a la enseñanza de la
religión -que aumenta el número de irreverentes- el problema reside en que
seguramente no se deja enseñar como un conocimiento, sino que es más bien el
conocimiento una condición de su desarrollo. Además, ninguna Administración está
dispuesta a volver a la difícil enseñanza humanística porque es improductiva,
muy lenta y, en consecuencia, cara: aprender una lengua, clásica o moderna;
adquirir un bagaje de lecturas; conocer y aprender a ver el arte, resultan
tareas extrañas a la rapidez exigida hoy por las tecnologías de la enseñanza. El
sacrificio social que se ha pagado a cambio ha sido enorme y la degradación está
servida: las humanidades ya no pueden constituirse en el fondo sobre el que
construir una sociedad libre y crítica. Pero, ¿qué las va a suplir? Los
sobrentendidos aquí no valen y constituyen la puerta de entrada de los
totalitarismos, que por descontado son antiilustrados. De ahí que la imagen más
sombría proceda de pensar cómo la moderna sociedad democrática fue también la
que descabezó las humanidades, seguramente por imponderables de la masificación,
pero también por considerar que estaban teñidas de un halo elitista que las
identificaba con las antiguas clases de poder. No se percibió que fue la propia
conciencia formada en las humanidades la que justamente había acabado con aquel
antiguo poder. Hoy podríamos preguntarnos si, más allá de la gestión económica
de los recursos y su distribución, es posible una sociedad democrática sin
contar con la reimplantación de las humanidades.
Arturo Leyte, El territorio de las humanidades, El País, 05/01/2012
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