Time is money.


Pensemos en estas frases:
 “Dame tiempo”
“Estás perdiendo el tiempo”
“Ahorrar tiempo”

Son frases sin sentido, que podemos entender solo metafóricamente, en tanto en cuanto presuponen la idea de que el tiempo es algo que se puede dar o quitar, implican que el tiempo es algo que podemos ganar o perder, poseer o almacenar. Pues bien: en este tipo de absurdos se basa la economía, una maquinaria cuyo fin es la cosificación y acumulación del tiempo. ¿Qué ponemos en el banco, cuando vamos a depositar una suma de dinero? Tiempo. En cierto sentido depositamos allí nuestro tiempo pasado o nuestro tiempo futuro. Nuestro tiempo o el de los demás, en caso de que pertenezcamos a la clase capitalista y de que nos dediquemos, precisamente, a despojar a los demás de su tiempo. La transformación que ha llevado del capitalismo burgués al semiocapitalismo actual implica un cambio en la percepción de las relaciones entre dinero, lenguaje y tiempo. Cuando hablamos de bancos hablamos de lugares en los que se deposita y se guarda tiempo. Pero la manera de hacerlo va ligada a los cambios en la historia del capitalismo, así como a la historia de las relaciones entre capitalismo y vida, subjetividad e individualidad. Nos resulta difícil ser sistemáticos a propósito del tiempo y, por lo tanto, renunciamos a la sistematicidad. El gran misterio de la etapa financiera del capitalismo radica en esto: ¿el dinero que pongo en el banco es mi tiempo pasado, el tiempo que he vivido antes? ¿O el dinero que pongo en el banco me da la posibilidad de comprar un futuro? ¿Y esta pregunta encierra más bien un secreto o un enigma?

¿Sabéis cuál es la diferencia entre un secreto y un enigma? Un secreto es algo que está escondido en algún sitio. Tenéis que saber el código, hay que encontrar la clave correcta, y el secreto dejará de serlo, se convertirá en la verdad. El enigma es distinto porque no podéis encontrar la clave, la clave no está en ningún sitio, y tampoco la verdad está en ningún sitio. Así pues, cuando hablamos de capitalismo financiero, cuando hablamos de la relación entre tiempo, futuro y deuda, ¿estamos hablando de un secreto o de un enigma? Creo que estamos hablando de un enigma, porque nadie sabe nada acerca del futuro, nadie sabe qué se esconde en el tiempo futuro de quien se ha endeudado, de modo que el único medio para resolver el enigma es la violencia. O pagas o te elimino. O me das tu tiempo presente a cambio del tiempo futuro, o te dejo en la miseria. Esta es la razón por la que actualmente griegos, portugueses, españoles e irlandeses tienen que pagar dinero a los bancos alemanes: para evitar que les echen de la Unión Europea y no acabar tirados en la cuneta. Pero el problema es que para pagar la deuda con los bancos alemanes se ven obligados a empobrecerse, a renunciar a la educación, a la sanidad y a una vida cómoda. Un enigma, se trata sin duda de un enigma.

Valores fluctuantes
La verdad del capitalismo financiero no se puede encontrar porque el truco esencial del capitalismo financiero es precisamente este: la verdad ha desaparecido, se ha esfumado. Ya no existe. Ya no existe ninguna verdad, sino tan solo un intercambio de signos, tan solo una desterritorialización del significado. En El intercambio simbólico y la muerte, Baudrillard afirma que todo el sistema se hunde en la indeterminación. En esto consiste esencialmente el desplazamiento que ha conducido del capitalismo industrial al semiocapitalismo: en que la indeterminación reemplaza a la relación fija entre tiempo de trabajo y valor de la mercancía, y de este modo toda la regulación del intercambio cae en el sistema aleatorio de los valores fluctuantes.

El capitalismo financiero se basa esencialmente en la pérdida de toda relación entre tiempo y valor. En las primeras páginas de El capital, Marx explica que el valor es tiempo, acumulación de tiempo. Tiempo objetivado, tiempo que se ha transformado en cosas, en mercancías, en valor. Cuidado: para determinar el valor no vale cualquier tipo de tiempo, sino el promedio de tiempo que la sociedad necesita para producir una determinada mercancía. Si eres gandul o demasiado rápido, eso no cuenta. Lo que cuenta en el momento de determinar el valor es el promedio de tiempo necesario para producir un determinado bien. Esto era así en los viejos y buenos tiempos en los que era posible determinar el tiempo que se necesitaba para producir algo. Luego las cosas cambiaron: de repente ocurrió algo en la organización del trabajo y en los métodos de producción que modificó las relaciones entre tiempo, trabajo y valor.

