Mags.
Queridos niños: En esta fiesta de Reyes, en que empezamos a enterarnos de
adónde fue a parar el roscón, quiero dirigirme a vosotros para rogaros que, de
mayores, no seáis como nosotros. Quiero pediros que no tengáis miedo. Cuando os
den una dosis de reajustes llamada de caballo, no permitáis que os la vendan
como si vosotros fuerais los únicos que tenéis que aceptar la inyección. No lo
hagáis, porque, de inmediato, os harán lo que los hombres que se sientan encima
han hecho siempre con los caballos: embridarlos, espolearlos, dirigirlos. Y
colocarles -colocaros- un artilugio en la cabeza, para que vuestros ojos no
puedan captar la visión completa del asunto.
También quiero pediros, queridos amiguitos, que seáis buenos. Llegados a este
punto necesito ejemplos, y como solo me salen negativos, os expondré algunas
cosas que no debéis hacer, por mucho que insistan los compañeritos de clase
tenidos por más espabilados y ocurrentes. No compréis más trajes de los que
podéis pagar, no hagáis más aeropuertos de los que necesitáis -pues luego se los
comen los conejos, y hay que gastarse una pasta pública contratando halcones
para cazarlos-, no abráis bancos ni los cerréis -lo de atracarlos, ya es otro
cantar-, no revendáis hipotecas, no inventéis acontecimientos que no sirvan para
acabar con la miseria, y no cobréis comisiones.
Los anteriores consejos sirven para todos los sexos en vigor, pero el
siguiente va dirigido especialmente a las niñitas que salís partidarias de lo
clásico. Por favor, cuando os caséis con un buen mozo, por deportivo o
deportista que parezca, controlad de dónde saca los dineros con que os obsequia
con mansiones y tiaras. Ni la gente más alta necesita inclinarse para distinguir
las ventosidades del cónyuge. Y eso es todo, queridos amiguitos que aún creéis
en los Reyes... ¿Cómo era? Ah, sí. Magos.
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