El comunisme ideal..
Como dice acertadamente Iván de la Nuez (El comunista manifiesto, EL
PAÍS, 11 de noviembre de 2011), parece que asistimos a una resurrección
fantasmal del comunismo. Discreta, sin duda, pero pintoresca. ¿Se acuerdan
ustedes de aquellos "nuevos filósofos franceses" que en torno a 1977 agitaban el
estandarte del anticomunismo (B. H. Lévy, A. Glucksmann, A. Finkielkraut, entre
otros)? A casi todo el mundo le resultaban antipáticos, y se admitía en general
su mediocridad, su actitud publicitaria y su vanidad. No se les afeaba su
condena del Gulag o de la complicidad de los intelectuales de izquierda
con el estalinismo, pero se advertía a la legua que sus libros estaban muy lejos
de la ambición teórica y de la profundidad de pensamiento que, en el mismo
terreno, habían demostrado autores como Raymond Aron o Hannah Arendt: el título
de "filósofos" les venía grande, ya que entonces aún no se había forjado el de
"intelectuales no melancólicos", sin duda más apropiado a sus pretensiones. El
negocio no les ha ido mal; filosofía no han hecho, pero hoy tienen acceso
privilegiado al Eliseo y algunos de ellos se desplazan por el mundo en un cómodo
jet privado, como Michael Jordan o Madonna (cosa que, obviamente, no
escribo con rencor, sino solo con sana envidia).
Pues el caso es que 30 años después estamos ante un colectivo que constituye
en buena medida la imagen inversa y complementaria de aquel, el de los "viejos
filósofos franceses": Alain Badiou, Jacques Rancière, quizá Jean-Luc Nancy
-aunque este último juega en otra liga-, liderados por el más joven, gritón y
agudo de todos ellos, Slavoj Zizek, extraño caso de "filósofo francés" nacido
por error en Liubliana bajo el régimen del mariscal Tito, régimen que según
Zizek no debemos calificar como "totalitario" (¡qué casualidad, igual que le
pasa al de Franco según los historiadores más académicos de nuestro país!),
porque esa es una etiqueta ideológica inventada por la propaganda anticomunista,
y todos ellos enarbolan la bandera del comunismo. Aunque solo sea por su edad
(los tres primeros mencionados están en su séptima década), su bagaje teórico es
muy superior al que tenían los "nuevos filósofos" cuando emergieron: Badiou ha
escrito graves tratados de ontología matemática, Rancière es historiador de la
clase obrera y Nancy un erudito historiador de la filosofía. Si no habían
conseguido descollar antes era por la sombra que les hacían algunos gigantes
próximos -Deleuze para Badiou, Althusser para Rancière, Derrida para Nancy-, de
tal modo que una vez desaparecidas esas figuras ellos han aligerado aquel pesado
equipaje teórico (incluido el marxismo más "pesado") igual que un globo
aerostático abandona parte de su lastre para poder elevarse, pues tampoco
quieren ser intelectuales melancólicos: Badiou sustituye las ecuaciones por
himnos corales, Rancière cambia la historia por el panfleto de gran estilo,
Nancy ha pasado de la erudición al aforismo poético, y los últimos libros de
Zizek son más bien compilaciones fragmentarias, rapidísimas y diversas sobre
temas variados sin demasiada ilación argumental, agradable e inteligentemente
sazonadas con lúcidos comentarios cinematográficos y chistes siempre oportunos.
Y, a diferencia de sus precedentes de derechas, estos le caen bien a todo el
mundo.
