La democràcia a Europa, entre el populisme i la desafecció.
by Erlich |
En lo que parece ser una nueva y peligrosa fase de la crisis, las tensiones
generadas por la crisis del euro están comenzando a desestabilizar las
democracias europeas. Casi dos años de dudas y divisiones, de falta de coraje y
de visión política para adoptar una solución europea están cebando la
desafección ciudadana, tanto hacia las democracias nacionales como hacia el
propio proyecto europeo. Como hemos visto en Grecia y en Italia, la agudización
de la crisis coloca a los líderes políticos entre la espada y la pared. Por un
lado, temen que si adoptan nuevas y más severas medidas de austeridad sin una
contrapartida en forma de planes de estímulo que garanticen un horizonte de
crecimiento económico, los ciudadanos se acabarán volviendo contra ellos y,
desde las urnas, las calles o los Parlamentos, llevándoselos por delante. Pero,
al mismo tiempo, saben perfectamente que si se resisten a adoptar esas mismas
medidas de austeridad, los mercados les penalizarán elevando su prima de riesgo
y forzando una intervención exterior, lo que desencadenará su caída, o llevará a
que sus socios europeos retiren el apoyo financiero que les venían prestando, lo
que también provocará su caída.
En estas circunstancias, el agotamiento de la política tradicional de
partidos y la sustitución de los líderes políticos por tecnócratas añaden un
elemento sumamente preocupante desde el punto de vista democrático. Tanto el
nuevo primer ministro griego, Lukas Papademos, como los nombres que se barajan
para futuro primer ministro de Italia, Giuliano Amato o Mario Monti, economistas
con destacadas carreras en bancos centrales o instituciones europeas,
representan la quintaesencia del tecnócrata. El rechazo de los políticos a
someter el control de sus decisiones, pasadas o futuras, a la ciudadanía, vía
elecciones anticipadas o referendos, apunta a que estos están bajando los brazos
frente a los mercados, que no confían en su capacidad de resolver la crisis y,
sobre todo, que sospechan que su legitimidad está agotada. Así, en lugar de
asumir su responsabilidad, se apartan a un lado y llaman a técnicos que
(supuestamente) carecen de ideología y que (también supuestamente) conocen las
soluciones que sacarán a los países de la crisis.
El paso encierra un peligro evidente, pues supone confiar la responsabilidad
de gobernar un país que se enfrenta a una grave crisis económica, con enormes e
inevitables repercusiones sociales, a alguien que no deriva su legitimidad de
las urnas, sino de la confianza que en él depositan los mercados y las
instituciones internacionales. El problema es que, tanto en el ámbito europeo
como en el ámbito nacional, los tecnócratas solo se legitiman si son capaces de
obtener resultados positivos de forma relativamente rápida. Dicho de otra
manera: la ciudadanía puede estar dispuesta a aceptar temporalmente y como mal
menor una forma benigna de despotismo ilustrado ("todo para el pueblo, pero sin
el pueblo"), pero si los tecnócratas suman su fracaso al de los políticos de
partido, las sociedades tendrán la tentación de recurrir al populismo (de
izquierdas o de derechas), expresado en hombres-fuertes que no se paren
en procedimientos ni detalles democráticos.
El deterioro de la democracia y la amenaza del populismo no solo penden sobre
algunas democracias deudoras del sur de Europa. Mientras que en los países
deudores una gran parte de la ciudadanía se rebela contra la imposición desde el
exterior de medidas de austeridad, simétricamente, en los países acreedores
(Alemania, Austria, Eslovaquia, Finlandia y Países Bajos), otra gran parte de la
ciudadanía se rebela contra el empeño de sus líderes en seguir financiando los
planes de salvamento de los países que sufren de iliquidez o insolvencia o, muy
especialmente, contra cualquier solución que implique una nueva transferencia de
poder y recursos hacia la Unión Europea.
