"Juntos pero no revueltos".


El pasado domingo comí en la misma mesa con tres amigos y dos niñas. Una de 7 años y la otra de 12. La primera fue muy cariñosa y hasta quiso empezar a trenzarme un "scubidú". La segunda era igualmente simpática y afectuosa según sus gestos, pero no tenía tiempo para nadie más que no fueran los supuestos personajes que pululaban por la pequeña pantalla que no dejó nunca de atender. Desde el otro lado de la mesa no podíamos ver qué peripecia interesante se desarrollaba en la ventana del aparato pero era patente que el cara a cara superimportante para ella estaba en su interacción con el artefacto.

Los mayores no podemos entender bien la absoluta absorción que los móviles, las tabletas y chismes por el estilo hacen del cerebro de nuestros hijos. Sin embargo, puestos a buscar razones hay una suprema y es que el instinto de conectividad en nuestra especie humana es incluso más fuerte y precoz que el sexo.

No somos una especie de contacto pleno al modo de las abejas, que se amontonan sin tregua en el panal, pero sin llegar a ese extremo vivimos, y somos lo que somos, libando de unos y otros. Los nuevos objetos electrónicos que proporcionan capacidad para contactarse con los demás pero sin la necesidad de mezclarse carnalmente con ellos responden al desideratum humano de hallarse juntos pero no revueltos.

Esa condición sustantiva y la atinada oferta de los artilugios de comunicación explican conjuntamente la fenomenal demanda que han provocado y siguen provocando. Más sobre los jóvenes y los adolescentes que sobre los adultos, ni más ni menos porque ellos han crecido con esta veloz y especial forma de comunicación cuyos entresijos y recompensas, aflicciones y sorpresas son inimaginables para quienes aprendieron a hablarse, entenderse y amarse cara a cara.

Que los niños y los adolescentes requieran mucho a los padres para que les regalen esta batería de aparatos es algo más que la petición asociable a un juguete. El mundo de la adolescencia quedaría mutilado sin disponer de la herramienta que le facilita no estar o sentirse solo.

No sentirse solo constituye el punto primero de la satisfacción, lúdica o no. Pero no estar solo significa, además, jugar y conjugarse con los demás, no quedar marginado, despedido o precarizado. Llegados a este punto, ¿es concebible hoy un adolescente sin su móvil? ¿Es posible imaginar la estampa de un chico actual sin la compañía de este aparato? O bien se trataría de un tipo enfermo o de un ser condenado.

De hecho, el máximo castigo, la máxima condena, que un chico puede temer es la que se deriva de que sus padres o tutores les nieguen el acceso a Internet y a los demás dispositivos semejantes. La vida realmente plácida, llegamos a creer los del 68, debía encontrarse bajo los adoquines. Para las nuevas generaciones de la letra Y la buena realidad se encuentra mejor representada sobre el ciberespacio. ¿Cómo negarles pues los medios necesarios, casi orgánicos ya, para no obligarles a vivir demediados?


Vicente Verdú, El medio y lo demediado, El País, 21/11/2011

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