Ecologia i segona llei de la termodinàmica.
Ninguna de ambas creencias tiene fundamento en la
realidad. La primera viene a ser la quintaesencia de lo que Kenneth E. Boulding
bautizó como la “economía del cowboy”; habría que rogar a nuestros economistas
que se quitasen el sombrero de ala ancha, pues dificulta bastante la visión, y
tomasen nota de que la expansión hacia el salvaje Oeste hace ya tiempo que topó
con la barrera del Océano Pacífico. En cuanto a la segunda creencia –la
sustituibilidad indefinida–, es tan razonable como la actitud de aquel señor del
chiste que, al ver que con cierta estufa sus gastos en combustible se reducían a
la mitad, se compró otra estufa del mismo tipo convencido de que con dos ¡podría
calentar la casa sin combustible alguno!
La crisis ecológico-social ha puesto de manifiesto que semejante
despreocupación por el sustrato biofísico sobre el que se apoyan las economías
industriales, y la atención prioritaria a los flujos monetarios y el intercambio
mercantil, conduce finalmente a tener que pagar un precio trágico (en
devastación ambiental, sufrimiento humano y aniquilación de vida).
Desde hace decenios, y con intensidad renovada en los cuatro últimos, se
consagran muchos esfuerzos a una reformulación de la teoría económica que sea
capaz de dar cuenta de lo que Wendell Berry llamó la Gran Economía: la
“economía” de la biosfera, la economía que sostiene la red total de la vida y
todo lo que depende de la buena salud de la Tierra y sus ecosistemas. Una parte
importante de estos esfuerzos se centran en esclarecer lo que ciencias naturales
como la física y la biología tienen que aportar a la ciencia económica: por
ejemplo, conocimientos sobre los límites con que topan los sistemas económicos a
causa de su inserción en sistemas biofísicos que contienen a los primeros.
Entre los fenómenos y nociones biofísicas esenciales para la comprensión de
aquella Gran Economía se encuentran, muy en primer lugar, las leyes de la
termodinámica, en especial la segunda (conocida como principio de
entropía), o lo que es lo mismo: las constricciones que los principios
termodinámicos imponen sobre los procesos socioeconómicos. El gran economista
rumano –afincado en EEUU— Nicholas Georgescu-Roegen fue un pionero en la
exploración de estas cuestiones a partir de los años sesenta del siglo XX.
Pero si –por la primera ley de la termodinámica– la materia-energía no se
pierde, sino que solamente se transforma, ¿no desaparecen como por ensalmo todos
los problemas de límites al crecimiento económico que preocupan a los
ecologistas? Pues no, a causa del segundo principio (o la segunda ley) de la
termodinámica. Los diversos tipos de energía (de trabajo almacenado)
no son igualmente convertibles en trabajo útil. Si se quiere decir de
otra forma: existen formas de energía de “buena” y “mala” calidad para
nosotros.
La entropía es una medida de la disponibilidad de la energía: mide la
cantidad de energía que ya no se puede aprovechar transformándola en trabajo. Un
aumento de la entropía supone una disminución de la energía disponible: ni el
carbón ni el petróleo pueden quemarse dos veces. Podemos vincular la idea de
entropía con los recursos naturales que empleamos para nuestra subsistencia de
la siguiente forma: el recurso natural más básico y fundamental es la
materia-energía de baja entropía (vale decir: materia-energía con
alto grado de orden y disponibilidad). El mineral de hierro con alta
concentración de metal es un recurso precioso para nosotros, mientras que el
hierro disuelto en el océano es prácticamente inutilizable.
En la Tierra existen de forma natural “depósitos de baja entropía”, islas de
entropía negativa o “neguentropía” que desde los comienzos de la Revolución
Industrial hemos ido agotando rápidamente: se trata de las reservas de
combustibles fósiles, los yacimientos minerales, etc. Dilapidar de forma
irresponsable la riqueza natural que constituyen estos “depósitos de baja
entropía” restringe cada vez más las opciones vitales de los seres humanos que
nos sucederán. En cierto sentido, el imperativo de una sociedad ecológicamente
sustentable podría formularse como un imperativo de minimización de
entropía.
La economía convencional ha tenido en cuenta, más o menos, la primera ley de
la termodinámica; pero no la segunda, que es incomparablemente más
importante que la primera a efectos prácticos. Si uno observa la
representación clásica del proceso económico en los manuales al uso, verá que en
realidad se trata de una máquina de movimiento perpetuo, o sea, un objeto
imposible. La termodinámica enseña que esos diagramas circulares, ese movimiento
pendular entre producción y consumo en un sistema completamente autárquico, no
corresponde a la realidad. El hecho de que el sistema económico se halle inserto
dentro de sistemas biofísicos que forman una biosfera altamente compleja, y que
dependa para su funcionamiento de fuentes de materiales de baja
entropía y de sumideros para los desechos de alta entropía producidos;
el hecho de que el principio de entropía gobierna todos los procesos del mundo
material, sencillamente se ignora en la economía convencional.
