Bellesa negligent.
Las personas que mejor visten no son aquellas que se atavían con lo más caro
y delicadamente combinado, en colores y texturas. Esta obra perfecta concluye en
sí misma y no dice casi nada de interés. La persona que mejor viste es aquella
que sabe -sin procurarlo- llevar mejor la ropa y no importa, en estos casos, de
qué clase social se trata. "Es duro decirlo", decía el diseñador Alexander
McQueen, "pero nadie viste mejor la ropa que los pobres".
La manera en que el cuerpo y el vestido se relacionan sin exigirse mutuamente
nada deriva en el resultado que constituye en su cima la belleza de la
negligencia. Nada de verdad importante es realmente bello y todo lo muy
importante se acerca corriendo a lo grotesco.
La belleza es una línea fina que separa su reino de lo siniestro. Así como el
horror exige un tratamiento apropiado para que su abuso no lo transforme en algo
cómico, los lindes que separan la vida de la muerte y lo delicado de lo cursi
son tan estrechos que siempre se siente amenazada la belleza por la proximidad
de lo siniestro.
Son más hermosos los caóticos estudios de los pintores por las obras
encajadas en el caballete, es más hermoso un taller de fundición que las figuras
de bronce que graciosamente produce, es más hermoso un paisaje descompuesto por
la tempestad que un jardín donde los árboles se alinean disciplinadamente.
Esta belleza de la negligencia no es en absoluto fácil de lograr. O, mejor
dicho, no cabe proyecto alguno para conseguirla a través de una tarea y voluntad
previa. Se trata de una categoría que nace del cuerpo o de la naturaleza sin
poner demasiada atención en su objeto o cuya posible atención se halla desviada
hacia un punto excéntrico que, a su antojo, con indolencia, hila la obra.
Es el caso mismo de Las hilanderas cuyo enigma baña tanto la
estructura como la emisión del cuadro asociadas ambas a una belleza que procede
de un viento interno. De un invisible vendaval, el único asociable pacíficamente
a su turbadora belleza.
Turbadora y singular, es original, ocasional. La belleza de la negligencia
dura mucho en la "duración" de Bergson, y siempre sin perder encantamiento, tal
como el descuidado paseo del gentleman o la desgana de la dama de las
camelias.
Porque, en fin, ya lo sabemos, nada nos arrebata más intensamente los
sentidos que aquello que no nos tiene en cuenta. Nada nos seduce con más fuerza
que la belleza que no nos necesita y ni siquiera se necesita a ella para
conquistar admiración.
El orden facilita la explicación cabal, se presta a ser visitado, controlado
y calibrado. El desorden, este actual desorden del mundo que tanto nos hace
sufrir, es ante todo el desorden del horror y no de la negligencia. Pero un paso
más, una línea de luz que apareciera en la lontananza, transformaría este caos
en impensada esperanza, confusa aún pero presagio de un tiempo único, aún sin
peinar, que nos espera con su prestancia.
Vicente Verdú, La belleza de la negligencia, Eñ Boomeran(g), 03/01/2012
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