Llegó un momento en que el trabajo dejó de ser la actividad física muscular de la producción industrial. Basta de productos materiales, ahora serían signos; basta de producir cosas tangibles, visibles, materiales, ahora se iba a producir algo que sería básicamente semiótica. Cuando queréis establecer el promedio de tiempo necesario para producir un objeto material la operación que tenéis que hacer es muy sencilla: cuánto tiempo de trabajo físico se requiere para transformar la materia en aquel producto. Es fácil establecer el tiempo que se requiere para producir un objeto material dadas determinadas condiciones técnicas. Pero intentad establecer el tiempo que se requiere para producir una idea. Intentad establecer el tiempo que se precisa para producir un proyecto, un estilo o una innovación. Intentadlo y veréis que cuando el proceso de producción pasa a ser semiótico la relación entre tiempo de trabajo y valor imprevisiblemente se evapora, se volatiliza. Baudrillard fue el primer pensador que entendió y describió este cambio.

Baudrillard escribió El intercambio simbólico y la muerte en 1976. Pero algunos años antes el presidente de Estados Unidos Richard Nixon había hecho algo que había cambiado el mundo. En aquella época, los presidentes de Estados Unidos eran auténticos profetas, no porque fueran capaces de predecir el futuro, sino porque eran lo bastante poderosos como para determinarlo, o –mejor dicho– eran lo bastante poderosos como para imprimir la voluntad del capitalismo americano en el futuro del mundo. Nixon hizo algo que tuvo consecuencias futuras cruciales: decidió que el dólar saliera del sistema del “patrón oro” que en 1944 se había establecido en Bretton Woods. En otras palabras, decidió que el sistema basado en una relación fija entre las distintas monedas se había terminado, y desde aquel momento el dólar quedó libre de toda regulación fija. Independiente, autónomo o – mejor– aleatorio, fluctuante e indeterminado. Aleatorio es aquello que no puede preverse, fijarse o determinarse en modo alguno. El latín usa la palabra ratio para definir la relación fija, el patrón, la medida. En el lenguaje filosófico, ratio es la medida universal por la que se rige la comprensión de las cosas: la razón. Con la decisión de Nixon se puso fin al patrón de referencia. La unidad de medida ya no existía. La posibilidad de decidir la cantidad de tiempo que se necesitaba, en promedio, para producir un bien ya no existía. Naturalmente esto quería decir que el presidente estadounidense Nixon había decidido que la violencia tenía que ocupar el lugar de la medida. Porque, en condiciones de aleatoriedad, ¿qué es, si no, lo que condiciona la decisión final? ¿Qué elemento o qué proceso determina el valor? La fuerza, la violencia. ¿Cuál es la manera de decidir algo, por ejemplo de decidir el valor del dólar en los mercados internacionales? La violencia, naturalmente. Dame tiempo. La coincidencia entre financiarización del capitalismo y violencia no obedece a una coyuntura casual o improvisada. Es algo totalmente estructural. No hay economía financiera sin violencia, porque la violencia se convierte en el único medio con el que decidir, cuando ya no hay patrones de medida.
Semioinflación

Asimismo, quisiera hablar de semioinflación, ese tipo de inflación que tiene lugar en el campo de la información, de la comprensión del significado y de los afectos. William Burroughs dice que la inflación consiste básicamente en el hecho de que cada vez haga falta más dinero para comprar cada vez menos cosas. Con el término semioinflación quiero decir que nos hacen falta cada vez más signos, más palabras, más información para comprar cada vez menos significado. También en este caso se trata de un problema de aceleración. Cuando Marx habla de productividad y de plusvalía relativa, habla igualmente de esto: de aceleración, de aumento de la velocidad. Marx afirma que si se quiere conseguir un aumento en la productividad, lo que conlleva a su vez un aumento de la plusvalía, es preciso acelerar el ritmo de trabajo. Pero llega un momento en que la velocidad salta a otra dimensión. Baudrillard hablaría de hiperaceleración; Virilio, de velocidad absoluta.

