Ser home és viure en el llenguatge.
by Max |
Acojamos el tiempo tal como él nos quiere", esta es la cita de Shakespeare
que Stefan Zweig elige como pórtico de su libro de memorias, El mundo de
ayer; un libro en el que habla de esa generación que vivió entre las dos
guerras haciendo suyo el sueño de una Europa unida por el arte y la cultura. La
última generación capaz de creer en el ser humano, como se afirma en la
contraportada del libro.
¿Es verdad esto? ¿Podemos afirmar que la crisis de la razón y de la cultura
es tan grande hoy en día que ya no es posible un sentimiento así? Vivimos en un
mundo convulso y complejo, lleno de flagrantes injusticias, pero no es peor que
el que le tocó vivir a Stefan Zweig, y basta leer su libro para ratificarlo.
Puede que exista, sin embargo, una diferencia esencial. Leyendo a los escritores
de ese tiempo, se tiene la impresión de que en el nuestro hemos dejado de creer
en el valor de las palabras. Stefan Zweig pertenece a un mundo que pensaba que
los escritores tenían algo que decir y que, por lo general, contribuían con sus
libros y artículos a mejorar las cosas; mientras que hoy día no me parece que
nadie piense nada parecido.
Zweig era un heredero de la Ilustración e, influido por el psicoanálisis,
estaba convencido de que bastaba con nombrar los problemas para que estos
empezaran a resolverse. Su libro está escrito en el año 1942, cuando el nazismo
extiende su red fatal sobre toda Europa, y, a pesar de todos los horrores que
narra, está lleno de esperanza. Es cierto que unos meses después de terminarlo
se suicidará con su mujer en Brasil, pero no lo es menos que cuando tiene que
elegir las palabras que van a cerrar sus memorias, y su propia existencia, elige
unas que afirman el poder sagrado de la vida: "Pero toda sombra es, al fin y al
cabo, hija de la luz y solo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la
guerra y la paz, el ascenso y la caída, solo ese ha vivido de verdad".
Es cierto, sin embargo, que muy pocas veces las palabras han valido menos que
hoy. Se trata de una paradoja, puesto que cuanto más hablamos y escuchamos
hablar menos parece valer lo que decimos. En nuestro tiempo, el lenguaje no solo
se utiliza para ocultar la realidad, sino que nadie se hace responsable de lo
que dice, por lo que ha dejado de extrañarnos que alguien pueda afirmar hoy
justo lo contrario de lo que opinaba unos días atrás.
Y es en la política y en los medios de comunicación donde estos vicios han
adquirido un descaro mayor. Miguel Delibes escribió hace años que la misión del
escritor era la convocatoria de la palabra, y convocar la palabra es algo más
que una actividad estética, tiene un valor moral. Al hablar o escribir buscamos
hacer posible un espacio de conocimiento, responsabilidad y alegre locura, un
espacio deencuentro con los demás. Son las palabras las que vuelven habitable el
mundo.
Ser hombre es vivir en el lenguaje, alimentarse de palabras. Símbolo, según
Covarrubias, viene de symbolum, que significa señal para reconocerse,
aludiendo a una tablilla que, repartida entre dos o más personas, estos debían
completar al encontrarse para identificarse entre sí. El origen de nuestro
pensamiento es esa falta. O dicho de otra forma, hablamos con los demás, y les
hacemos hablar, tratando de recibir de ellos lo que nos completa. No creo que
hoy día muchos esperen algo así de los escritores. Se espera, a lo sumo, que
amenicen las sobremesas de los políticos y de los medios de comunicación. En
estos últimos años hemos asistido a una pérdida indiscutible del prestigio del
universo del libro. Los cambios se han sucedido a una velocidad de vértigo, y el
hombre actual apenas ha tenido tiempo para asimilarlos. No me refiero solo al
hombre que podríamos considerar común. También entre el hombre culto de hoy y el
de hace unas décadas hay diferencias esenciales. Hoy día, por ejemplo, sería
difícil encontrar a un hombre, por muy culto que fuera, que conociera el latín y
el griego, que pudiera recitar de memoria a Homero o a Virgilio, o ciertos
monólogos de Shakespeare.
Las lecturas se suceden, pero nadie parece interesado en demorarse más de la
cuenta en un libro, ni en aproximarse por tanto a ese ideal de lectura que le
hacía afirmar a Joyce que el libro verdadero era aquel que exigía al lector que
entregara su vida a la tarea de leerlo. El lector que alimenta con su elección
las listas de libros más vendidos en nada se parece a ese misterioso lector del
que hablara Lezama Lima, que llega a tener para una sola lectura la presencia y
esencia de todos sus días.
Las mismas páginas de cultura de los periódicos, como hace poco denunciaba
con lucidez Juan Goytisolo, cada vez se parecen más a las páginas de ocio o a
las revistas del corazón, como si todo su afán fuera complacer a los que no leen
en vez de a esos discretos lectores de los que hablaba Joyce. La abundancia de
novedades, la inserción decidida en una cultura de la compra y el desecho, hacen
incluso de esa figura improbable del lector de hoy algo bien distinto de lo que
podía ser hace años. Es uno de los nombres más de ese acumulador insaciable en
que se ha convertido el hombre occidental. Nunca este se ha movido más por lo
que ve, lo que puede poseer de manera inmediata. "El materialismo, ha escrito
Borges, dijo al hombre: hazte rico de espacio. Y el hombre olvidó su propia
tarea. Su noble tarea de acumulador de tiempo. Quiero decir que el hombre se dio
a la conquista de las cosas visibles. A la conquista de personas y de
territorios. Así nació la falacia del progreso. Que el hombre vuelva a
capitalizar siglos en vez de capitalizar leguas. Que la vida humana sea más
intensa en lugar de ser más extensa".
La pérdida de prestigio y autoridad de la institución literaria parece
indiscutible en nuestros días. Pero ¿y si esto no fuera tan malo? ¿Y si
favoreciera el nacimiento de una relación distinta con los libros, aquella que
por otra parte es la que siempre han tenido con ellos todos los verdaderos
lectores? ¿Y si ese olvido general les estuviera favoreciendo, si favoreciera a
los escritores, que olvidados de ese papel social pueden concentrarse de una
forma más decisiva en su propia tarea, ocuparse tan solo de escribir mejor, de
hacerlo como forma extrema de resistencia frente al mismo olvido y la muerte del
pensamiento? ¿No fue visto en muchos círculos de vanguardia el éxito mismo como
un signo de corrupción artística?
En un cuento de los hermanos Grimm, Los seis cisnes, una niña tiene
que coser seis camisas de anémonas y permanecer en silencio varios años para
conseguir que sus hermanos, hechizados por una bruja, recuperen la forma humana.
El lector debe ser como esa niña. La literatura no nos entrega un saber, sino un
espacio de incertidumbre y espera. Tiene que ver con lo que no conocemos, es el
reino del secreto. Como hace la niña del cuento de los hermanos Grimm al tejer
en silencio sus camisas, leer es depositar en el mundo una verdad perteneciente
al alma.
Gustavo Martín Garzo, La decadencia de las palabras, El País, 26/11/2011
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