En muchos de estos países ya hay partidos muy influyentes cuya agenda
antieuropea tiene cada vez más apoyo popular, así que no hay que extrañarse de
que muchos políticos de esos países se debatan entre ignorar esas demandas
ciudadanas, lo que les puede costar el cargo, o seguir alimentado los planes de
rescate a los países del Sur, lo que también les puede costar el cargo. Las
lágrimas de la primera ministra eslovaca, Iveca Radicova, en el último Consejo
Europeo, abroncada por Sarkozy por resistirse a firmar el plan de rescate para
Grecia, consciente de que su aprobación suponía el fin de su carrera política y
la salida de su partido del Gobierno, son muy reveladores de hasta qué punto la
crisis europea se ha convertido en un factor desestabilizador de la política
nacional. E incluso en Reino Unido, que no es miembro del euro, se teme que las
presiones hacia una mayor unión política y económica que está desencadenando la
crisis del euro se resuelvan en sentido contrario, es decir, haciendo imposible
evitar un referéndum sobre la salida de Reino Unido de la Unión Europea, un
referéndum que, con toda legitimidad democrática, muchos ciudadanos reclaman en
nombre de su derecho a decidir sobre sí mismos y el futuro de su país, y que
consideran que se les está hurtando en nombre de unas élites que saben lo que
les conviene mejor que ellos.
Por tanto, la crisis está cebando el populismo y la desafección en dos
direcciones: los ciudadanos de los países acreedores temen verse arrastrados a
una "unión de transferencias" con los ciudadanos de los países deudores,
mientras que los ciudadanos de los países deudores recelan cada vez más de unos
acreedores a los que simplemente ven como policías de la austeridad sin un
proyecto político alternativo que compense la erosión de su democracia. Se trata
de un círculo vicioso que se retroalimenta y que tiene importantes y evidentes
consecuencias sobre el futuro de la democracia y, en paralelo, del proyecto
europeo.
El sentido último de la democracia es que el pueblo se gobierne a sí mismo.
Por eso, aunque un gran número de ciudadanos no entiendan al detalle las causas,
consecuencias y posibles soluciones de las crisis del euro, sí que tienen clara
una cosa: si democracia significa capacidad de decidir, la capacidad de decisión
de nuestras democracias es hoy sumamente limitada. El debate habido en España el
lunes pasado entre los dos candidatos a la Presidencia del Gobierno ofrece una
prueba muy evidente del dilema en el que viven atrapados los políticos
nacionales en toda Europa: en la práctica, saben perfectamente que las
soluciones a la crisis están fuera de nuestras fronteras. Si se crea empleo en
España o se restaura el crédito a las empresas depende, entre otras cosas, del
tipo de medidas que adopte el Banco Central Europeo, de los acuerdos a los que
lleguemos con Alemania y otros para estimular la demanda, de si orientamos el
presupuesto europeo hacia las grandes inversiones, o de si creamos impuestos
sobre las transacciones financieras y las emisiones de carbono. Pero,
lógicamente, para ganar el voto de sus ciudadanos, tienen que hacer creer que la
solución de la crisis está en sus manos y que incluso tienen margen de maniobra
para elegir qué cantidad de austeridad aplican y en qué plazos: de ahí que
emplearan tan poco tiempo hablando de cómo construir una Europa que dé
soluciones efectivas y duraderas a la crisis.
Al tiempo que la democracia (como capacidad de autogobernarse) se evapora del
nivel nacional, no aparece por ningún lado y, especialmente, no reaparece donde
debiera hacerlo: en el ámbito europeo. Más bien al contrario, en lugar de
reforzar la democracia en el ámbito europeo, la crisis está sirviendo para
reforzar la tecnocracia en ambos niveles: en el nacional, poniendo al mando a
tecnócratas con amplia experiencia europea, y en el europeo, reforzando la
capacidad de los tecnócratas, desde el Banco Central o la Comisión Europea, para
supervisar a los Gobiernos de la Unión.
Como ponen de manifiesto las recientes propuestas del presidente de la
Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, de reconfigurar las competencias
del comisario de Asuntos Económicos y Monetarios, el finlandés Olli Rehn, para
blindarlo frente a las presiones de otros comisarios (al parecer excesivamente
sensibles a los Gobiernos de sus países de origen) y darle nuevos poderes de
intervenir en la gestión económica y presupuestaria de los Estados miembros, la
crisis del euro está suponiendo la expropiación implícita y por la puerta de
atrás de esa capacidad de decisión en la que consiste la democracia, todo ello
sin debate ni análisis sobre las consecuencias. Que el siempre excesivamente
prudente Barroso y su comisario Rehn se permitieran pedir en público un Gobierno
de concentración nacional en Grecia sin reparar en que hasta los muy
desprestigiados ciudadanos griegos tienen todavía derecho a un mínimo de
dignidad democrática, refleja muy bien hasta dónde han llegado las cosas: a los
ojos de muchos, esta Europa de la austeridad donde un portugués y un finlandés
no respaldados por las urnas pueden sugerir quién debe gobernar un país se
parece sospechosamente al Fondo Monetario Internacional que campeaba por América
Latina en los años ochenta imponiendo planes de ajuste sin rendir cuentas ante
nadie.