La aceleración de la productividad en el ámbito de la producción industrial equivale a intensificar el ritmo de la máquina, de manera que los trabajadores se ven obligados a actuar con más rapidez durante la manipulación de la materia física y durante la producción de objetos físicos. Cuando la herramienta principal de la producción empieza a ser la máquina lingüística y la principal fuerza productiva es el trabajo cognitivo, entonces la aceleración entra en otra fase, en otra dimensión. Aumentar la productividad en el ámbito del semiocapitalismo equivale básicamente a imprimir una aceleración en la infoesfera. En el ámbito del semiocapitalismo si se quiere intensificar la productividad es necesario acelerar la infoesfera, el medio por el que la información circula y estimula el cerebro de los agentes semioproductivos. ¿Qué le pasa entonces al cerebro de esas personas, al cerebro social? El procesamiento mental requiere tiempo. Pensemos en lo que supone poner atención. La atención es la activación de reacciones físicas en el cerebro, pero también de reacciones emocionales, afectivas. La atención no puede intensificarse ilimitadamente, y esta es la razón por la que la “nueva economía” se vino abajo, a finales de la década de 1990, tras un largo período de aceleración e intensificación constantes.

A principios de la pasada década, en el año 2000, la crisis de las empresas tecnológicas fue consecuencia de la sobreexplotación del cerebro social. Tras la explosión de la burbuja de Internet empezaron a salir un montón de libros sobre la economía de la atención. De repente, los economistas se dieron cuenta de que el mercado del semiocapitalismo es un mercado de atención. El mercado y la atención se convirtieron en una misma cosa. De hecho, la crisis del año 2000 fue una crisis de sobreproducción en el campo de la atención. Marx habla de crisis por sobreproducción: si produces demasiadas unidades de determinada mercancía, la gente no podrá comprar todo y las mercancías se quedarán sin vender en los almacenes. Entonces el capitalista, como no necesita producir más, despide a obreros, lo que provoca, como es bien sabido, que empeore la situación general. Pero ¿qué es la crisis de sobreproducción en el marco del semiocapitalismo? La sobreproducción es un efecto de la relación entre la cantidad de bienes semióticos producidos por el trabajo cognitivo y la cantidad de tiempo de que disponemos.

La cantidad de tiempo de atención de que dispone la sociedad no es ilimitada, habida cuenta de que la atención no se puede acelerar más allá de ciertos límites. Podemos acelerarla en cierta medida: por ejemplo, nos tomamos unas anfetaminas y se intensifica nuestra atención. Existen técnicas y drogas que nos permiten ser más productivos en el plano de la atención, pero ya sabemos a dónde lleva todo esto. La década de 1990 fue la época de las pequeñas empresas de la “inteligencia colectiva”, la época de la productividad en constante aumento, del entusiasmo por la producción, de la euforia de los trabajadores del conocimiento (knowledge workers) y de los agentes financieros. Pero también fueron los años de la Prozac-manía. No se puede explicar lo que Alan Greenspan llamó “exuberancia irracional” si no se tiene en cuenta el simple hecho de que millones de trabajadores del conocimiento consumieron toneladas de cocaína, anfetaminas y Prozac a lo largo de toda una década. Esto puede funcionar durante algún tiempo; después ya no. Y, de repente, de un día para otro, tras la excitación y la aceleración, llegó el apocalipsis.

Apagón
Seguro que todos vosotros os acordáis de la noche del cambio de siglo, cuando todos estábamos a la expectativa del llamado “efecto 2000”. Esa noche estaba sentado delante del televisor, esperando el apagón definitivo, y no ocurrió nada. Nada de nada. Había creído a pies juntillas el vaticinio de que esa noche de fin de año sería la última de nuestra vida moderna y, en cambio, no ocurrió nada. Ahora bien, la expectativa de un colapso general estaba en el aire. ¿Cómo puede explicarse dicha expectativa? El colapso no estaba en el efecto 2000, sino en la bajada de la excitación provocada por el Prozac en el cerebro de los trabajadores del conocimiento de todo el mundo. Cuando Greenspan decía notar cierta exuberancia irracional en los mercados no hablaba de economía, o por lo menos no hablaba solo de economía. Hablaba de la pérdida de efecto del Prozac, del final de los efectos de la cocaína en el cerebro de millones de trabajadores cognitivos. ¿Y después qué pasó? El paso siguiente fue la crisis de sobreproducción del semiocapitalismo. El primer año del nuevo siglo, el problema fue la percepción de un colapso inminente. Después vino el once de septiembre y la guerra apareció como la solución de todos los males. El organismo cognitivo colectivo, deprimido por causas económicas y farmacológicas, fue sometido a la terapia anfetamínica de la guerra administrada por el loco del doctor Bush. El doctor no estaba en sus cabales, pero los efectos de su terapia siguen ahí: la guerra infinita. El doctor Bush no quería ganar la guerra, le era totalmente indiferente ganarla o perderla. Era evidente, por lo demás, que emprender una guerra en un lugar como Afganistán con un aliado como Pakistán era cosa de locos, era una manera de buscar la derrota. Pero la cuestión no era ganar o perder, la cuestión era dar inicio a una guerra destinada a no acabarse nunca. En efecto, la guerra infinita es un signo de ese tipo de locura que tiene su causa en la semioinflación. Cada vez más signos adquieren cada vez menos significado. El significado tiende a desaparecer, el sentido se pierde, mientras que la burbuja de la producción de signos se va hinchando al infinito.