En cierta ocasión Kenneth Boulding afirmó que “quien crea que el crecimiento
exponencial puede durar eternamente en un mundo finito, o es un loco o es un
economista”. Podríamos parafrasear la humorada del modo siguiente: quien crea
que se puede violar la ley de la entropía, o es un loco o es un economista
convencional. Pues, en efecto, los economistas convencionales tienen tantos
problemas con la ley de la entropía como con los fenómenos de crecimiento
exponencial en sistemas cerrados (y por razones parecidas).
La economía ecológica, por el contrario, sitúa la segunda ley de la
termodinámica en el centro de sus reflexiones. Parte de la premisa de que el
proceso económico es entrópico en todas sus etapas materiales. La segunda
ley de la termodinámica tiene importantes implicaciones económico-ecológicas. Lo
que muestra es esencialmente que la actividad económica está constreñida por
ciertos límites insuperables. Señala, así, los límites al reciclado: el
reciclado perfecto es imposible.
Sólo se puede recuperar una parte de los materiales; siempre hay un resto que
se pierde irrecuperablemente. (Por lo demás, el problema se desplaza al terreno
de la entropía energética: reciclar exige siempre utilizar energía, en
cantidades que pueden ser muy grandes, inabordables.) Los neumáticos pueden
reciclarse; las partículas de neumático adheridas al asfalto no. El plomo de las
baterías puede recuperarse en un alto porcentaje; el plomo emitido a la
atmósfera junto con los gases de escape de los automóviles no. El cierre total
de los ciclos es imposible, y las pérdidas de materia inevitables.
Alguien tan lúcido como Barry Commoner pecó, sin embargo, de optimismo
tecnológico insuficientemente consciente de los límites que las leyes de la
termodinámica imponen a la ecologización de la economía. En efecto, hace años
postulaba que “los elementos químicos que constituyen los recursos del planeta
pueden ser reciclados y reutilizados indefinidamente, siempre y cuando la
energía necesaria para recogerlos y refinarlos esté disponible”.
Ahora bien: sin entrar en otros problemas que plantearía la extremosidad de
este planteamiento, el reciclado perfecto es un imposible
termodinámico, y por eso esta “solución” falla. Un ejemplo aducido a veces
en este contexto prueba en realidad lo contrario de lo que se supone que tendría
que probar. “A pesar de su enorme dispersión, más de la mitad del oro extraído
hasta ahora sigue controlado hasta hoy día, siendo reunido cuando es necesario
gastando energía”. El ejemplo se vuelve contra la intención de quien lo propuso:
a pesar de que el oro ha sido un metal valiosísimo para todas las
civilizaciones, y de que los seres humanos lo han reunido, atesorado y
conservado (o sea, reciclado) como ningún otro material en toda la historia
humana, sólo algo más de la mitad de todo el oro extraído en toda la
historia humana está hoy disponible. ¡Piénsese lo que ha ocurrido y ocurrirá con
materiales menos preciados! Y no vale replicar que, con las escaseces crecientes
o con los nuevos impuestos ecológicos, el latón o el papel llegarán a ser tan
valiosos como el oro: sería una salida por la tangente fraudulenta, que no
tendría en cuenta hechos termodinámicos básicos, por no hablar de los supuestos
irreales sobre la organización social y la psique humana.
En definitiva, el reciclado perfecto es imposible; y precisamente podríamos
enunciar el segundo principio de la termodinámica también de la siguiente forma:
la energía no puede reciclarse, y la materia no puede reciclarse nunca al
cien por ciento.
La segunda ley de la termodinámica también impone límites al
aprovechamiento de los recursos naturales. Detrás de las distintas
leyes de rendimientos decrecientes con que tropieza el género humano se
halla por lo general la estructura entrópica de nuestro mundo. Por ejemplo, en
lo que se refiere a los recursos naturales: a medida que consumimos los mejores
yacimientos minerales, los depósitos de combustibles fósiles más accesibles,
sólo nos van quedando (en una corteza terrestre progresivamente más
desorganizada) depósitos de materia-energía con mayor entropía, y por ello menos
disponibles, menos útiles, menos aprovechables y cada vez más caros de explotar.
“Cada vez nos acercamos más al momento en que la obtención de una tonelada de
petróleo implique el consumo de tanta energía como la que contiene ese petróleo.
En esa tesitura de nada sirve ya la sabiduría del economista, según la cual todo
es sólo una cuestión de precios, pues el precio debe ser pagado en la única
divisa fuerte de este mundo, a saber, en energía” (Christian Schütze).
“Entropía, recursos
naturales y economía ecológica”. Artículo publicado anteriormente en
Daphnia 53, Madrid 2010, p. I-III del dossier central (De la cuna a
la cuna. Cómo cerrar el ciclo en la gestión de los
residuos).
Jorge Riechmann, entropía, recursos naturales y economía ecológica, tratar de comprender, tratar de ayudar, 08/01/2012
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