Crear idees és imitar a la mort.
Crear una idea es una labor que Hegel caracterizó como el trabajo de la
muerte. No quiero ponerme lúgubre, pero en cierta medida es así. La obra del
entendimiento –la abstracción, el análisis, etcétera– es semejante a la muerte
porque separa lo que está junto, separa lo que no puede subsistir separado. La
realidad es un bloque, un magma que nosotros cortamos, separamos, descartamos y
por lo tanto hacemos una tarea que es también la que lleva a cabo la muerte.
La muerte destruye lo individual, lo perecedero y se queda con los géneros.
Nos destruye a cada uno de nosotros y se queda con los seres humanos, con la
humanidad: los humanos siguen y nosotros nos morimos, los perros siguen y Rin
Tin Tin se muere. Las cosas concretas desaparecen y en cambio lo demás continúa.
Estamos acostumbrados a sustituir en nuestra casa un peine viejo por un peine
nuevo, la lavadora vieja por una lavadora nueva, el iPhone viejo por un nuevo
modelo, porque continúa el modelo, continúa la idea pero desaparecen los objetos
particulares. Esa es la tarea de la muerte, es al final de cuentas la tarea del
pensamiento. La tarea del pensamiento es buscar lo que dura, lo que permanece,
descartando lo que muere, lo que perece, lo individual.
Aristóteles decía: “No hay pensamiento de lo individual, todo pensamiento es
de lo general.” Podríamos preguntarnos: ¿por qué no hay pensamiento de lo
individual? Porque el pensamiento mata lo individual, lo hace desaparecer para
quedarse con la categoría. Por lo tanto crear ideas es imitar a la muerte.
Imitar el despojamiento que la muerte lleva a acabo en la realidad para quedarse
con lo perdurable, con lo eterno. Por eso las ideas son eternas –son eternas
porque han sido despojadas del magma perecedero que es la individualidad, que es
la existencia–. Esa es la contraposición permanente que María Zambrano estudió
en Poesía y filosofía: la poesía se queda con lo perecedero, con lo que
pasa, con lo que desaparece, con el temblor, con el instante, y la filosofía
busca lo que no pasa, lo que perdura, lo que no cambia. Esa es la oposición
permanente entre pensar y ser. Somos individuos, pero cuando tenemos que pensar,
pensamos en categorías eternas. Spinoza decía que nos sabemos y nos
experimentamos como eternos. El que piensa sabe que es eterno, pero sabe que es
eterno en cuanto piensa. En cambio, cuando siente, cuando ama, cuando necesita,
cuando añora es perecedero.
El trabajo de la idea –el trabajo de la idea del mundo– es ir categorizando
el mundo de acuerdo con núcleos de eternidad y despojándolo de todo aquello que
está constantemente pereciendo. Por eso decía Hegel que el rostro del
pensamiento es el rostro aterrador de la muerte, porque cuando miramos de frente
a los conceptos vemos que nosotros no tenemos puesto entre ellos.
En la ciudad de las ideas eternas platónicas está el Bien, está la Verdad,
está la Belleza, están los conceptos pero no estamos nosotros. Nosotros somos
barridos para dar paso a la idea. De ahí esa suerte de lucha entre la filosofía
y la experiencia vital. La filosofía no puede ser ciencia, porque esta describe
pero no busca significados, busca lo que hay pero no lo que significa. La
poesía, en cambio, tiene el proceso inverso. Mallarmé, en sus consejos al joven
poeta, dice “nunca preguntes qué es, pregunta qué significa”. La pregunta
poética es ¿qué significa? La pregunta científica es ¿qué es? Y la pregunta
filosófica es algo a caballo entre el “¿qué es?” del científico y el “¿qué
significa?” del poeta. En medio de eso está la pregunta filosófica. La pregunta
filosófica es categorizar como si fuéramos científicos, pero incorporando
nuestra experiencia. La ciencia es experimento, la filosofía es experiencia. Eso
hay que metérselo en la cabeza a los filósofos de la ciencia. Cuando nos ponemos
completamente fuera y estamos hablando en tercera persona, somos científicos;
cuando nos perdemos en la interioridad subjetiva y estamos hablando desde el
yo irrenunciable, irrepetible, frágil y mortal entonces somos poetas; y
cuando estamos a caballo entre las dos cosas, tratando de captar la idea pero
también la experiencia que produce la idea, entonces somos filósofos.
