El prodigi civilitzatori contra la virtut violenta.
Quienes sabemos anunciaron hace un mes el cese definitivo de la violencia.
Ahora bien, los países occidentales declararon ese mismo cese con carácter
general hace unos tres siglos, cuando, a partir de la Ilustración, instituyeron
el Estado de derecho. Tras un doloroso proceso de aprendizaje colectivo, hoy
amamos la paz y aborrecemos la violencia. Como estos sentimientos están hoy muy
generalizados, podríamos caer en la tentación de pensar que son evidentes por sí
mismos. Lo contrario es lo cierto: a lo largo de la historia ha habido una
solidaridad natural entre violencia y virtud.
Durante nueve años Julio César "pacificó la Galia" (son los términos que él
emplea), un eufemismo con el que se refiere a la salvaje guerra promovida contra
los pueblos autóctonos de esa región practicando a su conveniencia la
vastatio, técnica terrorista (quema de casas, destrucción de cosechas y
rebaños, ejecución de prisioneros) que busca amedrentar al enemigo hasta
obligarlo a una rendición incondicional. A continuación, enlazó el combate al
extranjero con una guerra civil entre romanos añadiendo otros tres adicionales
años de violencia en Europa y África. Murieron centenas de miles de hombres a
consecuencia de rivalidades y ambiciones personales. Cuando en julio del 46
César volvió a Roma, celebró un triunfo militar de una magnitud sin precedentes:
se paseó montado en un carro tirado por caballos blancos, desfilaron esclavos y
botines del saqueo, hubo banquetes abundantes, actuaciones teatrales,
competiciones atléticas, luchas de gladiadores (más de 400 leones sacrificados),
simulacros de batallas navales y procesiones religiosas. El Senado republicano,
importando por primera vez una tradición oriental, tributó a César honores de
dios.
Max Weber nos recuerda que el héroe carismático de la antigüedad, aquel a
quien todos reconocían su derecho a mandar y ser obedecido, era por modo
eminente el caudillo militar victorioso en la batalla. Exterminar ejércitos y
pueblos enemigos legitimaba el mando porque era signo de que los dioses
bendecían al vencedor. La violencia, si le acompañaba el triunfo, era virtuosa.
Homero compendia en un verso (Ilíada, IX, 443) el paradigma griego del
hombre excelente: debe "hablar bien y realizar grandes hazañas". En suma,
asamblea (palabra) y guerra (espada). César fue uno de los mejores oradores de
su tiempo pero su apoteosis se debió a los méritos con la espada. Había
aprendido en la escuela qué significaba para un romano ser un "vir
virtutis": la vir-tud era la cualidad del vir, varón de coraje moral
y habilidad militar suficientes para ejercitar con éxito la violencia física
contra sus semejantes. Debemos trasladarnos a una época en que los conflictos
entre las familias se resolvían comúnmente mediante la venganza privada y nadie
podía negar al agraviado el derecho irrenunciable -incluso el deber, si era
hombre de honor- a aplicar la ley del "ojo por ojo", principio supremo de
justicia conmutativa.
Eran tiempos en los que la cultura se aliaba con la tendencia natural y ambos
conspiraban en favor de la violencia como principio de organización social.
Dados estos precedentes, sorprende aún más la admirable proeza moral del hombre
moderno: la sustitución de la violencia por el Derecho y el anudamiento de la
virtud con la paz. Sufro una ofensa, destruyen mi hacienda, violan a mi hija,
dan muerte a mi padre y, en lugar de tomar yo mismo la venganza cediendo a un
atávico y casi irreprimible instinto de infligir un daño físico al autor de esos
hechos, depongo milagrosamente el uso de la fuerza y acepto que un árbitro
independiente (el juez), siguiendo un procedimiento predeterminado, tome una
decisión respetuosa con la intangibilidad del cuerpo que funcionarios a su cargo
se encargan de ejecutar.
Nunca debería dejar de asombrarnos el prodigio civilizatorio que supone la
solución pacífica de conflictos instaurada por el Estado de Derecho. Escribió
Epicuro que "si se suprimieran las leyes, los hombres necesitarían las garras de
los lobos, los dientes de los leones". El Estado de Derecho es ese conjunto de
leyes que logra extirpar o al menos sujetar la pulsión animal del hombre
operando como una pasión fría que despersonaliza la revancha. El hombre moderno
emula a aquel excéntrico personaje de Papeles póstumos del Club Pickwick
a quien, entre palabras entrecortadas, se le oye decir: "Cuelgo el hierro, pulso
la lira". De los dos mencionados componentes del ideal homérico de excelencia,
la modernidad renuncia a la espada -las garras y los dientes- y retiene la
palabra: la palabra de la deliberación política, la palabra de la controversia
judicial.
La virtud no reside ya para nosotros en el ejercicio de la virilidad
castrense sino en el mantenimiento del nuevo tratado de paz. En comparación con
el realismo de la naturaleza, la pax democratica participa de la sutileza
intangible de una metáfora, y si nos comprometemos tan seriamente con esta
ficción poética es porque la creemos más justa que la realidad. Esa convicción
nace de una constatación delicada: el hombre es mortal y esto quiere decir
vulnerable, pero su vulnerabilidad ostenta dignidad, luego su cuerpo debe ser
respetado y merece la protección de los derechos. Toda violencia queda proscrita
y ni siquiera el Estado, legitimado en casos tasados para privar de libertad al
ciudadano, lo está para lesionar su cuerpo. Éste resiste incluso al interés
general de la soberanía y nadie tiene derecho a herirlo, ni siquiera en nombre
del bien común. Discrepemos y disputemos cuanto queramos, pero dejemos al cuerpo
en paz.
Estoy convencido de que los terroristas, al recurrir a la vastatio en
su actividad criminal, creen practicar una cierta noción de virtud que, en sus
mentes, aún sigue, como antaño, asociada a la violencia. ¿Cómo explicarles que
está tan anticuada como los piadosos sacrificios humanos, la antropofagia o la
esclavitud? Su visión moral es de un naturalismo arcaizante, premoderno,
mientras que el Estado de Derecho requiere un cierto sentido poético para las
ficciones y las metáforas.
Dicen que cuelgan el hierro. Muy bien. Les queda ahora aprender una lección
de metaforología.
Javier Gomá Lanzón, Colgar el hierro, Babelia. El País, 19/11/2011
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