Benjamin i els sistemes de traducció automàtica.
Muy probablemente, uno de los lugares en el que se manifiesta de modo más
nítido la vigencia de su compromiso con aquel descubrimiento infantil sea en
La tarea del traductor (1923), donde señala como finalidad primordial de
toda traducción el que sea capaz de mantener con vida ese poder misterioso del
lenguaje, más allá del cálculo de equivalencias o semejanzas entre el original y
la versión en otra lengua. "¿Qué dice una obra literaria? ¿Qué comunica?
Muy poco a aquel que la comprende. Su razón de ser fundamental no es la
comunicación ni la afirmación. Y sin embargo la traducción que se propusiera
desempeñar la función de intermediario solo podría transmitir una comunicación,
es decir, algo que carece de importancia. Y este es en definitiva el signo
característico de una mala traducción". Así como el lenguaje de los hombres es
aquel capaz de traducir a palabra el nombre mudo de las cosas, eco del lenguaje
primordial, el traductor tiene como objetivo por su parte plasmar en la lengua
de destino el pulso que late secretamente en el original, y no tanto como
parangón más o menos adecuado cuanto como complemento necesario, exigido por el
original para acabar de llegar a ser todo lo que puede ser. Porque lo que
vincula al original con su traducción no son tanto las homologías formales que
pudieran establecerse entre ambos cuanto el presentimiento común de un lenguaje
puro que fuera a la vez nombrar, conocer y crear, esa fuerza que Benjamin
convocaba al rememorar sus cuentos infantiles.
Es en este sentido que Blanchot pudo decir que el traductor es un enemigo de
Dios, en tanto que se empeña en remontar el castigo divino que llevó la
confusión de las lenguas a Babel, impidiendo así que prosiguieran los hombres
con la construcción de una ciudad capaz de asaltar el cielo. La astucia de Dios
para someter a los insurrectos fue entonces fragmentar la lengua primordial en
una multiplicidad de lenguajes heterogéneos. "Bajó Yavéh a ver la ciudad y la
torre que habían edificado los humanos, y dijo Yavéh: He aquí que todos son un
solo pueblo con un mismo lenguaje, y este es el comienzo de su obra. Ahora nada
de cuanto se propongan será imposible. Ea, pues, bajemos, y una vez allí
confundamos su lenguaje, y de modo que no entienda cada cual el de su prójimo. Y
desde aquel punto los desperdigó Yavéh por toda la faz de la Tierra, y dejaron
de edificar la ciudad". Visto así, el gesto del traductor tiene algo de titánico
entonces, porque se trata de alguien que, encarándose a la maldición, se mueve
entre los lenguajes desmembrados tratando de restituir lo que en ellos evoca el
lenguaje seminal.
A día de hoy, lo que nos cuenta Benjamin levanta ecos extraños, aunque
sepamos que toda tarea de cultura no puede ser tal sin ser a la vez y ante todo
tarea de traducción, sin manifestarse como transgresión de la condena
veterotestamentaria y voluntad de edificar ciudad. Así fue en la Escuela de
Traductores de Toledo o en villa Careggi, y titanes de esa estirpe
fueron, entre los clásicos, Marsilio Ficino o Friedrich Schleiermacher, es
sabido.
Incomprendido en su tiempo, con el paso de los años el pensamiento de
Benjamin ha ido adquiriendo una presencia cada vez más esclarecedora, hasta el
punto de que cuando nos calzamos una mirada como la que acaba de desplegar y
encaramos así nuestro presente el resultado viene a ser moralmente muy
revelador. Ninguna de las catástrofes que venteaba entonces ha desaparecido hoy,
comenzando por el fascismo o la guerra, y en cambio las esperanzas que él
concedía a la barbarie naciente parecen haberse esfumado. La estetización de lo
político, de todo lo público, considerada por Benjamin uno de los rasgos
definitorios del fascismo, nos invade ahora por entero, y la nueva barbarie que
está naciendo es hija tan solo de una brutalización deliberada, consciente, de
las condiciones de existencia moral. En pocos años hemos asistido a una
velocísima reducción del conocimiento a información, a su ruda imposición como
tal. Hace cuatro días se nos dijo que éramos la sociedad de la información y la
comunicación, hoy, sin que apenas nada haya cambiado, somos la sociedad del
conocimiento. Bien, lo único que ha cambiado es la conversión del conocimiento a
la contabilidad de la información y su consiguiente disponibilidad como
mercancía.
Benjamin no habría podido dejar de ver ahí la huella del más cerrado
nihilismo: afirmar que todo es información equivale a decir que lo que no es
información es un ruido, no cuenta, es nada. Y sin embargo hoy todavía somos
capaces de entender de qué nos habla cuando dice que lo propio de la verdad es
ser imparafraseable. Sin necesidad ninguna de arroparnos en su imaginería
teológica, todavía conservamos ese cierto sentido de la palabra justa que
realmente nombra, y desde allí podemos entender también que subraye que lo que
hay de esencial en una obra, su núcleo, es intraducible, es lo intraducible
mismo. Aún hoy podemos comprenderlo, aunque sepamos que es esta una experiencia
condenada a la extinción. Entonces, imaginemos, ¿con qué ojos habría mirado
alguien como Benjamin, tan atento siempre a las modificaciones de la experiencia
introducidas por los automatismos (desde la fotografía al mechero o el
interruptor), qué habría pensado de los sistemas de traducción automática? ¿En
qué se está tratando de convertir la experiencia de conocimiento, es que acaso
es algo que ya no puede permitirse, es eso lo que habría pensado?
No podemos saberlo, claro está. Pero es muy posible que hubiera entrevisto
aquí un nuevo avatar de la leyenda de Babel, esta vez no como el castigo de un
Dios celoso y rural, sino más bien como un automatismo ciego de la mercancía
confiada a su propio norte. Pero entonces la maldición no consistiría en la
fragmentación del lenguaje puro en una dispersión irreconciliable de lenguas,
sino en la convergencia de todas en un lenguaje único, artificial, tan despojado
de la posibilidad de albergar lo imparafraseable o lo intraducible como de
ofrecer la palabra justa que realmente nombra, una neolengua meramente
instrumental, algo como el basic english. Y es que, después de lo que
acaba de escuchársele decir a Benjamin, el que algo como el basic english
(y vale la pena recordar el acrónimo que lo establece como marca:
British-American Scientific International Commercial English) trate de
imponerse como medio de expresión obligatorio al que traducir todo conocimiento,
es sin duda algo que da que pensar.
Cuesta poco suponer que Benjamin hubiera visto aquí uno de esos detalles
iluminadores en cuyo destello adivinar nuestro futuro como cultura.
Miguel Morey, La tarea del traductor, El País, 26/12/2012
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