La debilitació del´ideal democràtic?
Durante mucho tiempo, el poder político no fue más que un reflejo del poder
económico: las instituciones se diseñaban para proteger los privilegios de las
clases propietarias. El nacimiento de la democracia supuso una ruptura radical
con esas prácticas.
La democracia es un sistema concebido precisamente para
romper esa identidad entre el poder económico y el poder político. El ideal
democrático consiste en desacoplar ambos poderes. En la esfera política
democrática, todo el mundo tiene un voto con independencia de su riqueza, sus
creencias, su educación o su linaje. Las decisiones colectivas se toman en
función del grado de apoyo popular que cosechen las alternativas en juego y no
en función de lo que quieran quienes detentan el poder económico.
Si la
democracia tiene cierta capacidad para transformar la realidad, es porque el
poder político adquiere cierta autonomía con respecto al poder económico. Por
supuesto, dicha autonomía sólo es parcial, pues los regímenes democráticos
operan en sistemas económicos capitalistas que imponen restricciones importantes
a lo que el poder político pueda decidir. Así, si se tocan los derechos de
propiedad más fundamentales o se amenaza gravemente la tasa de beneficio de las
empresas, los inversores pueden huir del país o impulsar un golpe de Estado al
estilo de lo que sucedió en Chile en 1973.
Se entiende, por ello, que los
poderosos siempre hayan recelado del sistema democrático. El autogobierno,
entendido como la conformación de las decisiones colectivas a partir de las
preferencias mayoritarias en la sociedad, constituye un desafío al statu quo, a
las diferencias de poder y a los privilegios. En la convención constitucional de
Filadelfia en 1787, James Madison fue bastante explícito: “El aumento de la
población incrementará, por necesidad, la proporción de aquellos que trabajan
bajo toda suerte de privaciones y que suspiran secretamente por una distribución
más igualitaria de la propiedad. Pueden llegar a ser más en número que quienes
están situados por encima de la indigencia. ¿Cómo defenderse de ese peligro?”.
Su respuesta consistió en el complejo sistema institucional de frenos y
contrapesos que fragmenta el poder político y hace muy costosa la toma de
decisiones.
El ideal democrático se ha debilitado enormemente en las últimas
tres décadas. La globalización y las políticas neoliberales han roto el
equilibrio entre democracia y mercado que tan trabajosamente se había alcanzado
después de la Segunda Guerra Mundial, habiéndose reducido el grado de autonomía
de la política hasta extremos preocupantes. Un síntoma de que la política ha
perdido margen de maniobra es el aumento sostenido de la desigualdad económica
en la mayor parte de las democracias desarrolladas desde finales de los años
setenta del pasado siglo.
Las cosas han empeorado mucho en la presente crisis
europea. Los estados de la UE han tejido una tela de araña supranacional que les
impide moverse y reaccionar ante las dificultades económicas. La solución está
en manos del Banco Central Europeo, una institución no electa y que no responde
ante nadie por sus decisiones. ¿Qué sentido tiene que el destino de la eurozona
no pueda decidirse democráticamente?
Todo esto ha resultado en una
degradación enorme de la democracia en la Unión Europea. También, por cierto, en
Estados Unidos, aunque por otros motivos. Allí el dinero ha desvirtuado la
práctica democrática. Los candidatos son rehenes de los intereses económicos.
Sin las donaciones de las grandes empresas, que financian a ambos partidos para
minimizar riesgos, los políticos no pueden funcionar.
En estas circunstancias
tan deprimentes, resulta legítimo y comprensible que mucha gente se pregunte si
tiene algún sentido votar. ¿Votar para qué? Si los gobiernos que salen de las
urnas no se comportan como alumnos aplicados ante las exigencias de los
inversores, las instituciones supranacionales y el Banco Central Europeo, la
solución parece ser sustituirlos por equipos de “técnicos” bien conectados con
el mundo financiero. No es entonces de extrañar que algunos se acuerden en estos
momentos de aquel viejo apotegma que decía que el Estado era el consejo de
administración del capitalismo.
Es lógico que cunda el desánimo. Pero para
analizar correctamente el problema es preciso invertir la perspectiva.
Precisamente porque la democracia está asediada, es más necesario que nunca
defenderla ejerciendo el derecho de participación política de forma razonable.
Los ciudadanos debemos resistir la tentación de desentendernos de la situación
en la que nos encontramos, por mucho que esta nos desagrade. Si hay una salida
al embrollo en el que nos hemos visto metidos, sólo puede ser la democrática. La
ciudadanía debe recuperar el control político de la situación y mostrar
claramente que el curso que están tomando los acontecimientos en Europa no es
aceptable.
Algunos podrían buscar alternativas al compromiso democrático en
las ensoñaciones populista y autoritaria. Es difícil, con todo, imaginar que las
naciones europeas caigan en los mismos errores que ya cometieron en el periodo
de entreguerras. En realidad, lo más preocupante de la situación actual es que
aquellos que se sienten profundamente decepcionados abdiquen de su
responsabilidad civil y se retiren a su vida privada, perdiendo todo interés por
una posible solución colectiva. La defensa de la práctica democrática es el
último recurso que queda para frenar a unos poderes económicos que amenazan con
convertir la política en un mero trámite contable.
Ignacio Sánchez-Cuenca, ¿De qué sirven las elecciones?, Público, 20/11/2011
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