Cuando le preguntaron a Hegel que qué era la filosofía contó una anécdota: en
una velada en compañía de burgueses una señora ingenuamente le pregunta mientras
tomaban el té: “Usted que lo piensa todo, entonces ¿qué tengo que pensar de esta
taza de té?” Hegel le respondió: “Eso mismo.” Con esto Hegel decía que la tarea
es pensar la vida, esa es la tarea. Nosotros sabemos más o menos qué es la vida:
sabemos que es alimentarse, reproducirse, sabemos cuáles son los mecanismos de
la evolución, conocemos las necesidades... Más o menos sabemos, en una dimensión
o en otra, lo que la vida es. Pero, ¿qué pensar de eso? ¿Qué pensar de que nos
haya tocado la experiencia de vivir? ¿Qué nos va a nosotros en la vida? ¿Cuál es
nuestra implicación en la vida? ¿Cuál es el significado de lo que hay para lo
que somos? Esa es la pregunta de la filosofía. No simplemente contar la angustia
que sentimos al saber que no duraremos como las ideas, no solamente la
descripción científica de lo que hay como si el mundo solo estuviera compuesto
de fuerzas, núcleos, átomos, etcétera, y no estuviera compuesto de seres y
personas; sino ¿qué hacemos nosotros en ese mundo de ideas y de necesidades?
¿Cómo nos insertamos, cuál es nuestro papel?
Constantemente nos estamos haciendo preguntas; preguntas, digamos,
utilitarias. Preguntamos qué hora es, porque vamos a tomar un avión, a acudir a
una cita o a ver un programa de televisión. Cuando sabemos la respuesta
descartamos la pregunta y pasamos a la acción. Pero si yo, en vez de preguntarme
¿qué hora es?, me pregunto ¿qué es el tiempo?, esa pregunta no tiene nada que
ver con mi vida. Voy a seguir tomando aviones, yendo a citas, viendo programas
de televisión y padeciendo y envejeciendo y muriendo. Cuando me hago preguntas
filosóficas como esa ya estoy formulando preguntas como herramientas, estoy
preguntándome por preguntas que yo soy. Da igual lo que es el tiempo, no me va a
servir para hacer nada, pero me va a servir para convivir mejor con el enigma
que yo soy, que es vivir como yo. Las preguntas de la ciencia se cancelan: hay
una respuesta y se pasa a otra cosa. El agua es hidrógeno y oxígeno en una
proporción determinada y una vez que lo sabemos pasamos a otra cosa. Las
preguntas de la filosofía, en cambio, nunca se cancelan. Cuantas más respuestas
tiene una pregunta filosófica, más nos intriga la pregunta. Cuanto más leemos
sobre las respuestas tradicionales que se han dado sobre la verdad, sobre la
justicia o sobre la belleza, más nos interesa el tema. No lo dejamos atrás, nos
interesa todavía más porque las preguntas filosóficas nos hacen meternos
dentro. En filosofía se piensa para entrar en dudas, no para salir de
ellas. La filosofía es como los chistes, los pillas o no los pillas. Lo más
difícil de explicar filosofía es explicar a ver si la gente lo pilla, porque
mucha gente no lo pilla y muchos, por supuesto, de los que hoy escriben sobre
filosofía tampoco han pillado la gracia.
Yo, por supuesto, no soy un filósofo, soy simplemente un profesor de
filosofía. Los filósofos de verdad, Hegel, Spinoza..., ellos sí han aportado
ideas, es decir, han llevado ese trabajo a la muerte. Ese trabajo para el que
probablemente hay que tener una fuerza extraordinaria, una fuerza
sobrehumana.
El verdadero pensamiento produce pánico, porque es el pánico de lo
perecedero, que sabe ciertamente que va a perecer y por qué. Al pensar la idea
descubrimos por qué vamos a perecer, y eso es aterrador. Por eso el que sostiene
el ánimo del pensamiento, sostiene lo más pesado y lo más terrible, como decía
Hegel. Lo más próximo a la muerte.
La vida es una especie de torrente permanente, confuso, en que todo se
mezcla, lo que parece bueno se convierte en malo, en el que las personas brotan
y desaparecen como sombras chinescas. De pronto quieres detener algo para
captarlo. Capturar algo para tenerlo, para apoderarte de ello. Mentalmente es la
única forma en que puedes apoderarte de las cosas. En el fondo es como si fueras
arrastrado por un torrente hacia una catarata y estuvieras buscando una roca, un
árbol, algo a lo que agarrarte y desde lo cual mirar al río y a la catarata sin
sentirte arrastrado por la corriente. El concepto es eso a lo que te agarras un
instante y te olvidas de que estás siendo arrastrado y miras lo que hay. Y
luego... vuelves a ser arrastrado.
Me preguntaban qué es crear una idea. Es imitar a la muerte, pero imitar a la
muerte desde una perspectiva que se quiere eterna. Es decir, que la muerte misma
la descartamos también. La muerte es el procedimiento, pero cuando entramos en
el reino de las ideas ya no está. Cuando entramos en el reino de las ideas –al
cual nos ha llevado el proceso de la muerte, como esa escalera que Wittgenstein
decía que hay que subir para llegar hasta el punto del pensamiento y luego
abandonarla y tirarla– la muerte, es decir, el despojamiento de lo perecedero,
de lo individual es el camino por el que llegamos a la idea y una vez logrado la
tiramos a un lado y entramos en el reino de una contemplación pura que se
pregunta por el significado del universo para los seres que no van a durar con
él hasta el final.
Fernando Savater, Cómo se hacen las ideas filosóficas, Letras libres, Enero 2012
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