En su libro Data trash, Arthur Kroker cuenta una anécdota: en una carta dirigida al lingüista Thomas Seboek, Bill Gates escribía lo siguiente: “el poder consiste en poner las cosas fáciles”, palabras que demuestran que Gates entiende perfectamente la relación entre significado y poder. El poder consiste en simplificar las cosas. Steve Jobs y Steve Wozniak habían creado las interfaces fáciles de Apple partiendo de una idea hippy: “la información para el pueblo”. Pero las interfaces simplificadas solo eran el principio de un proceso extremadamente peligroso que llevó a Gates a la idea de “simplificar para tener poder”. Si pones las cosas fáciles, la gran mayoría de la gente, por no decir casi todo el mundo, seguirá el camino que tú marques. La evolución de la red ha derivado en la evolución casi totalitaria de un sistema que empieza como un proceso difícil y personal de búsqueda y hallazgo, y de creación, pero termina por ser un lugar en el que las cosas son fáciles. El proceso de simplificación de la red empezó con el Windows 95, con el navegador Explorer, y después ha seguido con Facebook, que facilita incluso las dificilísimas relaciones de amistad, de amor y la vida en general. Basta con contestar a la pregunta: ¿eres o no eres amigo mío? Sí, soy amigo tuyo, y la amistad queda sellada. No hace falta que busques la respuesta. La respuesta está allí.

¿Qué necesitamos en un contexto de semioinflación, cuando la infoesfera empieza a ir demasiado rápido y nuestra atención ya no logra seguirla? Necesitamos algún dispositivo que facilite las cosas, algún dispositivo que reduzca la velocidad de la infoesfera. Es un problema de tiempo, de aceleración y desaceleración, es un problema de facilitación. El fin de la modernidad empezó con el colapso del futuro, con Sid Vicious que gritaba “No future”. Después de eso, la historia posmoderna, por lo que a mí me consta, ha sido y es la historia de la creación de una máquina tecnolingüística que penetra en todos los recovecos de nuestra vida diaria, en todos los espacios del cerebro social. Tecnolingüística es la máquina que da lenguaje a los seres humanos y que reemplaza a los seres humanos en la generación del lenguaje, como sugería Rose Goldsen en 1975 cuando afirmaba que “estamos criando a una nueva generación de seres humanos que aprenderán más palabras de una máquina que de su madre”.

Esa generación ya está aquí. La primera generación que ha aprendido más palabras de una máquina que de su madre tiene un problema en cuanto a la relación entre las palabras y el cuerpo, entre las palabras y la afectividad. Este fenómeno mediante el que se separa el aprendizaje del lenguaje del cuerpo de la madre, y del cuerpo en general, modifica al propio lenguaje y modifica las relaciones entre lenguaje y corporeidad. Según lo que nos es dado saber, durante la historia humana el acceso al lenguaje ha estado siempre mediado por la confianza en el cuerpo de la madre. La relación entre significante y significado siempre había sido proporcionada por el cuerpo de la madre y, por consiguiente, en términos más generales, por el cuerpo de otra persona. Sé que la palabra agua quiere decir “agua” porque mi madre, y no una máquina, me dijo: “esto es agua”. Sé que el significante significa el significado porque la corporeidad, el calor del cuerpo, el “otro” como calor corporal me inició en la relación entre significante y significado. ¿Qué ocurre cuando la dimensión del lenguaje y del deseo, cuando el acceso al lenguaje queda desvinculado del cuerpo? Cuando la relación entre significante y significado ya no se establece mediante la presencia del cuerpo, la relación afectiva con el mundo empieza a resquebrajarse. La relación con el mundo quizás se haga más funcional, operativa, rápida, pero también se hace más frágil. A partir de ese momento todo pasa a ser inseguro, inestable: a partir del momento en que el lenguaje se desvincula del cuerpo.

Franco Berardi (Bifo), Tiempo y dinero, en Fuera de lugar de Amador Fernández-Savater, Público, 07/11/2011
http://kafca.eu/articles/it/tempo-e-denaro (text original)

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