Los "nuevos filósofos franceses" -que ahora están ya muy envejecidos bajo sus
trajes de Armani- viajan en el avión de Sarkozy, pero necesariamente a regiones
devastadas o conflictivas (Glucksman a Chechenia, Lévy a Libia, Finkielkraut a
Serbia y los tres juntos a Irak), como fantasmas ellos también de un liberalismo
que en aquellos pagos es, me temo, recibido con frialdad. En cambio, los "viejos
filósofos" comunistas han rejuvenecido desde sus avanzadas edades: no visten ni
viajan con mucho lujo, pero es por la misma razón que los dirigentes sindicales
no vuelan en primera clase, es decir, no porque su estatus no se lo permita
sobradamente, sino porque han de cultivar su imagen pública y cuidar
coquetamente cierto desaliño indumentario que, por otra parte, incrementa su
aire juvenil. Las fulminantes apariciones del fantasma comunista les llevan a
reuniones informales, algo cutres a menudo, a veces al aire libre, pero siempre
en los centros neurálgicos del planeta (Wall Street, la Documenta de Kassel,
Wikileaks, Princeton, Brasil, China o los grandes festivales
artístico-culturales del mundo), en olor de unas multitudes que les aclaman y
redifunden ilimitadamente su palabra a través de YouTube y las redes sociales
-que, según dicen, son el futuro y la bomba-. Su líder se codea con Julian
Assange y con Lady Gaga -lo último de lo último y lo más de lo más
respectivamente cada uno en lo suyo, por lo que he leído- y, aunque todavía no
tiene el Príncipe de Asturias (está en ello), ya se ha llevado a casa el mismo
prestigioso galardón que la Junta de Castilla y León ha otorgado a Julián Marías
y a la autora de Leer 'Lolita' en Teherán (cosa que también digo, como es
evidente, con admiración y manifiesta pelusa).
¿Y cómo se puede ser comunista y sin embargo tan simpático?, se preguntarán
ustedes. El truco principal consiste en que su comunismo no es de este mundo; no
solo corren un tupido velo sobre su pasado, sino que se desmarcan de todo lo que
el comunismo ha sido realmente: la Unión Soviética, el Gulag o la
Revolución Cultural de Mao, liberándose así de cualquier contaminación con el
bárbaro lodazal de la historia; reclaman, sin embargo, su derecho a conservar
con orgullo las insignias de Lenin, de Che Guevara o de Pol Pot, nombres que
para ellos no remiten a los comunistas así llamados en este mundo, sino a otros,
del otro mundo posible, igual de famosos y heroicos pero convenientemente
expurgados de sus crímenes y terrores y convertidos en emblemas de una Ética
superior de valores eternos situada no solo más allá del capitalismo, sino
también de la democracia formal y del Estado de bienestar, a los que consideran
perversos, corrompidos e irreversiblemente fracasados. Y como este comunismo
ideal carece de doctrina y de programa (no es más que una apelación a la
solidaridad humana y a lo que tenemos en común), ¿quién podría temerlo o
refutarlo?
Pero no por ello es del todo inane. Dejando aparte que estos "viejos
filósofos" cometen el mismo delito especulativo en el que han incurrido todos
los teólogos -exonerar a Dios o a la Idea y cargar las culpas sobre las
flaquezas de los miserables mortales que sacrificaron su vida, su felicidad y su
virtud en nombre de ese Dios o de esa Idea, cuando son estos últimos los
verdaderos culpables-, el efecto práctico de sus arengas solo puede ser una
contribución a la globalización de la resignación política: nos enseñan que el
capitalismo financiero es real y que el comunismo fantástico es posible, pero
sobre todo -y por eso caen tan bien a casi todo el mundo- que la
socialdemocracia es imposible (y con ella el Estado de derecho y la ciudadanía),
algo sobre lo que parece existir gran consenso y que constituye un alivio para
los proyectos de la derecha en el mundo entero, y algo de lo que parecen
convencidos incluso los socialdemócratas, dispuestos a admitir su obsolescencia
frente a los tecnócratas de Goldman Sachs.
Plantear las alternativas políticas del futuro en los términos "capitalismo /
comunismo" (como era la pretensión propagandística de la Internacional
estalinista), aunque se trate de un capitalismo de ficciones y de un comunismo
de salones, expresa bien la situación política actual -la falta de alternativas-
pero resulta equívoco si se olvida que ni el capitalismo ni el comunismo (no al
menos el de los "viejos filósofos") son regímenes políticos, por muy real que
sea el uno y por muy eterno que sea el otro. Es, en efecto, siniestro tener que
pensar el futuro como una opción entre los brokers de la Bolsa de Nueva
York y los brokers de las tiendas de campaña que ocupan la acera de
enfrente. Pero lo es sobre todo porque solo en algún lugar situado entremedias
de ambas aceras -ese lugar que ahora parece haber sido arrollado por el tráfico-
tenía sentido lo que hasta ahora habíamos llamado "política". Y para eso,
honradamente, no creo que ni los de una acera ni los de la otra, ni los viejos
filósofos ni los nuevos, tengan alternativas.
José Luis Pardo, Viejos y nuevos filósofos, El País, 18/11/2011
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