Resulta pues evidente que la crisis del euro y la crisis de las democracias
están íntimamente relacionadas, y no podrán ser resueltas la una sin la otra.
Aunque la crisis actual se desencadena por el choque financiero que supuso la
caída de Lehman Brothers en 2008, la crisis del euro se origina en un doble
error de diseño. Fueron muchos los que dijeron entonces que, además de los
desequilibrios en el sector público, había que supervisar los desequilibrios en
el sector financiero, y controlar la pérdida de competitividad y el deterioro de
las balanzas comerciales de los Estados. Pero en tiempos de bonanza, esos
errores de diseño, económico y político, fueron ignorados, porque no hay nada
más legítimo que lo que funciona bien. El caso es que, desde el punto de vista
económico, el euro se lanzó sin estar respaldado por un Tesoro europeo y una
política fiscal común. Y en paralelo, la unión económica y monetaria nació sin
un sistema político que gozara de la suficiente legitimidad para
respaldarla.
La preocupación por la democracia en el ámbito europeo, que emergió tras la
rebelión ciudadana contra el proyecto europeo puesta de manifiesto en el rechazo
a la Constitución Europea en Francia y los Países Bajos en 2005, y por el auge
del euroescepticismo, puesto de manifiesto en las elecciones europeas de 2009,
fue dejada en un segundo plano y apartada como algo incómodo. El problema es
que, al igual que la bonanza en la que han vivido muchos países europeos,
incluido España, durante la última década, tiene que ver con esos errores de
diseño del euro, que inundó de dinero barato muchas economías y alimentó los
desequilibrios; la recesión en la que nos adentramos ahora también tiene que ver
con el diseño de la unión monetaria, con un Banco Central Europeo centrado en la
inflación, y no en el crecimiento y el empleo, y sin más capacidad que la de
parchear la crisis, pero no de solucionarla definitivamente.
En una Unión Europea boyante, la preocupación democrática era más bien de
carácter estético. Pero cuando los errores de diseño en la unión económica y
monetaria comienzan a afectar decisivamente la vida diaria y horizontes de
futuro de decenas de millones de personas, socavar su capacidad de autogobierno
y deteriorar la calidad de la democracia, esa preocupación por cómo se gobierna
Europa tiene que volver al centro del debate político.
Nos encontramos ante una situación inédita en la historia de la democracia.
Históricamente, la democracia solo ha existido en dos niveles: la polis griega y
el Estado-nación. Como sabemos, no hubo transición de una a otra ni coexistencia
entre ambas formas: una desapareció y la otra emergió siglos después. A lo que
estamos asistiendo ahora es a la difícil coexistencia de la democracia en el
ámbito nacional con la emergencia, en el ámbito europeo, de un nuevo centro de
poder, una nueva pauta de toma de decisiones que afecta al núcleo central de la
democracia. El problema es que al igual que los mecanismos que hicieron
funcionar la democracia en la ciudad-Estado no sirvieron para gobernar los
Estados-nación, las actuales democracias representativas se están mostrando
incapaces de gestionar eficaz y democráticamente ese sistema que está emergiendo
en el ámbito europeo.
El gran logro de Europa, su verdadero patrimonio, es haber logrado construir
sociedades abiertas regidas por Gobiernos al servicio de los ciudadanos y
sometidos a reglas democráticas. Por definición, toda regla es imperfecta, ya
que está diseñada por humanos falibles que actúan con un conocimiento limitado e
imperfecto de una realidad cambiante, así que esas reglas se han construido
trabajosamente, mediante ensayo y error. Ahora, el mantenimiento del carácter
esencialmente democrático de nuestras sociedades depende de qué reglas del juego
nos dotemos en el nivel europeo para resolver esta crisis.
Esas reglas pueden profundizar la democracia europea o profundizar el
deterioro de la democracia en el ámbito nacional. Por eso, en último extremo,
esta crisis es política, y sus soluciones son políticas no técnicas, y no deben
ser gestionadas por tecnócratas, ni en los Estados, ni en Europa, sino por los
ciudadanos y sus representantes legítimos.
José Ignacio Torreblanca, La democracia puesta a prueba, El País, 13/11/2011
Comentaris