Formes de mesurar el talent literari i el talent científic.
En las ciencias de la naturaleza, el conocimiento es objetivo. El científico
formula una hipótesis y ofrece una demostración empírica de ella. Es requisito
indispensable que cualquier persona pueda repetir el experimento en su
laboratorio con idéntico resultado si reproduce las condiciones establecidas. La
comunidad científica ha de admitir al final, superando los posibles intereses
creados, esta nueva verdad positivamente contrastada. Precisamente por su
carácter verificable, el conocimiento de esta clase es acumulativo. Hoy sabemos
acerca de la naturaleza física o biológica mucho más que hace un siglo,
incomparablemente más que hace un milenio. Y en la medida en que el conocimiento
progresa, los avances más modernos despojan de validez a los descubrimientos
científicos anteriores. El elemento de la ciencia es el presente y el futuro
mientras que cada nuevo hallazgo convierte de golpe el pasado en arqueología. La
historia de la ciencia se resume en la historia de ilustres falsedades o de
verdades a medias superadas o completadas por otras posteriores. ¿A quién, fuera
del historiador, le interesa un estadio primitivo de la teoría cuando ya dispone
de su forma más perfecta? Tiene el mismo atractivo que el iPad 1 cuando ya está
a la venta el iPad 3. De lo anterior no se sigue que los científicos estén
libres de vanidad; como todos los hombres, quieren fama y reconocimiento, y
algunas querellas en la tetera científica han sido muy resonantes. Pero la
vanidad -la aceptación ajena- es en este caso achaque de los científicos, no de
la ciencia, la cual dispone de otras formas más seguras de sancionar y
jerarquizar sus progresos.
En el ámbito literario, en cambio, la historia no es acumulativa. ¿Es
superior Tolstói a Goethe, éste a Shakespeare, éste a su vez a Dante, Virgilio y
Homero? La obra de uno de ellos no anula la validez de la anterior ni la
reemplaza. El espíritu artístico no progresa -como lo hace el relevo que se
traspasan de mano en mano los atletas- sino que deviene, y sus obras maestras,
aun las más antiguas, disfrutan todas de una actualidad simultánea. Aquí la
categoría de progreso no es explicativa. Y no lo es porque carecemos de un
criterio objetivo que determine la verdad literaria. ¿Ha sido sometido Platón a
un experimento científico que advere la exactitud de sus proposiciones
filosóficas? No. ¿Dónde reside, pues, su verdad? En que durante generaciones y
generaciones, hasta hoy, la lectura de los Diálogos ha resultado fecunda
para muchos. La función que tiene en las ciencias el laboratorio la cumple en la
literatura el consenso.
El sacerdote belga Lemaître fue el primero en demostrar la expansión del
universo pero hemos leído recientemente que cuando conoció que el astrónomo
norteamericano Hubble había llegado a idénticas conclusiones por su cuenta,
aunque más tarde que él, se desentendió de su descubrimiento. Para el bueno de
Lemaître la verdad objetiva era lo sustantivo; quién la enuncia primero -y el
reconocimiento por sus colegas de esa prioridad-, lo adjetivo. Esto es
impensable entre nosotros, los literatos, porque el valor intrínseco de lo que
producimos lo concede en exclusiva la sociedad a través de sus incontrolables y
difusos consensos trenzados alrededor de nuestro nombre. Vivimos en un ay
pendientes de la opinión ajena y mendigamos desvergonzadamente el aplauso porque
en esta aprobación se revela la verdad de nuestra obra incluso ante nosotros
mismos.
Javier Gomá Lanzón, La vanidad literaria, Babelia. El País, 21/01/2012
http://www.elpais.com/articulo/portada/vanidad/literaria/elpepuculbab/20120121elpbabpor_36/Tes?print=1
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